La paternidad de Dios es el corazón de nuestra fe y a través de ella nos acercamos a la esencia de nuestra identidad cristiana. Invocar a Dios como Padre es al mismo tiempo afirmar nuestra identidad de hijos. El misterio de la paternidad de Dios es también la clave para comprender el tipo de relación que debemos tener con otros creyentes. La iglesia está compuesta por los miembros de la familia de Dios: "...porque por medio de Él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre. Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios..." (Ef. 2:18-19). Es su paternidad la que nos ha hecho una familia.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento una de las intenciones de los pactos ha sido revelarnos la paternidad eterna de Dios. Desde el principio Dios ha querido establecer y relacionarse con el hombre desde el marco de una relación filial. Esta es una hermosa verdad que no sólo debe ser comprendida por cada creyente, sino también disfrutada.
El pacto de paternidad de Dios se revela en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento el pacto de paternidad de Dios generalmente está en relación con la realidad de un Dios creador (bara´). El pueblo de Israel experimenta a Dios como Padre. Israel reconoce la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como registra el salmista: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno" (Salmos 139: 13).
Jesús nos enseña también que Dios es nuestro Padre, en razón de la filiación adoptiva que nos constituye en familia de Dios con la red de la fraternidad (Jn 20.17). Cuando invocamos al Padre Nuestro, el "nuestro" subraya la comunión eclesial, como familia que comparte y supera el egoísmo. Jesús y nosotros somos cubiertos por el mismo amor del Padre, "para que el amor con el cual tú me has amado esté en ellos" (Juan. 17:26).
El Padre nos llama hijos para que lo invoquemos: ¡Abba!, ¡"papito"! (con un gran sentido de cariño). Los siguientes textos ilustran y descubren lo esencial de la relación paternal de Dios con sus hijos. Rom 8:14-17: "Todos los que son conducidos por el Espíritu son hijos de Dios". La confesión de la paternidad de Dios se hace en virtud y por la fuerza del Espíritu. Somos nosotros —como hijos guiados por el Espíritu— quienes clamamos: Abba, Padre. Gál 4:6-7: "Para probar que sois Hijos de Dios, Dios ha enviado en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, Espíritu que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6). Pablo revela en estos pasajes el cambio de una relación de esclavitud a una relación liberadora de hijos.
La contraposición entre la condición de esclavos y la de hijos es clave en los dos textos. En Rom se indica que los creyentes no han recibido un "espíritu de esclavitud" que los lleve al miedo, sino "el espíritu de adopción", de filiación (pneuma uothesias), que los hace hijos de Dios. En la carta a los Gálatas, en virtud del envío del Espíritu de su Hijo, "tú no eres más esclavo" (ouketi ei doulos), sino hijo (uios).
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento una de las intenciones de los pactos ha sido revelarnos la paternidad eterna de Dios. Desde el principio Dios ha querido establecer y relacionarse con el hombre desde el marco de una relación filial. Esta es una hermosa verdad que no sólo debe ser comprendida por cada creyente, sino también disfrutada.
El pacto de paternidad de Dios se revela en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento el pacto de paternidad de Dios generalmente está en relación con la realidad de un Dios creador (bara´). El pueblo de Israel experimenta a Dios como Padre. Israel reconoce la paternidad divina a partir del asombro ante la creación y ante la renovación de la vida. El milagro de un niño que se forma en el seno materno no se explica sin la intervención de Dios, como registra el salmista: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno" (Salmos 139: 13).
Jesús nos enseña también que Dios es nuestro Padre, en razón de la filiación adoptiva que nos constituye en familia de Dios con la red de la fraternidad (Jn 20.17). Cuando invocamos al Padre Nuestro, el "nuestro" subraya la comunión eclesial, como familia que comparte y supera el egoísmo. Jesús y nosotros somos cubiertos por el mismo amor del Padre, "para que el amor con el cual tú me has amado esté en ellos" (Juan. 17:26).
El Padre nos llama hijos para que lo invoquemos: ¡Abba!, ¡"papito"! (con un gran sentido de cariño). Los siguientes textos ilustran y descubren lo esencial de la relación paternal de Dios con sus hijos. Rom 8:14-17: "Todos los que son conducidos por el Espíritu son hijos de Dios". La confesión de la paternidad de Dios se hace en virtud y por la fuerza del Espíritu. Somos nosotros —como hijos guiados por el Espíritu— quienes clamamos: Abba, Padre. Gál 4:6-7: "Para probar que sois Hijos de Dios, Dios ha enviado en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, Espíritu que clama ¡Abba, Padre!" (Gál 4,6). Pablo revela en estos pasajes el cambio de una relación de esclavitud a una relación liberadora de hijos.
La contraposición entre la condición de esclavos y la de hijos es clave en los dos textos. En Rom se indica que los creyentes no han recibido un "espíritu de esclavitud" que los lleve al miedo, sino "el espíritu de adopción", de filiación (pneuma uothesias), que los hace hijos de Dios. En la carta a los Gálatas, en virtud del envío del Espíritu de su Hijo, "tú no eres más esclavo" (ouketi ei doulos), sino hijo (uios).
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