Carlos Monsiváis
1. La Biblia y la lectura: un reconocimiento humano y espiritual
Una pregunta resulta forzosa (y forzada) en el momento de abordar este asunto: ¿queremos seguir honrando la tradición evangélica y protestante (lo uno por lo otro…) de apego irrestricto a la lectura de la Biblia? Y otra más que se desprende, irremediablemente, de ella: ¿o deseamos engrosar las estadísticas educativas y culturales que exhiben nuestra pertenencia a un país que lee muy poco o casi nada?, pues como dice H.J. Martin: “El libro ya no ejerce el poder que antes tenía, ya no es más el señor de nuestro razonamiento o de nuestros sentimientos, debido a los nuevos medios de información y comunicación de que ahora disponemos”.[3] ¡Bendita sea la memorización! ¡Bienaventurados los/as que memorizaron porque de ellos ha sido propiedad el contenido de las Sagradas Escrituras! Es verdad, aunque según el testimonio de la propia Escritura, Dios no quiere lectores/as de un solo libro, aunque sea el suyo… La lectura, y no sólo la bíblica, hace pensar, abre universos, permite dialogar con el pensamiento de los diversos autores y permite, además, afrontar la vida de otra manera. Nada menos.
Varios libros de la Biblia se refieren a la lectura como acto humano, cultural y religioso. En la historia de la lectura, el acceso a los documentos sagrados siempre planteó que las palabras e incluso las letras tenían una capacidad casi mágica para transmitir la voluntad divina y que habían sido dictadas por la divinidad, de ahí que el trato con las palabras y el mensaje que éstas transmitían entraba a un espacio casi metafísico y, al mismo tiempo, a un proceso en el que no se distinguía entre hablar y leer. Como explica Alberto Manguel: “Los idiomas primordiales de la Biblia —arameo y hebreo— no distinguen entre el acto de leer y el de hablar y designan a los dos con la misma palabra”.[5] Jorge Paredes resume bien el origen de la lectura en un ambiente relacionado también con el origen del pueblo elegido: “La frase es de Proust: la lectura es un fructífero milagro de comunicación en medio de la soledad. Un celebrado acto solitario que no es innato, sino aprendido, y que el ser humano comenzó a desarrollar hace por lo menos 5 300 años en la antigua Mesopotamia cuando aparecieron los primeros sistemas de escritura”.[6]
2. La bienaventuranza y el milagro de la lectura en la Biblia y actualmente
Las primeras menciones de la lectura están ligadas a al pacto y a la Ley: “Después tomó el libro del pacto y se lo leyó a los israelitas. Entonces ellos dijeron: ‘Cumpliremos todo lo que Dios nos ha ordenado’” (Éx 24.7). La lectura se ligó, desde entonces, al compromiso comunitario de una relación con Dios basada en la obediencia. E incluso ante los ajustes socio-políticos, quedaba en la esfera del poder también esa responsabilidad para cuestionar proféticamente su origen: “Cuando el rey que ustedes nombren comience a reinar, ordenará que le hagan una copia del libro que contiene los mandamientos de Dios. Esa copia quedará bajo su cuidado, y deberá leerla todos los días. Así el rey jamás se sentirá superior a los demás israelitas, sino que aprenderá a obedecer a Dios y a respetar todos sus mandamientos” (Dt 17.18-19). Esa misma perspectiva revisionista se acerca a los cambios que la sociedad requería para restablecer la igualdad: “Luego les dio esta orden: ‘Cada siete años se celebrará el año del perdón de deudas. Cuando llegue ese año, y todos los israelitas estén reunidos en el santuario de Dios para celebrar la fiesta de las enramadas, se leerán estas enseñanzas’” (Dt 31.11).
Al replantear el problema de la lectura de la Biblia en las iglesias, enfrentamos el mismo problema educativo y cultural que se vive en nuestro país de manera general: se supone que tenemos “malos hábitos de lectura”, que deben ser mejorados.[8] Esta forma tan simplista de exponer el asunto requiere matizarse y profundizarse para encontrar ya no digamos algunas vías de solución sino apenas para tratar de entender las razones del desapego por la letra escrita. En el medio evangélico se ha aceptado como normativa y casi exclusiva, una cierta manera “fundamentalista” de la oralidad, que se ha impuesto con el peso de la fuerza de ciertas tradiciones religiosas nuevas que identifican los textos escritos con el intelectualismo y la racionalidad. Pero el texto apocalíptico dice que es dichoso quien lee, es decir, quien se acerca, mediante un código común con los escritores/as a descifrar el mensaje y aprender a aplicarlo en la realidad.
[3] H.J. Martin, “Le message écrit: la réception”, conferencia presentada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, París, 1993.
[4] Eduardo Arens, La Biblia sin mitos. Una introducción crítica. 3ª ed. Lima, Paulinas-CEP,2006, p. 84: “Yo interpreto la Biblia desde el momento en que la leo, ¡y ella también me interpreta a mí! Pero la Biblia misma ya viene interpretada, pues el texto que leo es producto de un autor que interpretó lo que recibió como tradición, o al menos los acontecimientos y circunstancias sobre las cuales escribió”. Cf C. Martínez García, “Teología de la lectura. Breves notas (II)”, en Magacín, supl. de Protestante Digital, 7 de agosto de 2011, www.protestantedigital.com/ES/Magacin/articulo/4017/Teologia-de-la-lectura-breves-notas-ii.
[5] A. Manguel, Una historia de la lectura. Trad. de J.L. López Muñoz. Bogotá, Norma, p. 69.
[5] Jorge Paredes, “Lectura, plan lector, Internet y el milagro de leer”, en http://caobac.blogspot.com/2008/11/lectura-plan-lector-internet-y-el.html.
[6] Cf. Lisa Block de Behar, Una retórica del silencio. Funcionesa del lector y procedimientos de la lectura literaria. 2ª ed. México, Siglo XXI, 1994, p. 90.
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