domingo, 6 de diciembre de 2009

La humanidad de Dios (I), Olegario González de Cardedal

6 de diciembre de 2009

JESÚS, EN CUANTO VERBO ENCARNADO, HA DADO A DIOS destino. […] Cuando Dios crea seres libres queda expuesto a su libertad; si hace alianza con un pueblo, queda a merced de su respuesta; y cuando se encarna en su Hijo, queda a merced del mundo con las determinaciones concretas bajo las que el mundo está: el pecado y la violencia, el amor y la generosidad.
Decir que Dios por su Hijo encarnado tiene destino quiere decir que entra en el juego y en el riesgo del mundo, que su omnipotencia se realiza como solidaridad con el prójimo y en respeto absoluto de la decisión del prójimo, aun cuando éste le aseste golpes de muerte intentando aniquilarlo. Desde aquí hay que entender los problemas cristológicos, insolubles en la perspectiva de la metafísica clásica: mutabilidad de Dios y sufrimiento de Dios. […] Dios es tan personalmente paciente-pasible que puede llegar a morir con nosotros. A eso he llamado tener destino. [...]
Este destino de Dios en la encarnación se convierte en lo que establece, alumbra y decide las condiciones definitivas del hombre y del mundo. […]
En cuanto Hijo encarnado, Cristo da a Dios figura histórica, para que lo contemplen los ojos de nuestro corazón y le palpen las manos de nuestro espíritu: da a Dios palabra para que la oigan nuestros oídos exteriores e interiores, y realizándola expliquen el mundo y reverberen sus acciones; da a Dios destino para que él sepa lo que son la libertad, el amor y el pecado de los hombres que ha creado, y para que éstos sepan de qué es capaz Dios, como majestad y humillación, como nuestro soberano y como nuestro compañero de alianza.
Cristo da a Dios humanidad, más aún, es la humanidad de Dios. Más que el "absolutamente otro" de los discursos hechos desde el temor, la veneración o el deseo humano, Dios no es el ajeno sino el inserto en la trama del mundo.
Su "infinita diferencia cualitativa" lo cualifica no para alejarse sino para hacerse solidario del hombre y ser hombre. La encarnación es así la inversión de todas las sospechas naturales que el hombre desde su finitud, pecado e imaginación haya podido hacer sobre Dios. Éstas le alejan de su verdadero centro. Todas quedan desalojadas desde el momento en que, contra toda idea y abandonando el país de las ideas, Dios ingresa en la tierra de los hombres. Cambia la divina llanura de la verdad, de que hablaba Platón, para adentrarse en la tierra humana, escarpada por montes, valles y abismos. {...}
Luego de redescubrir la grandeza de la divinidad de Dios, Karl Barth descubrió, por su fidelidad a lo que implica el Nuevo Testamento, que lo esencial de Dios es que se ha mostrado amigo de los hombres, ha otorgado confianza a la humanidad y ha valorado sus creaciones, aun cuando estén afectadas por la desmesura y el pecado. Vio que la divinidad de Dios se ha acreditado en humanidad y como humanidad, valorando así infinitamente al hombre, al mundo y a la Iglesia. La plena divinidad de Jesús suscitó su plena humanidad. Dios fue, sigue siendo y ya no dejará de ser hombre. Éste es el destino del ser, más allá de todos los vaivenes de la historia: por decisión de Dios, Dios y hombre ya no son separa-bles, hasta el punto de que es pensable una apocatástasis, en la que Dios asume sobre sí la libertad del hombre, aceptándola y superándola para su salvación. […]


La entraña del cristianismo. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1997, pp. 83-85.

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