16 de marzo, 2008
1. Jesús en Jerusalén: ¿entrada triunfal?
El hecho de que Jesús provenga de la clandestinidad descarta cualquier posibilidad de una “entrada triunfal”. En todo caso, habría otras posibilidades: el relato del evangelio de Marcos subraya las enormes diferencias entre la llegada de Jesús a la capital de su nación y un rey “auténtico” para realzar sus aspectos profético-escatológicos: la humildad de su llegada contrastaría con los alcances futuros de su poder; la caricaturización de la entrada de un rey poderoso sobre un animal de carga acompañado de un grupo de pobres seguidores; la toma de la ciudad por parte de un grupo de provincianos que se integran a la celebración de la gran fiesta judía. Jerusalén era una ciudad de 30 mil habitantes, que en esas fechas los triplicaba para recordar la Pascua, la gran acción liberadora de Dios. Bajo el dominio romano, esta fiesta era vigilada minuciosamente para prevenir cualquier protesta o alzamiento, de modo que Jesús, al abandonar la clandestinidad luego de su actividad en Galilea, considera que su movimiento podía “asaltar” la ciudad mediante una serie de acciones simbólicas que mostrarán que su actuación al servicio del Reino de Dios, viene a desenmascarar a los poderes de su tiempo.
En primer lugar, envía, como los conquistadores de la Tierra Prometida, un par de discípulos como avanzada para preparar su entrada a la ciudad; la elección de un animal contrario al caballo de los militares romanos, además de situarse en continuidad histórica con las profecías mesiánicas, evidencia la sencillez de su proyecto, ajeno por completo a cualquier forma de triunfalismo religioso. El apartamiento del animal manifiesta el cumplimiento de un ritual de purificación para la labor que desempeñaría Jesús en la ciudad: caminar, por su libre elección, hacia la oposición más rotunda a su propósito de hacer presente el Reino de Dios en el mundo, a contracorriente de los poderes materiales que se habían adueñado de la vida social y comunitaria. La fiesta de la Pascua era una “fiesta tolerada” que había perdido, en gran medida, su carácter libertario para convertirse en mero “circo” y tradición, mediatizada como tantas celebraciones populares para el consumo acrítico de las masas enajenadas.
Como explica Carlos Bravo, en la dinámica del ministerio de Jesús, esta entrada a Jerusalén representó, simultáneamente, el juicio de Jesús contra el centro político-religioso y la condena de dicho centro a Jesús. Si la gente esperaba la restauración de un reino nacional judío, lo que Jesús anuncia es la llegada de ese reino, pero con otras características. Jesús va a Jerusalén como resultado de “una decisión madurada, que provoca el miedo y desconcierto en sus seguidores”. Los responsables del Centro religioso judío, que trató de desautorizar su actuación, ahora no tardará en encontrar la forma de deshacerse de él, “por que la gente lo escucha más que a ellos”.[1]
2. Jesús enfrenta al Centro en el Centro mismo
El alboroto que genera la entrada de Jesús a la ciudad capital podía pasar desapercibido en una ciudad tan grande, acostumbrada a la entrada de hombres poderosos, con la diferencia de que ahora Jesús, junto con sus acompañantes, viene a completar una labor que ha comenzado desde el interior del país, es decir, desde los márgenes, las orillas, y ahora viene a consolidarse en el lugar políticamente más importante. La decisión de marchar a Jerusalén no era compartida por sus discípulos debido a que ellos compartían la mentalidad dominante: soñaban con el acceso al poder mediante acciones espectaculares y Jesús había luchado por corregir esa visión de las cosas. En eso consistió buena parte de la formación de los discípulos/as: en adaptar su mirada a los planes de Dios de insertar su reino en el mundo, más allá de las deformaciones de la propaganda y las ideologías dominantes, es decir, exactamente igual que hoy, cuando su entrada a la ciudad se interpreta en una clave triunfalista que deja de ver las verdaderas intenciones del Señor. “No ha bastado la crítica al poder, para cambiar su mentalidad; ni ha sido suficiente la denuncia del Centro, hecha en Galilea, para alertar al pueblo contra la manipulación que aquellos hacen de Dios. Tiene que enfrentarse, pues, con el Centro en el Centro mismo y así definirse claramente frente a tantas interpretaciones falseadas del proyecto de Dios sobre la vida del pueblo y sobre su propia identidad”.[2]
En ese contexto, la caricatura de entrada de un rey va a servir, paradójicamente, para que los orgullosos capitalinos, y toda la nación en general, purifique su esperanza de liberación, pues el Centro religioso-político había secuestrado la Alianza, la promesa divina y el acceso a ella. Los gritos de la gente (11.9: ¡Hosanna!) concentran las ansias populares de liberación, puesto que esta palabra aramea “alude al grito del pueblo por su liberación política: hosanna, sálvanos hoy, libértanos ya (Sal 118.25-26). Después de la Resurrección, el ‘hosanna’ se convirtió en una profesión de fe en Jesucristo’.[3] Además, las expresiones de júbilo concentraron las expectativas del pueblo y asociaron a Jesús con el mesías vengador, pues, como agrega Eliseo Pérez, la multitud “le asigna un título de político patriotero incompatible con su mesianismo basado en la justicia para toda raza, pueblo y lengua”.[4] Final e inevitablemente, Jesús llega al templo, con suma cautela y sospecha, pero no permanece en la ciudad, pues como agudo observador de la realidad, sabe que el rechazo hacia su persona y proyecto subirá de tono. “Él tenía sus redes sociales protectoras que velaban por su bien y que violaban las leyes inmorales del Sanedrín. Su refugio de Betania apoyaba la clandestinidad de su huésped”.[5]
Semejante claridad en el proyecto renovador de Jesús no le impidió darse cuenta del grado de oposición al que llegaría al confrontarlo con el proyecto oficial, definido desde Roma
3. Consecuencias de la entrada de Jesús a Jerusalén
En primer lugar, ya no habrá marcha atrás en el conflicto que Jesús enfrenta contra las estructuras religioso-políticas que oprimen y engañan al pueblo. La opresión y el engaño deben ser denunciadas y desenmascaradas para que la verdad y la justicia de Dios brillen a los ojos de todos, aunque no quieran reconocerlas del todo. Jesús compromete la legitimidad de las autoridades ante el pueblo y éste deberá optar, en los momentos más críticos, por lo que propone Jesús o seguir con la misma rutina de enajenación y celebracionismo irresponsable.
El no retorno de Jesús y su abandono de la clandestinidad, lo pondrá en el ojo del huracán y hará que su “pasión” vaya delineándose en la línea de una profunda incomprensión, consciente en el caso de los detentadores del poder, y profundamente inconsciente por parte del pueblo, cuya vida es lo que está en juego todo el tiempo. Jesús confronta el origen de la salvación para todos, a partir de la afirmación irrestricta del amor de Dios por todos, sin importar su ubicación en la escala social, cultural o religiosa.Además, la “preparación” de Jesús para el martirio acentuará las diferencias entre su mesianismo y el que el pueblo esperaba: la labor de Jesús comienza a adquirir el perfil que él buscaba para marcar la diferencia con los poderes que someten al pueblo, a fin de que éste sea capaz de potenciar su “mirada espiritual” y discernir entre aquellos que buscan realmente su beneficio, y quienes sólo se sirven de él para mantener sus privilegios y ahondar las divisiones de clase. La suerte de Jesús estaba echada del lado de los débiles y desprovistos de poder, pero armados con la esperanza en las acciones liberadoras de Dios.
1. Jesús en Jerusalén: ¿entrada triunfal?
El hecho de que Jesús provenga de la clandestinidad descarta cualquier posibilidad de una “entrada triunfal”. En todo caso, habría otras posibilidades: el relato del evangelio de Marcos subraya las enormes diferencias entre la llegada de Jesús a la capital de su nación y un rey “auténtico” para realzar sus aspectos profético-escatológicos: la humildad de su llegada contrastaría con los alcances futuros de su poder; la caricaturización de la entrada de un rey poderoso sobre un animal de carga acompañado de un grupo de pobres seguidores; la toma de la ciudad por parte de un grupo de provincianos que se integran a la celebración de la gran fiesta judía. Jerusalén era una ciudad de 30 mil habitantes, que en esas fechas los triplicaba para recordar la Pascua, la gran acción liberadora de Dios. Bajo el dominio romano, esta fiesta era vigilada minuciosamente para prevenir cualquier protesta o alzamiento, de modo que Jesús, al abandonar la clandestinidad luego de su actividad en Galilea, considera que su movimiento podía “asaltar” la ciudad mediante una serie de acciones simbólicas que mostrarán que su actuación al servicio del Reino de Dios, viene a desenmascarar a los poderes de su tiempo.
En primer lugar, envía, como los conquistadores de la Tierra Prometida, un par de discípulos como avanzada para preparar su entrada a la ciudad; la elección de un animal contrario al caballo de los militares romanos, además de situarse en continuidad histórica con las profecías mesiánicas, evidencia la sencillez de su proyecto, ajeno por completo a cualquier forma de triunfalismo religioso. El apartamiento del animal manifiesta el cumplimiento de un ritual de purificación para la labor que desempeñaría Jesús en la ciudad: caminar, por su libre elección, hacia la oposición más rotunda a su propósito de hacer presente el Reino de Dios en el mundo, a contracorriente de los poderes materiales que se habían adueñado de la vida social y comunitaria. La fiesta de la Pascua era una “fiesta tolerada” que había perdido, en gran medida, su carácter libertario para convertirse en mero “circo” y tradición, mediatizada como tantas celebraciones populares para el consumo acrítico de las masas enajenadas.
Como explica Carlos Bravo, en la dinámica del ministerio de Jesús, esta entrada a Jerusalén representó, simultáneamente, el juicio de Jesús contra el centro político-religioso y la condena de dicho centro a Jesús. Si la gente esperaba la restauración de un reino nacional judío, lo que Jesús anuncia es la llegada de ese reino, pero con otras características. Jesús va a Jerusalén como resultado de “una decisión madurada, que provoca el miedo y desconcierto en sus seguidores”. Los responsables del Centro religioso judío, que trató de desautorizar su actuación, ahora no tardará en encontrar la forma de deshacerse de él, “por que la gente lo escucha más que a ellos”.[1]
2. Jesús enfrenta al Centro en el Centro mismo
El alboroto que genera la entrada de Jesús a la ciudad capital podía pasar desapercibido en una ciudad tan grande, acostumbrada a la entrada de hombres poderosos, con la diferencia de que ahora Jesús, junto con sus acompañantes, viene a completar una labor que ha comenzado desde el interior del país, es decir, desde los márgenes, las orillas, y ahora viene a consolidarse en el lugar políticamente más importante. La decisión de marchar a Jerusalén no era compartida por sus discípulos debido a que ellos compartían la mentalidad dominante: soñaban con el acceso al poder mediante acciones espectaculares y Jesús había luchado por corregir esa visión de las cosas. En eso consistió buena parte de la formación de los discípulos/as: en adaptar su mirada a los planes de Dios de insertar su reino en el mundo, más allá de las deformaciones de la propaganda y las ideologías dominantes, es decir, exactamente igual que hoy, cuando su entrada a la ciudad se interpreta en una clave triunfalista que deja de ver las verdaderas intenciones del Señor. “No ha bastado la crítica al poder, para cambiar su mentalidad; ni ha sido suficiente la denuncia del Centro, hecha en Galilea, para alertar al pueblo contra la manipulación que aquellos hacen de Dios. Tiene que enfrentarse, pues, con el Centro en el Centro mismo y así definirse claramente frente a tantas interpretaciones falseadas del proyecto de Dios sobre la vida del pueblo y sobre su propia identidad”.[2]
En ese contexto, la caricatura de entrada de un rey va a servir, paradójicamente, para que los orgullosos capitalinos, y toda la nación en general, purifique su esperanza de liberación, pues el Centro religioso-político había secuestrado la Alianza, la promesa divina y el acceso a ella. Los gritos de la gente (11.9: ¡Hosanna!) concentran las ansias populares de liberación, puesto que esta palabra aramea “alude al grito del pueblo por su liberación política: hosanna, sálvanos hoy, libértanos ya (Sal 118.25-26). Después de la Resurrección, el ‘hosanna’ se convirtió en una profesión de fe en Jesucristo’.[3] Además, las expresiones de júbilo concentraron las expectativas del pueblo y asociaron a Jesús con el mesías vengador, pues, como agrega Eliseo Pérez, la multitud “le asigna un título de político patriotero incompatible con su mesianismo basado en la justicia para toda raza, pueblo y lengua”.[4] Final e inevitablemente, Jesús llega al templo, con suma cautela y sospecha, pero no permanece en la ciudad, pues como agudo observador de la realidad, sabe que el rechazo hacia su persona y proyecto subirá de tono. “Él tenía sus redes sociales protectoras que velaban por su bien y que violaban las leyes inmorales del Sanedrín. Su refugio de Betania apoyaba la clandestinidad de su huésped”.[5]
Semejante claridad en el proyecto renovador de Jesús no le impidió darse cuenta del grado de oposición al que llegaría al confrontarlo con el proyecto oficial, definido desde Roma
3. Consecuencias de la entrada de Jesús a Jerusalén
En primer lugar, ya no habrá marcha atrás en el conflicto que Jesús enfrenta contra las estructuras religioso-políticas que oprimen y engañan al pueblo. La opresión y el engaño deben ser denunciadas y desenmascaradas para que la verdad y la justicia de Dios brillen a los ojos de todos, aunque no quieran reconocerlas del todo. Jesús compromete la legitimidad de las autoridades ante el pueblo y éste deberá optar, en los momentos más críticos, por lo que propone Jesús o seguir con la misma rutina de enajenación y celebracionismo irresponsable.
El no retorno de Jesús y su abandono de la clandestinidad, lo pondrá en el ojo del huracán y hará que su “pasión” vaya delineándose en la línea de una profunda incomprensión, consciente en el caso de los detentadores del poder, y profundamente inconsciente por parte del pueblo, cuya vida es lo que está en juego todo el tiempo. Jesús confronta el origen de la salvación para todos, a partir de la afirmación irrestricta del amor de Dios por todos, sin importar su ubicación en la escala social, cultural o religiosa.Además, la “preparación” de Jesús para el martirio acentuará las diferencias entre su mesianismo y el que el pueblo esperaba: la labor de Jesús comienza a adquirir el perfil que él buscaba para marcar la diferencia con los poderes que someten al pueblo, a fin de que éste sea capaz de potenciar su “mirada espiritual” y discernir entre aquellos que buscan realmente su beneficio, y quienes sólo se sirven de él para mantener sus privilegios y ahondar las divisiones de clase. La suerte de Jesús estaba echada del lado de los débiles y desprovistos de poder, pero armados con la esperanza en las acciones liberadoras de Dios.
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