sábado, 2 de mayo de 2009

Testigos de la oración, José A. García Monge

29 de marzo de 2009

La oración tiene sentido y pide sentido cuando es la consciencia actualmente gozosa de la estructura dialogal de la fe. La fe cristiana está hecha de palabra y de respuesta. La gratuita irrupción de la Palabra que acampa en la Historia, en nuestra historia, despierta la posibilidad de una libre respuesta hecha de confianza.
Darse cuenta de que la decisión mía no es un monólogo intelectual, sino un diálogo místico, es el momento de la oración. La meditación es entonces inseparable conciencia y expresión de la fe; sabiduría profunda que guía una ortopraxis, elegida no desde el deber y la culpabilidad, sino desde el asombro y la comunión. En este sentido, podemos decir que empezamos a orar cuando empezamos a creer y que empezamos a creer cuando empezamos a orar. Sin embargo, lo que llamamos hacer meditación supone, además de ese dinamismo creyente de la fe, una condensación del darse cuenta contemplativo, una autocomprensión, una conciencia de la vivencia creyente. La oración es esa conciencia del diálogo que nos constituye personas creyentes; de ese yo-tú que nos saca del mundo de las cosas y nos permite nombrarlas y darnos cuenta de que no somos algo, sino alguien porque Alguien nos nombra y nos llama así.
La oración cristiana supone un ejercicio constante de discernimiento, aplicable no solamente a los signos de los tiempos, sino a las imágenes que polarizan nuestra atención orante. Si iniciamos el camino de una meditación con imágenes, hemos de confrontar constantemente esas imágenes con los datos de la experiencia y con la Revelación.
La oración no puede delimitar a Dios, De hacerlo así, lo convertiría en un ídolo. Para el cristiano, orar cristocéntricamente no sólo no es una actitud piadosa; es más: es la posibilidad de no manipular a Dios. El Jesús de la Historia y el Cristo de la Fe son los dos polos tensionales de la oración cristiana, que dirigiéndose al Cristo resucitado, pasa por el cuerpo y la historia de Jesús. Sólo así la oración es algo vivo y, a la vez, con un perfil concreto, que no acierta a desdibujar nuestros miedos, alineaciones o fantasías proyectivas. Jesús nos da la posibilidad de ver al Padre viéndole a Él. Nos otorga el Espíritu para vivir como hijos, para orar con libertad y confianza filial. Orar a ese Dios no supone salirnos de la historia para ir a la eternidad; sino situarnos en la historia captando su gravidez de eternidad. La oración no es fundamen-talmente un anhelo que nos lleva más allá del tiempo; sino que alienta la lucha contra la configuración del espacio y del tiempo que no visibilizan el Reinado De Dios.
La oración es historia en nuestro cuerpo, en nuestra vida. Es Historia de Salvación.

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