17 de enero de 2021
Introducción
El apóstol Pedro afirma
que ha aparecido una nueva clase de seres humanos en el mundo. Son seres que
constituyen una especie diferente porque desafía los estilos, los valores, las
posibilidades, el destino y las expectativas del común de los seres humanos. Se
trata de la comunidad creyente, esparcida por todo el mundo, en la que ha
acontecido un prodigioso y significativo cambio que determina su existencia en
la historia. Se puede afirmar que la fuerza secreta que opera en los cristianos
y cristianas, que explica su notable transformación y que dinamiza su
comportamiento, es la “esperanza”. Tal vez algunas décadas después de que la carta
de Pedro circulara ampliamente por las comunidades cristianas del Asia Menor,
otro gran creyente, cuyo nombre nos es desconocido, describía, en una bella
carta, lo que esta clase de seres humanos había llegado a ser en el Imperio
Romano. Cito un párrafo de ella extensamente:
V. […] los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad ni en la localidad, ni en el habla, ni en las costumbres. Porque no residen en alguna parte en ciudades suyas propias, ni usan una lengua distinta, ni practican alguna clase de vida extraordinaria. Ni tampoco poseen ninguna invención descubierta por la inteligencia o estudio de hombres ingeniosos, ni son maestros de algún dogma humano como son algunos. Pero si bien residen en ciudades de griegos y bárbaros, según ha dispuesto la suerte de cada uno, y siguen las costumbres nativas en cuanto a alimento, vestido y otros arreglos de la vida, pese a todo, la constitución de su propia ciudadanía, que ellos nos muestran, es maravillosa (paradójica), y evidentemente desmiente lo que podría esperarse. Residen en sus propios países, pero sólo como transeúntes extranjeros; contribuyen con lo que les corresponde en todas las cosas como ciudadanos, pero soportan todas las opresiones como los forasteros. Todo país extranjero les es patria, y toda patria les es extraña. Se casan como todos los demás hombres y engendran hijos; pero no se desembarazan de su descendencia (abortos). Celebran las comidas en común, pero no comparten el lecho matrimonial, cada uno tiene su esposa. Se hallan en la carne, y, con todo, no viven según la carne. Su existencia es en la tierra, pero su ciudadanía es en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y sobrepasan las leyes en sus propias vidas. Aman a todos los hombres, y son perseguidos por todos. No se hace caso de ellos, y, pese a todo, se les condena. Se les da muerte, y aun así están revestidos de vida. Piden limosna, y, con todo, hacen ricos a muchos. Se les deshonra, y, pese a todo, son glorificados en su deshonor. Se habla mal de ellos, y aun así, son reivindicados. Son escarnecidos, y ellos bendicen; son insultados, y ellos respetan. Al hacer lo bueno son castigados como malhechores; siendo castigados se regocijan, como si con ello se les reavivara. Los judíos hacen guerra contra ellos como extraños, y los griegos los persiguen, y, pese a todo, los que los aborrecen no pueden dar la razón de su hostilidad.
VI. En una palabra, lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el mundo (Carta a Diogneto, en www.origenescristianos.es, consultado el 11 de enero de 2021).
1. Nacidas de la esperanza y para la esperanza
Si las personas cristianas han de ser para el mundo lo que el alma es para el cuerpo, es decir, el asiento y corazón de su verdadera y más pura vitalidad, conciencia, identidad, belleza y trascendencia, debemos tener muy en alto el asombroso milagro que lo hace posible. La Palabra de Dios lo llama “el nuevo nacimiento”, “la regeneración”, “la nueva criatura”, “el lavacro de la regeneración”, “nacer otra vez”, “nacer de lo alto” o “nacer del Espíritu”, que, como dijo el apóstol Juan, es la condición para “ver el reino de Dios” o para “entrar en el reino de Dios”. Es el acceso a esta dimensión del reino celestial lo que se hace factible por medio del formidable portento de la regeneración. Y nuestro texto de hoy asegura que la totalidad de la obra del Dios Trino, desde la eternidad y a lo largo de todos los siglos de la historia, desemboca en este maravilloso nacimiento cuando nos dice que Dios “nos hizo renacer para una esperanza viva” (v. 3).
Esto nos constituye en seres nacidos de la esperanza y
para la esperanza, por cuanto el Ser que nos ha engendrado para esta realidad
es nada menos que “el Dios de la esperanza” (Ro 15.13), es decir, el Dios del
futuro, el Dios cuyo ser y proyecto gloriosos encontrarán su máxima expresión y
esplendor en el porvenir, en “aquel día” cuando serán revelados y consumados en
plenitud sus intenciones y sus planes para la humanidad, la historia y la
creación entera. Así que somos hijas e hijos de la esperanza y hemos sido
puestas en este mundo para el ejercicio de la esperanza, para aprender a
esperar lo cualitativamente nuevo, las posibilidades eternas y gloriosas que no
se dan en la historia, para “esperar de los cielos a su Hijo Jesucristo” (I Tes
1.10). Somos gente nacida “del
Espíritu”, y en la economía divina revelada en las Escrituras, el Espíritu es
el don para los últimos tiempos, para la era mesiánica final; a esta
inevitabilidad del futuro divino nos aferramos “esperando contra esperanza”, es
decir, frente a todos los fatalismos, frente a todos los pesimismos, frente a
todas las ambigüedades que contradicen hoy las posibilidades del futuro divino.
En esto consiste precisamente la espiritualidad cristiana, el talante, el
estilo de vivir cristianamente en el mundo caído.
2. Esperar con los pies bien plantados en la tierra
Si bien los creyentes somos “hijos del mañana” (Rubem Alves) y ejercemos una espiritualidad intensamente escatológica, o sea, apegada al porvenir pleno de la libertad gloriosa de las hijas e hijos de Dios —lo cual es el núcleo y la esencia de la esperanza genuina “porque lo que alguno ve ¿a qué esperarlo?” (Ro 8.24)—, dicha espiritualidad o estilo de vida no es escapista ni intimista, no trata de negar la realidad contradictoria y dolorosa, ni simple e irresponsablemente se fuga a un mundo ideal más allá de la tragedia actual, no se refugia en una nube celestial huyendo de las realidades terrenas, ni se esconde en un rincón íntimo de seguridad cuasi-monacal, ilusoria, olvidándose ingenuamente de las tragedias y desafíos del presente. Al contrario, la dotación sobrenatural de la esperanza no es un fin en sí misma, sino un recurso, una herramienta “para”. Así, se dice que fuimos renacidos o renacidas “para” algo más; es decir, para construir el futuro, con un propósito activo que tiene como escenario la realidad conflictiva, amenazante y desesperanzadora del presente. Esta esperanza se manifiesta como inconformidad con lo que ahora es. Pablo dice: “No os conforméis a este siglo (Ro 12.1). La esperanza nos mueve a transformar la realidad actual, no mediante el rechazo infantil y egoísta al dolor y el sufrimiento reales, sino mediante el esfuerzo para vivir victoriosamente frente a ellos.
El apóstol Pedro recuerda a los destinatarios de su carta que, para vivir con los pies bien plantados en la tierra, si es necesario, tendrán que “ser afligidos en diversas pruebas” (v. 6) y que su fe ha de ser “sometida a prueba” (v. 7); incluso, más adelante en esta misma carta les previene diciendo, “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese” (4.12). En otras palabras, el dolor, la prueba, los contratiempos de la vida, el sufrimiento, la tragedia no deben tomar por sorpresa a la gente de fe y esperanza. Jesucristo nunca nos engañó ofreciéndonos una religión fácil y placentera. Él dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt 16.24); desde entonces, la vida de fe se da a la sombra de la cruz, pero también a la luz de la esperanza de la resurrección. Esto último es o que la hace una esperanza viva, no falsa ni vana. La espiritualidad de la esperanza se experimenta con los pies bien plantados en la tierra. Eso lo aprendieron los lectores y lectoras de esta carta. Y por eso el modelo, el recurso y el compañero de quienes esperan es únicamente Jesucristo.
Las comunidades cristianas del Asia Menor a las que Pedro se dirigió estaban pasando por duros ataques en su contra por parte de paganos y judíos juntamente; pero, además de las persecuciones espontáneas y populares locales, para estos tiempos la represión ya parecía haberse convertido en una política oficial contra las cristianas de parte del Imperio Romano. En el capítulo 3.15, Pedro aconseja a los creyentes a “[estar] siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”. En esta exhortación, las palabras “defensa” (apologia) y “demande” (aitounti, aitía) son términos técnicos que se refieren a demandas judiciales, acusaciones o cargos oficiales, y a respuestas o defensas formales a las acusaciones presentadas ante un tribunal. Las creyentes estaban siendo citadas formalmente ante los jueces y gobernadores. Algún tiempo después de esta carta, sabemos que el emperador Trajano había dado órdenes de detener y perseguir a las cristianas. En una carta del año 117 d.C., Plinio el Joven, gobernador de Bitinia (provincia mencionada por Pedro en 1.1) consulta al emperador sobre los castigos para los creyentes que había ya apresado. Tales son las crudas realidades históricas que no pueden ser ignoradas, frente a las cuales se da la espiritualidad de la esperanza promovida por Pedro entre las Iglesias del Asia Menor... y las de México, en tiempos del Imperio Romano o de la pandemia del covid-19.
3. Esperar con corazones gozosos
Pero el apóstol Pedro también instruye a los cristianos acerca del
estado de ánimo con que pueden y han de enfrentar las adversidades y las pruebas.
El poder de la regeneración para la esperanza es de tales dimensiones que las
nubes más oscuras y las condiciones más sombrías no pueden desterrar del
corazón creyente el gozo, la alegría, el regocijo que ilumina desde el futuro
la realidad del presente. El poder de la resurrección, que es el poder del
siglo venidero y del reino de Dios, ha inundado ya las vidas de las hijas e
hijos de Dios; y poseyendo también el Espíritu que ha sido derramado en sus
corazones, arras anticipatorias de la herencia eterna, ahora pueden inundar de
luz la penumbra del presente haciéndola más risueña, agradable y prometedora. Como
ahora los cristianos tiene acceso anticipado a los tesoros de “una herencia
incorruptible, incontaminada, e inmarcesible, reservada en los cielos para
[ellas]” (v. 4) y se saben también seguramente “[guardadas] por el poder de
Dios mediante la fe, para la salvación
que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (v. 5), viven en
el presente con alegría indestructible (v. 6), y, a pesar de que no pueden ver
al Señor todavía claramente y cara a cara, “[se alegran] con gozo inefable y
glorioso” (v. 8), que es el gozo del cielo, la agalliasis escatológica o
bienaventuranza divina cuya excelsitud y contundencia no se puede explicar con
palabras y que corresponde a la feliz celebración de la fiesta eterna de las
bodas del Cordero a las que somos invitados.
La espiritualidad cristiana, que es la espiritualidad
de la esperanza, no es una piedad adusta y sombría, penitencial y punitiva,
presa de la morbidez y dada a la flagelación, como la del monje, sino una
piedad vigorosa, vivaracha y danzarina, juguetona y feliz, que puede
regocijarse aun en medio de las tribulaciones y las amarguras (Ro 5.3), y puede
transformar las tristezas del presente con el regocijo que la inunda. Por eso
es una espiritualidad militante y rebelde contra el intento de perpetuar el statu
quo cargado de tristeza, de enfermedad, de opresión y de desesperación que
caracteriza al presente a pesar de los inútiles y masivos esfuerzos por hedonizarlo
artificialmente a base de la exitosa industria del entretenimiento. Entre los
pecados contra el Espíritu Santo, que son también pecados contra la esperanza, algunos
teólogos de la antigüedad incluían la tristitia o acedia, la
tristeza, el cansancio, el aburrimiento, la carencia de esperanza que asume dos
formas, la presunción (anticipación arbitraria de la promesa divina creyendo
que ya la hemos alcanzado plenamente) y la desesperación (creer inalcanzable el
cumplimiento de la promesa divina, resignarse a sufrir el presente estado de
cosas ya sin remedio).
4. Luz al final del túnel
Un grupo de jóvenes de la Sociedad Heraldos de Cristo solía ir de excursión al Río Chontacuatlán, Guerrero, cerca de las famosas Grutas de Cacahuamilpa. En un punto de su cauce, el río llega al pie de una montaña y penetra en ella por una cueva, para continuar su curso y salir al otro lado de la montaña. Los jóvenes solían entrar en el río y recorrerlo avanzando por dentro de la cueva durante cinco o seis horas, a veces vadeando, a veces nadando, pero siempre moviéndose dentro de la más densa oscuridad. Por supuesto, llevaban lámparas para alumbrarse en el recorrido, pero algunas veces se agotaban las baterías o, arrastrados por la corriente del río las soltaban involuntariamente y debían juntarse a otros jóvenes para compartir la luz. El recorrido era fatigoso y lleno de aventura y peligros, debiendo mantenerse unidos y soportar lo frío del agua, los golpes contra las rocas, las caídas de agua y la oscuridad. En cierta ocasión, uno de los jovencitos sin experiencia y con mucho miedo, se fue rezagando del grupo que debía avanzar para no agotar la luz de sus lámparas. Uno de los líderes experimentados se quedó con él para acompañarlo, ayudarle y alentarlo.
A medida que avanzaba el tiempo se iban rezagando más y más. Para su desgracia el joven se quedó sin la luz de su lámpara y, arrojado por la corriente contra una roca, entró en pánico y se aferró a la roca negándose rotundamente a continuar, completamente paralizado por el terror que se apoderó de él. Después de un largo rato, y sin poderlo convencer para continuar el recorrido a pesar de las explicaciones, exhortaciones y amenazas, el líder comenzó también a preocuparse y a temer lo peor viendo cómo su lámpara comenzaba a fallar también; decidió entonces asegurar al jovencito en donde estaba, poner alguna señal para identificar el lugar y adelantarse él para conseguir ayuda. Cuando había avanzado alguna distancia, de pronto le pareció ver una pequeña chispa de luz a lo lejos en la oscuridad, pero de inmediato desapareció. Un poco más adelante, sin embargo, volvió a ver la chispa de luz, pero esta vez se mantuvo estable. Inmediatamente, y con regocijo, se dio cuenta de que ya venían sus compañeros en busca de ellos y pronto volvió al lado del jovencito para informarle que había visto una luz que indicaba que ya venían por ellos. Al oír esto, el jovencito recuperó la calma y comenzó también a movilizarse y a avanzar hasta que, efectivamente, llegó el auxilio y finalmente alcanzaron la plena luz del sol radiante y calientito al otro lado de la montaña y en la compaña de sus amigos.
En nuestro peregrinaje por la vida en el mundo y en la historia, los creyentes también nos vemos a veces envueltos en densas y amenazantes tinieblas por las pruebas y dolencias del camino; pero para librarnos del pánico paralizante del dolor y la adversidad, Jesucristo que nos acompaña y la luz de su resurrección encienden en nosotras la luz de la esperanza cristiana que indica que pronto saldremos al otro lado del túnel. Por ello nuestro andar y nuestro ánimo pueden ser alegres y regocijados aun en medio de la tribulación. Amén.
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