jueves, 24 de diciembre de 2009

Consecuencias de la encarnación de Dios, Martín Gelabert B.

27 de diciembre de 2009

Eso que los cristianos llamamos encarnación, a saber, la unión de Dios con una criatura humana, no es algo que afecta sólo a un individuo particular de nuestra historia, sino a toda la humanidad. Y le afecta porque el proyecto divino sobre esta historia, el proyecto en el que Dios se ha puesto en juego, es hacer de todo este mundo como una encarnación de Dios, no sólo en Jesús, sino en todo. Esto quedará un día consumado cuando, como dice el Nuevo Testamento, Dios no sea solamente Dios, sino Dios-todo-en-todas-las-cosas, o sea, la realidad que todo lo determine.
La encarnación de Dios en Jesús es la culminación, la plena anticipación y la definitiva puesta en marcha de este proceso por el que Dios quiere ser todo en todas las cosas. Esto tiene dos consecuencias. Por una parte, si con su encarnación Dios se ha unido con cada ser humano, en cada uno de nosotros hay una dimensión que nos abre a lo divino y que nos une con Dios. Esta dimensión se actualiza cuando reproducimos –producimos de nuevo- la imagen del Hijo en nuestras vidas, o sea, cuando actuamos con los sentimientos, el talante, el modo de pensar y de vivir de Cristo. Dicho de otra manera: cuando actualizamos –hacemos actual, vivo y operante- en nuestra circunstancia el Evangelio de Cristo.
La segunda consecuencia tiene que ver con nuestro modo de mirar a los otros seres humanos y de relacionarnos con ellos. Pues si el Hijo de Dios se ha unido con cada persona, eso significa que en cada una es posible encontrar a Cristo. Cada ser humano es el sacramento, la presencia de Cristo entre nosotros. Nuestro modo de tratarlo, de mirarlo, de considerarlo, es traducción del modo como nos comportamos con Cristo.
Más aún, en nuestro modo de tratar al otro, manifestamos si hemos comprendido lo que significa la encarnación. Para tal comprensión no basta una explicación teórica; es, sobre todo, fruto de un comportamiento, de un modo de vivir, de una manera de tratar a los demás. Si les trato como hijos de Dios y, por tanto, como hermanos míos; si les considero hijos en el Hijo, o sea, participantes de la encarnación, sólo entonces puedo comprender plenamente lo que quiere decir que Jesús es el Hijo de Dios. La comprensión de la filiación divina de Jesús (en la medida en que esto es humanamente comprensible) no se da en un campo teórico, sino al incorporar en mi vida la experiencia de que el otro, sea quien sea, es un hijo de Dios y, por tanto, un hermano mío.
El misterio de la Encarnación tiene que ver con la solidaridad de Dios con el ser humano. Allí, Dios manifiesta su amor a los humanos hasta más no poder, hasta el extremo, hasta el colmo. Y tiene que ver también con la solidaridad de los hombres entre sí, en la medida en que este misterio de unión de lo humano con lo divino se reproduce sacramentalmente en la comunión de los unos con los otros. Esta comunión tiene no sólo consecuencias a nivel de relación interpersonal, sino también a nivel de relación social. […]

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