4 de septiembre de 2011
Desde este punto de vista no se puede menos de decir que la Encarnación de Jesucristo guarda analogía con la creación. Una vez más, Dios actúa como creador, pero ahora no crea de la nada, sino que entra en escena y crea dentro de la creación un nuevo comienzo, tanto de la la historia en general como de la historia de Israel en particular. Dentro de la continuidad de la historia humana, ahora se hace visible un punto en el que Dios mismo se apresura a socorrer a la criatura y se hace una sola cosa con ella. Dios se hace hombre. Así comienza esta historia.[1]
Karl Barth
1. Dios actúa en la historia, no fuera de ella
La gran premisa con que trabajaron los autores de los textos sagrados a la hora de plantarse frente al pueblo ante quien debían dar testimonio de la realidad del pacto de Dios con él era que éste mantenía una relación activa con la historia, porque si es verdad que desde el momento mismo de la creación de la humanidad otorgó la libertad para moverse en ella, el encuentro con él estaría marcado siempre por una dinámica de interacción entre ambas libertades, la humana y la divina. También es verdad que algunos niegan que la intervención Dios en la historia humana respete la libertad humana y hasta hay quienes, incluso desde el campo de la fe, se atreven a desligar las realidades humanas en general (sociales, económicas, políticas, culturales) de cualquier interés divino en influir sobre ellas. Como si la indiferencia hacia lo humano fuera una de las características predominantes del Dios cristiano. Tendríamos que estar hablando, en todo caso, de otro tipo de divinidad, no del Dios de la Biblia, quien en la encarnación humana de Jesucristo manifestó y sigue manifestando no solamente interés por lo que sucede en los procesos humanos sino una auténtica pasión, un celo, un acompañamiento hacia algunas causas y luchas que merecen alcanzar su plenitud dignificadora y anunciadora de la presencia de su Reino en el mundo.
De otra manera estaríamos, una vez más, ante la “proclamación negativa” de un “Dios a-pático”, es decir, de un Dios que se niega a padecer o a vivir intensamente los sucesos que acontecen en el devenir complejo y muchas veces contradictorio de la existencia humana. Y es que, para empezar, la misma doctrina bíblica de la creación es una muestra de cómo Dios quiso hacerse presente de otra manera en el comienzo mismo de la historia, porque no debemos olvidar que toda afirmación sobre los orígenes de un pueblo o de una cultura, mientras más universal sea, contiene un potencial más liberador para la comprensión del papel de esa comunidad en el mundo. De esta manera, la creencia en un Dios que creó todas las cosas, comenzando con el cosmos, coloca a la fe bíblica en un plano de acercamiento global a la humanidad sin olvidar que, en efecto, al centralizar en un pueblo la elección divina, este enfoque tendría que aterrizar en una mirada que abarcase a todos los seres humanos.
Dios actúa en la historia suscitándola en medio de las tendencias a focalizar o colocar la atención únicamente en los espacios comunitarios reducidos y a producir espiritualidades sectarias con escasa vocación de diálogo con todos los ambientes en donde Dios desea estar presente para que los valores de su Reino resulte visible y efectivamente transformador. Así, es posible, hablar de cómo desde el Antiguo Testamento se pugna por establecer una religión anti-fetichista que no se deje dominar por los impulsos del momento y que no idolatre a los poderosos de turno para seguir viendo a Dios como el autor, dueño y conductor de la historia.[2] Esta visión advierte que Dios propicia los esfuerzos humanos para superar las espiritualidades desencarnadas y para hacer que la práctica derivada de esa religión liberadora tenga los resultados que Él desea.
Karl Barth
1. Dios actúa en la historia, no fuera de ella
La gran premisa con que trabajaron los autores de los textos sagrados a la hora de plantarse frente al pueblo ante quien debían dar testimonio de la realidad del pacto de Dios con él era que éste mantenía una relación activa con la historia, porque si es verdad que desde el momento mismo de la creación de la humanidad otorgó la libertad para moverse en ella, el encuentro con él estaría marcado siempre por una dinámica de interacción entre ambas libertades, la humana y la divina. También es verdad que algunos niegan que la intervención Dios en la historia humana respete la libertad humana y hasta hay quienes, incluso desde el campo de la fe, se atreven a desligar las realidades humanas en general (sociales, económicas, políticas, culturales) de cualquier interés divino en influir sobre ellas. Como si la indiferencia hacia lo humano fuera una de las características predominantes del Dios cristiano. Tendríamos que estar hablando, en todo caso, de otro tipo de divinidad, no del Dios de la Biblia, quien en la encarnación humana de Jesucristo manifestó y sigue manifestando no solamente interés por lo que sucede en los procesos humanos sino una auténtica pasión, un celo, un acompañamiento hacia algunas causas y luchas que merecen alcanzar su plenitud dignificadora y anunciadora de la presencia de su Reino en el mundo.
De otra manera estaríamos, una vez más, ante la “proclamación negativa” de un “Dios a-pático”, es decir, de un Dios que se niega a padecer o a vivir intensamente los sucesos que acontecen en el devenir complejo y muchas veces contradictorio de la existencia humana. Y es que, para empezar, la misma doctrina bíblica de la creación es una muestra de cómo Dios quiso hacerse presente de otra manera en el comienzo mismo de la historia, porque no debemos olvidar que toda afirmación sobre los orígenes de un pueblo o de una cultura, mientras más universal sea, contiene un potencial más liberador para la comprensión del papel de esa comunidad en el mundo. De esta manera, la creencia en un Dios que creó todas las cosas, comenzando con el cosmos, coloca a la fe bíblica en un plano de acercamiento global a la humanidad sin olvidar que, en efecto, al centralizar en un pueblo la elección divina, este enfoque tendría que aterrizar en una mirada que abarcase a todos los seres humanos.
Dios actúa en la historia suscitándola en medio de las tendencias a focalizar o colocar la atención únicamente en los espacios comunitarios reducidos y a producir espiritualidades sectarias con escasa vocación de diálogo con todos los ambientes en donde Dios desea estar presente para que los valores de su Reino resulte visible y efectivamente transformador. Así, es posible, hablar de cómo desde el Antiguo Testamento se pugna por establecer una religión anti-fetichista que no se deje dominar por los impulsos del momento y que no idolatre a los poderosos de turno para seguir viendo a Dios como el autor, dueño y conductor de la historia.[2] Esta visión advierte que Dios propicia los esfuerzos humanos para superar las espiritualidades desencarnadas y para hacer que la práctica derivada de esa religión liberadora tenga los resultados que Él desea.
2. Dios se compromete con los procesos sociales
…el Dios infraestructural conduce a la lucha, parte de la lucha, siempre con una finalidad concreta: la construcción del pueblo. Como exclamaba el párroco José María Morelos, el Espíritu Santo “sacó la venda de nuestros ojos y transformó la vergonzosa apatía en que yacíamos en una beligerante y terrible furor”.[3]
Amós 9 da testimonio de cómo en un momento crítico de la historia de Israel, el siglo VIII a.C., cuando la asimetría entre clases sociales hacía mella en el pueblo, existió la conciencia de que Dios había dirigido, estimulado o acompañado (¿qué nos gusta más?) diversos procesos liberadores que no siempre fueron reconocidos como obra suya. La negativa a reconocer las acciones de Dios a favor de otros pueblos siempre fue un signo de incomprensión hacia la universalidad con que Dios se comportó en la historia. Con demasiada frecuencia, el interés de los dirigentes religiosos y políticos de Israel consistió en hacer creer al pueblo que su carácter de comunidad elegida los colocaba en un grado de superioridad en relación con las demás naciones y culturas. Dura es la forma en que el propio Yahvé deberá aclarar que su amor rebasa las fronteras nacionales y que va más allá de la mera contemplación de las necesidades de los demás pueblos y del, engreimiento de las comunidades que se sentían dueñas del favor divino para la eternidad y bajo cualquier circunstancia. Las palabras del profeta anuncian, simultáneamente, un juicio a la tendencia sentirse los únicos poseedores del apoyo sagrado (2.4-16) y la posibilidad de ser redimidos si hay arrepentimiento.
Por todo ello, la respuesta de la clase sacerdotal contra Amós fue brutal (7.10-17), pues atentó contra varias de las seguridades institucionales aceptadas por todos.[4] ¿Cómo se comportó Yahvé ante los procesos populares del propio Israel? ¿Tomó partido alguna vez? Lo hizo, por ejemplo, cuando una fracción del pueblo decidió romper con la casa de David, al final de la vida de Salomón y cuando Roboam mostró una enorme insensibilidad. El grito popular de “¿Qué parte tenemos nosotros con David? ¡A tus tiendas Israel!” (I Reyes 12.16) fue respaldado por Yahvé en la figura de un profeta que acompañó la resistencia. A fin de cuentas, si Él ha tomado partido tantas veces, ¿quiénes somos nosotros para dejar de arriesgarnos en nombre de falsas premisas y conclusiones apresuradas?
¿Cómo estuvo y está presente el Dios de Jesús en los procesos y luchas populares de hoy? Es evidente que la apuesta divina ante los procesos históricos humanos está signada por el hecho de que “él nunca se equivoca” en sus preferencias, a diferencia de los actores humanos quienes, debido a la complejidad y las contradicciones inherentes a los procesos mismos y a la falta de visión y proyección cronológica de las coyunturas enfrentan los riesgos normales de fallar y responder de manera errónea, aunque con la posibilidad siempre latente de acertar y conectarse, así, con la voluntad divina de avance y consolidación de los cambios requeridos para mantener como verdaderamente humana la presencia de sus criaturas en el mundo (Paul Lehmann). Si el Dios predicado por Jesús se ha comprometido con las luchas humanas, también sus seguidores redimidos pueden hacerlo a partir de una comprensión mínima de las coyunturas entre las cuales se mueven. Somos llamados, en pocas palabras, al discernimiento espiritual de nuestra presencia social en el mundo y su papel ante los cambios provocados por el Señor de la historia.
…el Dios infraestructural conduce a la lucha, parte de la lucha, siempre con una finalidad concreta: la construcción del pueblo. Como exclamaba el párroco José María Morelos, el Espíritu Santo “sacó la venda de nuestros ojos y transformó la vergonzosa apatía en que yacíamos en una beligerante y terrible furor”.[3]
Amós 9 da testimonio de cómo en un momento crítico de la historia de Israel, el siglo VIII a.C., cuando la asimetría entre clases sociales hacía mella en el pueblo, existió la conciencia de que Dios había dirigido, estimulado o acompañado (¿qué nos gusta más?) diversos procesos liberadores que no siempre fueron reconocidos como obra suya. La negativa a reconocer las acciones de Dios a favor de otros pueblos siempre fue un signo de incomprensión hacia la universalidad con que Dios se comportó en la historia. Con demasiada frecuencia, el interés de los dirigentes religiosos y políticos de Israel consistió en hacer creer al pueblo que su carácter de comunidad elegida los colocaba en un grado de superioridad en relación con las demás naciones y culturas. Dura es la forma en que el propio Yahvé deberá aclarar que su amor rebasa las fronteras nacionales y que va más allá de la mera contemplación de las necesidades de los demás pueblos y del, engreimiento de las comunidades que se sentían dueñas del favor divino para la eternidad y bajo cualquier circunstancia. Las palabras del profeta anuncian, simultáneamente, un juicio a la tendencia sentirse los únicos poseedores del apoyo sagrado (2.4-16) y la posibilidad de ser redimidos si hay arrepentimiento.
Por todo ello, la respuesta de la clase sacerdotal contra Amós fue brutal (7.10-17), pues atentó contra varias de las seguridades institucionales aceptadas por todos.[4] ¿Cómo se comportó Yahvé ante los procesos populares del propio Israel? ¿Tomó partido alguna vez? Lo hizo, por ejemplo, cuando una fracción del pueblo decidió romper con la casa de David, al final de la vida de Salomón y cuando Roboam mostró una enorme insensibilidad. El grito popular de “¿Qué parte tenemos nosotros con David? ¡A tus tiendas Israel!” (I Reyes 12.16) fue respaldado por Yahvé en la figura de un profeta que acompañó la resistencia. A fin de cuentas, si Él ha tomado partido tantas veces, ¿quiénes somos nosotros para dejar de arriesgarnos en nombre de falsas premisas y conclusiones apresuradas?
¿Cómo estuvo y está presente el Dios de Jesús en los procesos y luchas populares de hoy? Es evidente que la apuesta divina ante los procesos históricos humanos está signada por el hecho de que “él nunca se equivoca” en sus preferencias, a diferencia de los actores humanos quienes, debido a la complejidad y las contradicciones inherentes a los procesos mismos y a la falta de visión y proyección cronológica de las coyunturas enfrentan los riesgos normales de fallar y responder de manera errónea, aunque con la posibilidad siempre latente de acertar y conectarse, así, con la voluntad divina de avance y consolidación de los cambios requeridos para mantener como verdaderamente humana la presencia de sus criaturas en el mundo (Paul Lehmann). Si el Dios predicado por Jesús se ha comprometido con las luchas humanas, también sus seguidores redimidos pueden hacerlo a partir de una comprensión mínima de las coyunturas entre las cuales se mueven. Somos llamados, en pocas palabras, al discernimiento espiritual de nuestra presencia social en el mundo y su papel ante los cambios provocados por el Señor de la historia.
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