GENTE RENACIDA PARA UNA ESPERANZA VIVA (I Pedro 1.1-12)
Pbro. Dr. Salatiel Palomino López
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apóstol Pedro afirma que ha aparecido una nueva clase de seres humanos en el
mundo. Son seres que constituyen una especie diferente porque desafía los
estilos, los valores, las posibilidades, el destino y las expectativas del
común de los seres humanos. Se trata de la comunidad creyente, esparcida por
todo el mundo, en la que ha acontecido un prodigioso y significativo cambio que
determina su existencia en la historia. Se puede afirmar que la fuerza secreta
que opera en los cristianos y cristianas, que explica su notable transformación
y que dinamiza su comportamiento, es la “esperanza”. Tal vez algunas décadas
después de que la carta de Pedro circulara ampliamente por las comunidades
cristianas del Asia Menor, otro gran creyente, cuyo nombre nos es desconocido,
describía, en una bella carta, lo que esta clase de seres humanos había llegado
a ser en el Imperio Romano. Cito un párrafo de ella extensamente:
VI. En una palabra, lo que el alma es en un cuerpo, esto son los cristianos en el mundo (Carta a Diogneto, en www.origenescristianos.es, consultado el 11 de enero de 2021).
1. Nacidas de la esperanza y para la esperanza
Si
las personas cristianas han de ser para el mundo lo que el alma es para el
cuerpo, es decir, el asiento y corazón de su verdadera y más pura vitalidad, conciencia,
identidad, belleza y trascendencia, debemos tener muy en alto el asombroso
milagro que lo hace posible. La Palabra de Dios lo llama “el nuevo nacimiento”,
“la regeneración”, “la nueva criatura”, “el lavacro de la regeneración”, “nacer
otra vez”, “nacer de lo alto” o “nacer del Espíritu”, que, como dijo el apóstol
Juan, es la condición para “ver el reino de Dios” o para “entrar en el reino de
Dios”. Es el acceso a esta dimensión del reino celestial lo que se hace
factible por medio del formidable portento de la regeneración. Y nuestro texto
de hoy asegura que la totalidad de la obra del Dios Trino, desde la eternidad y
a lo largo de todos los siglos de la historia, desemboca en este maravilloso nacimiento
cuando nos dice que Dios “nos hizo renacer para una esperanza viva” (v. 3). Esto
nos constituye en seres nacidos de la esperanza y para la esperanza, por cuanto
el Ser que nos ha engendrado para esta realidad es nada menos que “el Dios de
la esperanza” (Ro 15.13), es decir, el Dios del futuro, el Dios cuyo ser y
proyecto gloriosos encontrarán su máxima expresión y esplendor en el porvenir,
en “aquel día” cuando serán revelados y consumados en plenitud sus intenciones
y sus planes para la humanidad, la historia y la creación entera.
Así que somos hijas e hijos de la esperanza y hemos sido puestas en este mundo para el ejercicio de la esperanza, para aprender a esperar lo cualitativamente nuevo, las posibilidades eternas y gloriosas que no se dan en la historia, para “esperar de los cielos a su Hijo Jesucristo” (I Ts 1.10). Somos gente nacida “del Espíritu”, y en la economía divina revelada en las Escrituras, el Espíritu es el don para los últimos tiempos, para la era mesiánica final; a esta inevitabilidad del futuro divino nos aferramos “esperando contra esperanza”, es decir, frente a todos los fatalismos, frente a todos los pesimismos, frente a todas las ambigüedades que contradicen hoy las posibilidades del futuro divino. En esto consiste precisamente la espiritualidad cristiana, el talante, el estilo de vivir cristianamente en el mundo caído.
2.
Esperar con los pies bien plantados en la tierra
Si
bien los creyentes somos “hijos del mañana” (Rubem Alves) y ejercemos una
espiritualidad intensamente escatológica, o sea, apegada al porvenir pleno de
la libertad gloriosa de las hijas e hijos de Dios —lo cual es el núcleo y la
esencia de la esperanza genuina “porque lo que alguno ve ¿a qué esperarlo?” (Ro
8.24)—, dicha espiritualidad o estilo de vida no es escapista ni intimista, no
trata de negar la realidad contradictoria y dolorosa, ni simple e
irresponsablemente se fuga a un mundo ideal más allá de la tragedia actual, no
se refugia en una nube celestial huyendo de las realidades terrenas, ni se
esconde en un rincón íntimo de seguridad cuasi-monacal, ilusoria, olvidándose
ingenuamente de las tragedias y desafíos del presente. Al contrario, la
dotación sobrenatural de la esperanza no es un fin en sí misma, sino un
recurso, una herramienta “para”. Así, se dice que fuimos renacidos o renacidas “para”
algo más; es decir, para construir el futuro, con un propósito activo que tiene
como escenario la realidad conflictiva, amenazante y desesperanzadora del
presente. Esta esperanza se manifiesta como inconformidad con lo que ahora es. Pablo
dice: “No os conforméis a este siglo (Ro 12.1). La esperanza nos mueve a
transformar la realidad actual, no mediante el rechazo infantil y egoísta al
dolor y el sufrimiento reales, sino mediante el esfuerzo para vivir
victoriosamente frente a ellos.
El apóstol Pedro recuerda a los destinatarios de su carta
que, para vivir con los pies bien plantados en la tierra, si es necesario,
tendrán que “ser afligidos en diversas pruebas” (v. 6) y que su fe ha de ser “sometida
a prueba” (v. 7); incluso, más adelante en esta misma carta les previene
diciendo, “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido,
como si alguna cosa extraña os aconteciese” (4.12). En otras palabras, el
dolor, la prueba, los contratiempos de la vida, el sufrimiento, la tragedia no
deben tomar por sorpresa a la gente de fe y esperanza. Jesucristo nunca nos
engañó ofreciéndonos una religión fácil y placentera. Él dijo: “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt 16.24);
desde entonces, la vida de fe se da a la sombra de la cruz, pero también a la
luz de la esperanza de la resurrección. Esto último es o que la hace una
esperanza viva, no falsa ni vana. La espiritualidad de la esperanza se
experimenta con los pies bien plantados en la tierra. Eso lo aprendieron los
lectores y lectoras de esta carta. Y por eso el modelo, el recurso y el
compañero de quienes esperan es únicamente Jesucristo.
Las comunidades cristianas del Asia Menor a las que Pedro
se dirigió estaban pasando por duros ataques en su contra por parte de paganos
y judíos juntamente; pero, además de las persecuciones espontáneas y populares
locales, para estos tiempos la represión ya parecía haberse convertido en una
política oficial contra las cristianas de parte del Imperio Romano. En 3.15,
Pedro aconseja a los creyentes a “[estar] siempre preparados para presentar defensa
con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la
esperanza que hay en vosotros”. En esta exhortación, las palabras “defensa” (apologia)
y “demande” (aitounti, aitía) son términos técnicos que se refieren a
demandas judiciales, acusaciones o cargos oficiales, y a respuestas o defensas
formales a las acusaciones presentadas ante un tribunal. Las creyentes estaban
siendo citadas formalmente ante los jueces y gobernadores. Algún tiempo después
de esta carta, sabemos que el emperador Trajano había dado órdenes de detener y
perseguir a las cristianas. En una carta del año 117 d.C., Plinio el Joven,
gobernador de Bitinia (provincia mencionada por Pedro en 1.1) consulta al
emperador sobre los castigos para los creyentes que había ya apresado. Tales
son las crudas realidades históricas que no pueden ser ignoradas, frente a las
cuales se da la espiritualidad de la esperanza promovida por Pedro entre las
Iglesias del Asia Menor... y las de México, en tiempos del Imperio Romano o de
la pandemia del covid-19.
3. Esperar con corazones gozosos
Pero
el apóstol Pedro también instruye a los cristianos acerca del estado de ánimo
con que pueden y han de enfrentar las adversidades y las pruebas. El poder de
la regeneración para la esperanza es de tales dimensiones que las nubes más
oscuras y las condiciones más sombrías no pueden desterrar del corazón creyente
el gozo, la alegría, el regocijo que ilumina desde el futuro la realidad del
presente. El poder de la resurrección, que es el poder del siglo venidero y del
reino de Dios, ha inundado ya las vidas de las hijas e hijos de Dios; y
poseyendo también el Espíritu que ha sido derramado en sus corazones, arras
anticipatorias de la herencia eterna, ahora pueden inundar de luz la penumbra
del presente haciéndola más risueña, agradable y prometedora. Como ahora los
cristianos tiene acceso anticipado a los tesoros de “una herencia
incorruptible, incontaminada, e inmarcesible, reservada en los cielos para
[ellas]” (v. 4) y se saben también seguramente “[guardadas] por el poder de
Dios mediante la fe, para la salvación
que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (v. 5), viven en
el presente con alegría indestructible (v. 6), y, a pesar de que no pueden ver
al Señor todavía claramente y cara a cara, “[se alegran] con gozo inefable y
glorioso” (v. 8), que es el gozo del cielo, la agalliasis escatológica o
bienaventuranza divina cuya excelsitud y contundencia no se puede explicar con
palabras y que corresponde a la feliz celebración de la fiesta eterna de las
bodas del Cordero a las que somos invitados.
La espiritualidad cristiana, que es la espiritualidad de
la esperanza, no es una piedad adusta y sombría, penitencial y punitiva, presa
de la morbidez y dada a la flagelación, como la del monje, sino una piedad
vigorosa, vivaracha y danzarina, juguetona y feliz, que puede regocijarse aun
en medio de las tribulaciones y las amarguras (Ro 5.3), y puede transformar las
tristezas del presente con el regocijo que la inunda. Por eso es una
espiritualidad militante y rebelde contra el intento de perpetuar el statu
quo cargado de tristeza, de enfermedad, de opresión y de desesperación que
caracteriza al presente a pesar de los inútiles y masivos esfuerzos por hedonizarlo
artificialmente a base de la exitosa industria del entretenimiento. Entre los
pecados contra el Espíritu Santo, que son también pecados contra la esperanza, algunos
teólogos de la antigüedad incluían la tristitia o acedia, la
tristeza, el cansancio, el aburrimiento, la carencia de esperanza que asume dos
formas, la presunción (anticipación arbitraria de la promesa divina creyendo
que ya la hemos alcanzado plenamente) y la desesperación (creer inalcanzable el
cumplimiento de la promesa divina, resignarse a sufrir el presente estado de
cosas ya sin remedio).
4. Luz al final del túnel
Un grupo de jóvenes de la Sociedad “Heraldos de Cristo” solía ir de excursión al Río Chontalcuatlán, Guerrero, cerca de las famosas Grutas de Cacahuamilpa. En un punto de su cauce, el río llega al pie de una montaña y penetra en ella por una cueva, para continuar su curso y salir al otro lado de la montaña. Los jóvenes solían entrar en el río y recorrerlo avanzando por dentro de la cueva durante cinco o seis horas, a veces vadeando, a veces nadando, pero siempre moviéndose dentro de la más densa oscuridad. Por supuesto, llevaban lámparas para alumbrarse en el recorrido, pero algunas veces se agotaban las baterías o, arrastrados por la corriente del río las soltaban involuntariamente y debían juntarse a otros jóvenes para compartir la luz. El recorrido era fatigoso y lleno de aventura y peligros, debiendo mantenerse unidos y soportar lo frío del agua, los golpes contra las rocas, las caídas de agua y la oscuridad. En cierta ocasión, uno de los jovencitos sin experiencia y con mucho miedo, se fue rezagando del grupo que debía avanzar para no agotar la luz de sus lámparas. Uno de los líderes experimentados se quedó con él para acompañarlo, ayudarle y alentarlo.
A medida que avanzaba el tiempo se iban rezagando más y más. Para su
desgracia el joven se quedó sin la luz de su lámpara y, arrojado por la corriente
contra una roca, entró en pánico y se aferró a la roca negándose rotundamente a
continuar, completamente paralizado por el terror que se apoderó de él. Después
de un largo rato, y sin poderlo convencer para continuar el recorrido a pesar
de las explicaciones, exhortaciones y amenazas, el líder comenzó también a
preocuparse y a temer lo peor viendo cómo su lámpara comenzaba a fallar también;
decidió entonces asegurar al jovencito en donde estaba, poner alguna señal para
identificar el lugar y adelantarse él para conseguir ayuda. Cuando había
avanzado alguna distancia, de pronto le pareció ver una pequeña chispa de luz a
lo lejos en la oscuridad, pero de inmediato desapareció. Un poco más adelante,
sin embargo, volvió a ver la chispa de luz, pero esta vez se mantuvo estable. Inmediatamente,
y con regocijo, se dio cuenta de que ya venían sus compañeros en busca de ellos
y pronto volvió al lado del jovencito para informarle que había visto una luz
que indicaba que ya venían por ellos. Al oír esto, el jovencito recuperó la
calma y comenzó también a movilizarse y a avanzar hasta que, efectivamente, llegó
el auxilio y finalmente alcanzaron la plena luz del sol radiante y calientito
al otro lado de la montaña y en la compaña de sus amigos.
En
nuestro peregrinaje por la vida en el mundo y en la historia, los creyentes
también nos vemos a veces envueltos en densas y amenazantes tinieblas por las
pruebas y dolencias del camino; pero para librarnos del pánico paralizante del
dolor y la adversidad, Jesucristo que nos acompaña y la luz de su resurrección
encienden en nosotras la luz de la esperanza cristiana que indica que pronto
saldremos al otro lado del túnel. Por ello nuestro andar y nuestro ánimo pueden
ser alegres y regocijados aun en medio de la tribulación. Amén.
Sermón predicado el domingo 17 de enero de
2021
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EL DERECHO A MIGRAR: AIPRAL
Mensaje del Comité Ejecutivo de la Alianza
de Iglesias Presbiterianas y Reformadas de América Latina (AIPRAL).
Uruguay, 19 de enero de 2021
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Evangelio de Mateo brevemente relata la migración de José, María y Jesús a
Egipto: Un ángel del Señor apareció en sueños a José y dijo: Levántate y toma
al niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga;
porque acontecerá que Herodes buscará al niño para matarlo. Y él, despertando,
tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto y estuvo allá hasta la
muerte de Herodes. (Mt 2.13-15).
No obstante su brevedad, este texto deja claro que la
migración de Jesús y su familia a Egipto fue una migración forzada. José, María
y Jesús migraron para salvar sus vidas. En estos días una nueva caravana de
mujeres, hombres, niñas y niños se inició en Honduras, en búsqueda de una
oportunidad de vida. En sus rostros se puede notar esa mezcla extraña de miedo
y esperanza, tal vez la misma que tuvieron Jesús, María y José.
Muchas, muchos se han ido sumando en el camino. Las
catástrofes de los huracanes Eta e Iota, la violencia de grupos armados y
bandas de narcotráfico, la crisis económica acentuada aún más por la pandemia y
la corrupción, las pocas oportunidades y aún menos esperanzas son algunas de
las causas detrás de estas caravanas. Asumen inmensos riesgos, pero la mayoría
ha perdido todo o casi.
La violencia y la represión que se encontraron al
ingresar a territorio guatemalteco no son respuestas ni deseables ni eficaces.
Es necesaria que la compasión y la solidaridad sean las bases de toda acción
ante esta caravana sufriente que camina soñando alguna oportunidad.
El Estado de Guatemala en su decreto 44-2016 reconoce el
derecho a migrar, diciendo: “El Estado de Guatemala reconoce el derecho de toda
persona a emigrar o inmigrar, por lo cual el migrante puede entrar, permanecer,
transitar, salir y retornar al territorio nacional conforme la legislación
nacional.” (Artículo 1)
En tal sentido solicitamos en primer lugar al Estado
guatemalteco, pero también a los otros estados de la región involucrados,
incluidos Honduras, El Salvador, México y los Estados Unidos de Norteamérica,
respuestas coordinadas que hagan honor al derecho de las personas a migrar y
que se reconozcan y se procure la transformación de las situaciones de fondo
que fuerzan la migración.
Invitamos a nuestras iglesias miembros y a todas las personas de fe a orar por estas hijas e hijos de Dios que migran, así como por los países de los cuales salen, por los cuales transitan y hacia los cuales se dirigen. Invitamos a las comunidades de fe y a toda persona de buena voluntad a dedicar esfuerzos y recursos para acompañar la situación de millones de migrantes en nuestras comunidades, a practicar la hospitalidad a la que nos llama nuestro Señor Jesucristo (I Pedro 4.9, Hebreos 13.2) y a transformar las causas profundas de sufrimiento de nuestros pueblos que causan migración forzada.
Rev. Darío Barolin
Secretario Ejecutivo
aipral.net
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