7 de octubre de 2007
1. Iglesia, comunidad y corporativismo
“Cuando todo mundo es cristiano, ya nadie es cristiano”, escribió el filósofo danés Søren Kierkegaard. Esta frase lapidaria puede ayudar muy bien a entender la situación social y eclesiástica que se vivía en los siglos previos a las diversas luchas por la reforma de la Iglesia que se desarrollaron con tanta intensidad durante el siglo XVI, pero que fueron antecedidas por otros esfuerzos en diferentes regiones de Europa. Por un lado, manifiesta la forma en que la sociedad medieval entendía el hecho de ser cristianos como formar parte de una gran colectividad de manera automática e indiscutible, es decir, lo que se conoce como Cristiandad, el gran edificio político, social y religioso encabezado desde el cielo por Dios y luego por los dirigentes religiosos y los monarcas del mundo hasta formar una enorme pirámide en cuya base se encontraba la mayoría de la población. Por el otro, hace patente la posibilidad de que este gran cuerpo social se transformara para adaptarse ante las nuevas necesidades psicológicas, espirituales, religiosas e ideológicas de un mundo en constante evolución, amenazado especialmente por el surgimiento de la burguesía, una clase social que, en su momento, fue bastante revolucionaria. Para ello, era muy necesario asumir una postura autocrítica que la Iglesia católico-romana no estuvo muy dispuesta a asumir, especialmente si se recuerda que fue la guardiana oficial del pensamiento único de su época mediante el ejercicio de la represión de cualquier signo de disidencia.
Desde ambas perspectivas, la importancia de la Reforma Protestante en el debate sobre la razón de ser de la Iglesia cristiana y en la conformación de una nueva manera de ser iglesia se presenta delante de nosotros, una vez más, a 460 años del inicio de la gesta de Martín Lutero en Alemania. El corporativismo medieval había limitado bastante la religiosidad individual, pues sólo era concebible ser cristianos/as según los moldes determinados por la institución religiosa y apartarse un ápice de ese patrón implicaba colocarse en los linderos de la herejía, esto es, del probable cuestionamiento de las enseñanzas autorizadas de la Iglesia. La sumisión a esta forma de control ideológico garantizaba la unidad de la pirámide social, pues se aceptaba que sus características estaban determinadas por la voluntad divina. De ahí que poner en tela de juicio cualquier aspecto de su funcionamiento constituía una falta gravísima, política y religiosamente hablando. Pensar diferente o acudir por cuenta propia al contenido de la Biblia, o ambas cosas, era un delito en contra de la unidad de la Iglesia y del orden político-social.
2. El rescate de la naturaleza de la Iglesia
Pero los tiempos habían comenzado a cambiar y, así como en la época del rey Josías se requirió un esfuerzo de análisis y valoración de las acciones del pueblo en función de la obediencia a Dios, los diferentes movimientos buscaban reconsiderar el papel de la Iglesia para sacudirse la tutela de los intereses políticos dominantes que se apropiaron de los destinos de las comunidades cristianas desde que, como se maneja históricamente, éstas aceptaron constantinizarse desde el siglo IV. El supuesto triunfo de la Iglesia sobre el paganismo romano significó, en realidad un creciente sometimiento a las imposiciones de los poderes del momento, al grado de que, cuando monarcas como Carlos, emperador de España y Alemania, ejercía el privilegio del nombramiento de obispos dentro de sus territorios, la Iglesia no podía discutir u objetar a las personas elegidas. Si el pueblo del reino sureño de Judá tuvo la fortuna de de que fuera el propio rey quien encabezara un proceso de reforma de la vida nacional, con base en la búsqueda de obediencia a la Palabra de Dios, en los inicios del siglo XVI la única posibilidad de reconstruir la naturaleza de la Iglesia consistió en los movimientos de renovación que ahora calificamos de “reformadores”, pues ellos sólo deseaban restaurar el estado de cosas que se rompió con el surgimiento de la Cristiandad.
Nadie deseaba formar u organizar una o varias iglesias sino volver a experimentar la existencia de una comunidad o institución más acorde con los designios delineados en el Nuevo Testamento, es decir, que no hubiera más cabeza de la Iglesia que Cristo mismo y que los dones del Espíritu Santo circulasen libremente en medio del pueblo de Dios. Nunca se abandonó la idea de que la Iglesia seguiría siendo una sola, a pesar de que las divisiones dogmáticas, regionales o nacionales resultaron inevitables al destaparse la caja de Pandora debido a la cerrazón de la jerarquía católica ante las propuestas de grupos como los albigenses o valdenses, o de personas como Wiclif, Hus o Savonarola. La respuesta autoritaria de una institución unida sin remedio al poder monárquico de su época acabó con la posibilidad de una reforma tersa, pues acabó por imponerse mediante una serie de conflictos, incluso armados, que cambiaron el rostro de la unidad eclesiástica antes de que terminara el siglo XVI.
3. El modelo reformado de Iglesia
Cuando Lutero dio poco a poco pasos cada vez más sólidos en el camino hacia la transformación de la Iglesia de su tiempo (recordemos: la discusión de sus 95 tesis, el rechazo radical a retractarse ante el Emperador, la quema del decreto papal de excomunión, pasando por supuesto por la traducción de la Biblia al idioma popular), se fue consolidando la idea de que, efectivamente, el status de la Iglesia en el mundo cambiaría para siempre. Primero, porque nunca más tendría ya un rostro uniforme y, después, porque los nuevos impulsos para vivir la vida cristiana ya no obedecerían órdenes o imposiciones unívocas dictadas desde un solo centro de poder. Comenzó a entenderse que, en realidad, la Iglesia siempre se había caracterizado por un policentrismo, a saber, que dondequiera que se invoca el nombre de Cristo, allí hay fuertes posibilidades de que exista la Iglesia verdadera. La afirmación bíblica del sacerdocio universal de los creyentes (la vocación cristiana que rompe para siempre la distinción entre clérigos y laicos), así como la insistencia en el encuentro efectivo, personal y desafiante, con la obra redentora de Cristo, de modo que se lleve a cabo una profunda transformación vital, fue el punto de partida para que, más allá de las inclinaciones burguesas para volver a someter a la religión, ahora con la mentalidad puesta en la obtención de ganancias a cualquier precio, la Iglesia recuperara su carácter de movimiento del Espíritu que crea estructuras pero sólo con el fin de ponerlas al servicio del Evangelio como forma de manifestación de la gracia para toda la humanidad.
La relectura de las Escrituras produjo el modelo reformado de Iglesia, es decir, la superación del modelo corporativo medieval, piramidal, para subrayar la importancia de la conversión y entrega al Evangelio de Jesucristo, y la libertad de asociación y ejercicio de un poder-servicio dentro y fuera de la Iglesia, pues las estructuras eclesiásticas debían ponerse al servicio de la humanidad y no al revés, como se practicaba y en muchos lugares se sigue practicando. Las decisiones trascendentales de Josías en Judá equivalen, sin duda, al empeño de los reformadores por levantar no una nueva Iglesia, porque ésta, delante de Dios, nunca se ha fragmentado, sino formas frescas de vivir la gracia de Dios en medio de una comunidad, sin la interferencia de los poderes materiales que no vacilan en manipular las enseñanzas del Evangelio para servir a sus fines, los cuales no necesariamente coinciden con la voluntad divina. La Iglesia, hoy, debe seguir recapacitando acerca de si su manera de entender la misión cristiana es acorde con las intenciones divinas de traer luz, verdad y justicia a las vidas humanas o si, más bien, se ve como un fin en sí misma, ajena a las necesidades humanas más urgentes.
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