sábado, 10 de enero de 2009

Fe, crisis y esperanza: la experiencia del pueblo de Dios, L. Cervantes-O.

11 de enero de 2009
1. ¿Cómo se construye la “experiencia espiritual” de un pueblo?
Una pregunta de este tipo reclama respuestas que vayan más allá de la manera tradicional en que se supone que opera la religión, porque lo que se conoce como “experiencia religiosa” es, en sí misma, una construcción social e ideológica que se transmite y se impone. Acostumbrados como estamos a creer que lo sagrado debe ser asumido por las personas para colocarlas en “un mundo parte”, le damos, inconscientemente, la razón a la famosa frase que dice que “la religión es el opio de los pueblos”. Porque si aceptamos, así sea tácitamente, que esto es verdad, nuestra fe, creencia o experiencia espiritual no será muy diferente de la que se expresa cada 28 de mes en el Centro Histórico de la Ciudad de México y en diversos lugares del país: el recuerdo y la insistencia en un personaje que transmite esperanza y vehicula la fe como pocas veces se había visto. Nadie imaginó la forma en que crecería esta festividad, al grado de que se cierran completamente varias avenidas para dar cabida a la multitud que festeja a San Judas Tadeo.
[1] Y es que en tiempos de crisis, precisamente este tipo de experiencias traen a la luz las profundidades de la mentalidad creyente, como oscila, a veces, entre la magia y la devoción auténtica.
Un enorme desafío para todas las iglesias y creencias es sostener comunidades enteras adheridas a una sana esperanza de recuperación, pues si se pliegan a los discursos oficiales de que no hay crisis o de que se saldrá pronto de ella su función profética pierde credibilidad. Por el contrario, si plantean visiones alternativas, también pueden entrar en contradicción con los gobernantes en turno, debido a que los contra-discursos son siempre mal vistos y poco tolerados. Situarse en un término medio, es decir, sin aceptar la propaganda, tratando de mostrar los aspectos poco visibles de la realidad y, al mismo tiempo, en medio de todo, proveer una fuente de esperanza. Se sabe, también, que la gente más necesitada encuentra, casi siempre, razones y motivos para superar las situaciones, incluso mediante soluciones “enajenantes”, como la inclinación a la fiesta y la concentración en esperanzas que pueden resultar falsas. El recurso bíblico de apegarse a la historia y buscar en ella el encuentro con el Dios liberador sigue siendo válido actualmente, pues en la vorágine social, política y económica, la lucha entre las diversas visiones produce un conflicto mayor para encontrar maneras de recuperar y practicar la esperanza.
El “trabajo espiritual” con la gente para reconstruir la esperanza implica que se conoce suficientemente la historia de la salvación y la historia o el desarrollo de las coyunturas que las afecta directamente. Por ello, las comunidades eclesiales de base (CEB’s) han practicado consistentemente un análisis coyuntural que permita discernir adecuadamente “los tiempos y las sazones” de la voluntad de Dios en el mundo. “Discernir los tiempos” y leer la actuación de Dios en el mundo es un ejercicio espiritual ineludible que debe llevarse a cabo a partir de una conciencia sólida de las intervenciones de Dios en la historia. Fuera de esta plataforma, la influencia de los llamados “falsos profetas” en Israel resultó y resulta perniciosa para canalizar el rumbo espiritual de comunidades y naciones enteras, pues lo único que lograron fue crearles falsas expectativas en relación con su presente y su futuro, especialmente cuando se avecinaba una de las mayores tragedias nacionales.

2. Las “noches oscuras” de la fe y la existencia
Los albores del exilio fueron devastadores para el antiguo Israel, pues esa experiencia llegó para quedarse permanentemente en la vida de ese pueblo, hasta la fecha. Pocas personas como el profeta Isaías atisbaron las características del desastre que vendría sobre el pueblo. Un relato incluido en su libro da fe de la manera en que asumió la posibilidad de vivir en “su” tierra: el cap. 43 narra cómo sus discípulos y amigos tuvieron que llevárselo a Egipto, literalmente a rastras. El profeta había crecido en medio de una comunidad de fe que creía firmemente en que la tierra que habitaban era una dádiva de Yahvé. Pero lo que Jeremías y el resto del pueblo no querían aceptar (aunque lo sabían perfectamente, porque la Ley lo afirmaba) era que la posesión de ese territorio estaba condicionada a su fidelidad a la alianza que habían llevado a cabo con su Dios. De modo que cuando se vino la invasión de Babilonia y los acontecimientos desencadenaron el destierro para una porción significativa del pueblo, tuvo que comenzar un largo y penoso proceso educativo para tratar de desligar la relación con Yahvé de la figura de la tierra. (Ese proceso, por cierto, no parece terminar, pues su resistencia al mismo es lo que conocemos como sionismo, es decir, la obsesión de sectores del judaísmo moderno por asentarse en Palestina, con sus desastrosas y mortíferas consecuencias.)
A la destrucción del estado monárquico, del estado de cosas que Jeremías y su generación conocieron, siguió el exilio, la diáspora y el caos en la mentalidad religiosa de la sociedad. Surgirían nuevas maneras de asumir el trato con Dios, pero para ello el pueblo tuvo que afrontar la tragedia y la destrucción: la “noche oscura” de la fe y la existencia. De la oscuridad y el silencio brotaría una nueva espiritualidad, ya no centrada en lo externo y aparatoso sino en la genuina comunión con el Dios que soñó con un pueblo verdaderamente distinto, una comunidad alternativa que pudiera hacer presente en el mundo la justicia y la paz con igualdad. Lejos estaban los años en los que, según el esquema que encontramos en los libros históricos, Yahvé intentó conducir el destino de Israel de tal forma que esa comunidad distinta pudiera hacerse realidad. La “noche oscura” del pueblo, su crisis más profunda, el abandono de la tierra prometida y el inicio de un camino nuevo, lleno de elementos desconocidos. Las Lamentaciones de Jeremías fueron el primer paso, según Walter Brueggemann para procesar la crisis, la destrucción, pues expresan hasta qué punto la nostalgia (en su sentido etimológico) golpeó el corazón del pueblo y nada, en ese momento, era capaz de calmar el dolor por la pérdida, tan grande era el impacto de la confrontación con los designios de Dios propiciados por la situación a la que habían llegado el pueblo y sus gobernantes.
Como se pregunta José Antonio Pineda Sánchez al comentar el libro de Éloi Lecrerc:

¿Cómo encontrar todavía razones para vivir y para creer, en un mundo donde van desapareciendo los puntos de referencia y diluyéndose las instituciones religiosas? ¿Cómo hacerlo en el contexto de una crisis en la que la fe cristiana se ve rodeada de fuertes objeciones? ¿Cómo atravesar esta ‘noche de la fe’ sin perder el ánimo? […] Desaparecieron, aniquilados, todos los signos de su elección. Jerusalén no era más que un montón de ruinas. El pueblo elegido, deportado, dispersado por el inmenso pueblo caldeo en medio de pueblos paganos, se veía reducido a la desnudez primera del ser humano. Ya no sabía en quien confiar. ¿Qué hacía Yahvé en semejante situación? ¿Cuáles eran sus designios? Ninguna respuesta. Sólo un silencio total, el abandono. (www.camineo.info)

Sin asideros visibles, el pueblo tuvo que retornar a lo esencial del pacto con Dios: sinceridad y disposición del corazón, autenticidad en el culto, apego a la Palabra divina. Era un regreso a la simplicidad del desierto, el lugar del verdadero encuentro con Dios y desde dónde Él había planeado la liberación de la opresión. La aridez y la soledad se volvieron condiciones necesarias para retomar el camino, justo aquél que se había perdido cuando la brújula se perdió en las ambiciones caras y volátiles. Hoy, cuando se vislumbran y se viven ya tiempos difíciles, de prueba, duda y desolación, nuevamente es posible decirle al pueblo de Dios que éste se encuentra escondido en los intersticios del sufrimiento y que, más que nunca, sobre todo debido a la acción servicial, incondicional, de Jesucristo, está atento a los vaivenes del ánimo, de la fe que amenaza con marchitarse, pero que siempre será restituida por la esperanza inquebrantable en su amor y su gracia.

Nota
[1] “Arquidiócesis de México publica aclaración sobre San Judas y la ‘santa muerte’”, en www.aciprensa.com/noticia.php?n=23256.

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