UNA CUARESMA DE SANTOS TAPADOS
Antonio Burgos
www.antonioburgos.com/memorias/1998/03/memo031498.html
Nuestra religión era de Trento, de Credo nicenoconstantinopolitano. Esto de nicenoconstantinopolitano, más que a Credo in Unum Deum nos sonaba a puesto de helados, el napolitano se llamaba aquel polo por lo fino y delicado, mixto de helado de tres gustos, naturalmente que al corte, que empezaron a vender, junto con el Cream Sicle, que era de vainilla y de chocolate, y el Pop Sicle, que lo había de limón y de naranja. Pero aún faltaba mucho para la feria, para el mes de María, para los exámenes orales finales, para las vacaciones, para el veraneo, para el napolitano y el Crean Sicle, y el helado al corte, y los cucuruchos de helado de turrón de Fillol, con un fondo de barraca valenciana y un techo de cuelo de estrellitas que andando el tiempo supimos que eran una obra maestra del pintor Juan Miguel Sánchez, el padrino de José Manuel Vasallo, el hijo del escultor, que era del curso y vivía en la calle Canalejas, y que cuando pasábamos en el autobús del colegio por delante del edificio del Bando Hipotecario, que ya se levantaba sobre el derribo del Café Hernal cuyos altos habían visto el debú de Antonio Machín, señalándonos las salomónicas columnas del enorme trampantojo barroco de la fachada, nos decía: “Esas columnas las ha pintado mi padrino...”.
Faltaba mucho para las vacaciones porque estábamos en plena Cuaresma, perdona a tu pueblo, Señor, éramos tan pecadores, y teníamos tal cantidad de manos pensamientos, que cuarenta días y cuarenta noches nos teníamos que pasar con las tristes cánticos que pensarse pudieran: "Perdona a tu pueblo, Señor..." Y aquel verso que sobre el texto era "no estés eternamente enojado", en nuestros largos, tristes inviernos de las lluvias lo cambiábamos: “No estés eternamente mojado...”.
Pero el Señor estaba eternamente enojado, y llegaba aquel tiempo tristísimo, paradójico, La ciudad se iba poniendo cada vez más bella, con la luz más limpia, con los balcones abiertos a los sonidos de los coces de caballos y al traqueteo de los tranvías, y en el colegio todo era aún más triste en la misa de la mañana (obligatoria), en el rosario de la tarde (obligatorio), en la confesión de los jueves (obligatoria), en la comunión de los viernes (obligatoria). Era obligatoria la tristeza, mientras los naranjos comenzaban a despuntar flores más allá del campo de albero, por donde a la tarde ensayaban con sus tambores y trompetas los gratuitos que iban de educandos de banda con la tropa de los Cruzados Eucarísticos, tan de Guerrero del Antifaz a lo divino.
Y en aquella triste religión tridentina y nicenoconstantinopolitana y de todos los concilios que estudiamos en Preu cuando ya se había convocado el Vaticano II, no comprendíamos aquello. En cuantito llegaba el Miércoles de Ceniza y nos la imponían en nuestras pecadores frentes de los malos pensamientos, tapaban todos los santos, con telas moradas, con velos morados, con tules morados, con gasas moradas, con tafetanes morados. No podíamos explicarnos cómo ponían las iglesias como si fueran de los protestantes, que los protestantes no creen en la Virgen, niño, por eso se van a condenar todos, ¿ni en la Macarena?, ni en la Macarena, además, niño, ¿cómo van a creer en la Macarena si allí donde los protestantes ni hay Semana Santa, ni salen las de madrugada ni nada?
La capilla del colegio parecía el templo protestante de San Basilio, sin imágenes. No comprendíamos aquella persecución contra los Cristos, las Vírgenes, los Santos. Todos los altares cubiertos. Sería que dentro de la penitencia de la Cuaresma entraba no poder ver la cara de la Virgen del Colegio:
Bajo tu manto sagrado
mi madre aquí me dejó,
Señora, ya eres mi madre...
Pero donde más triste se hacía aquella Cuaresma de santos tapados en la Capilla Real, cuando con mi madre iba a misa los domingos, a las once de la mañana. Si le tendría devoción mi madre a la Virgen de los Reyes, que iba a rezarle hasta en Cuaresma, aunque no quisieran los curas, que yo creo que en Cuaresma se volvían todos como andan ahora, medio protestantes, tapando santos. Aquella Virgen a la que tanta devoción le tenía mi madre aparecía tapada en Cuaresma, pero no con los paños morados de los altares de las parroquias, sino con unas doradas tablas que formaban parte del retablo y que estaban previstas para los cuarenta penitenciales días. Fue una de las primeras impresiones de la fuerza de la fe que tuve, viendo a mi madre rezarle a unas tablas doradas, que ocultaban a su Divina Vecina. Porque en el colegio a la Virgen le ponían un velo como de tul morado, y medio podía verse, pero aquello de la Capilla Real sí que era duro, ir a rezarle a la Virgen de los Reyes y que la Cuaresma te diera con las puertas doradas del retablo en las narices...
Aunque luego, ya en Semana Santa, con los pasos por la calle, terminábamos de hacernos el lío. Si iban descubiertos los Crucificados, y las Vírgenes en todo su esplendor de gallegos del muelle sobre sus pasos, ¿por qué las cruces de plata del asta de los estandartes iban tapadas con aquellos tules morados? ¿Por qué iban tapadas así las cruces que remataban la manguilla que El Mudo de Santa Ana y los santizos llevaban siempre abriendo los tramos de nazarenos del paso de Virgen? Nunca me lo expliqué. Era como si hubiéramos sido tan malos que durante la Cuaresma nos condenaban a ser protestantes, sin tener la dicha de verle la cara a la Virgen de los Reyes.
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POR QUÉ SOY CRISTIANO, DE JOSÉ ANTONIO MARINA (V)
Guillermo Sánchez Vicente
http://javzan.freehostia.com/resennas/rl_porquesoycristiano.htm
En el pensamiento de Jesús está presente la acción continua del diablo (Mateo 4.1-11; 13.39; 16. 23; Juan 8.44, etcétera), también desterrado de la teología de Marina. Según Jesús, Satanás es un enemigo incansable; está vencido por la acción redentora de Cristo (Lucas 10: 18), pero todavía incordiará mucho hasta que sea exterminado (Mateo 13: 25).
Es el de Jesús un mensaje de esperanza, y por tanto de optimismo, pero fundamentado éste en la acción de Dios, no en la respuesta humana por sí misma (Lucas 19: 40). Sus perspectivas de futuro con respecto al mundo son tenebrosas, pero la luz brillará entre las tinieblas. En ninguna de sus palabras se puede entender, como afirma Marina en sus conclusiones, que «el reino de la agapé, predicado por Jesús, es la salvación de la humanidad» (p. 151), si interpretamos ésta en sentido colectivista (como parece hacer el autor), porque según el Maestro de Nazaret no es la humanidad en su conjunto la que se salvará («muchos son los llamados, y pocos los elegidos»; Mateo 22: 14). El mensaje de Jesús es antihumanista, y la expresión “humanismo cristiano” con la que cierta teología ha querido reconciliar el cristianismo con el optimismo antropológico moderno es esencialmente contradictoria.
Antonio Burgos
www.antonioburgos.com/memorias/1998/03/memo031498.html
Nuestra religión era de Trento, de Credo nicenoconstantinopolitano. Esto de nicenoconstantinopolitano, más que a Credo in Unum Deum nos sonaba a puesto de helados, el napolitano se llamaba aquel polo por lo fino y delicado, mixto de helado de tres gustos, naturalmente que al corte, que empezaron a vender, junto con el Cream Sicle, que era de vainilla y de chocolate, y el Pop Sicle, que lo había de limón y de naranja. Pero aún faltaba mucho para la feria, para el mes de María, para los exámenes orales finales, para las vacaciones, para el veraneo, para el napolitano y el Crean Sicle, y el helado al corte, y los cucuruchos de helado de turrón de Fillol, con un fondo de barraca valenciana y un techo de cuelo de estrellitas que andando el tiempo supimos que eran una obra maestra del pintor Juan Miguel Sánchez, el padrino de José Manuel Vasallo, el hijo del escultor, que era del curso y vivía en la calle Canalejas, y que cuando pasábamos en el autobús del colegio por delante del edificio del Bando Hipotecario, que ya se levantaba sobre el derribo del Café Hernal cuyos altos habían visto el debú de Antonio Machín, señalándonos las salomónicas columnas del enorme trampantojo barroco de la fachada, nos decía: “Esas columnas las ha pintado mi padrino...”.
Faltaba mucho para las vacaciones porque estábamos en plena Cuaresma, perdona a tu pueblo, Señor, éramos tan pecadores, y teníamos tal cantidad de manos pensamientos, que cuarenta días y cuarenta noches nos teníamos que pasar con las tristes cánticos que pensarse pudieran: "Perdona a tu pueblo, Señor..." Y aquel verso que sobre el texto era "no estés eternamente enojado", en nuestros largos, tristes inviernos de las lluvias lo cambiábamos: “No estés eternamente mojado...”.
Pero el Señor estaba eternamente enojado, y llegaba aquel tiempo tristísimo, paradójico, La ciudad se iba poniendo cada vez más bella, con la luz más limpia, con los balcones abiertos a los sonidos de los coces de caballos y al traqueteo de los tranvías, y en el colegio todo era aún más triste en la misa de la mañana (obligatoria), en el rosario de la tarde (obligatorio), en la confesión de los jueves (obligatoria), en la comunión de los viernes (obligatoria). Era obligatoria la tristeza, mientras los naranjos comenzaban a despuntar flores más allá del campo de albero, por donde a la tarde ensayaban con sus tambores y trompetas los gratuitos que iban de educandos de banda con la tropa de los Cruzados Eucarísticos, tan de Guerrero del Antifaz a lo divino.
Y en aquella triste religión tridentina y nicenoconstantinopolitana y de todos los concilios que estudiamos en Preu cuando ya se había convocado el Vaticano II, no comprendíamos aquello. En cuantito llegaba el Miércoles de Ceniza y nos la imponían en nuestras pecadores frentes de los malos pensamientos, tapaban todos los santos, con telas moradas, con velos morados, con tules morados, con gasas moradas, con tafetanes morados. No podíamos explicarnos cómo ponían las iglesias como si fueran de los protestantes, que los protestantes no creen en la Virgen, niño, por eso se van a condenar todos, ¿ni en la Macarena?, ni en la Macarena, además, niño, ¿cómo van a creer en la Macarena si allí donde los protestantes ni hay Semana Santa, ni salen las de madrugada ni nada?
La capilla del colegio parecía el templo protestante de San Basilio, sin imágenes. No comprendíamos aquella persecución contra los Cristos, las Vírgenes, los Santos. Todos los altares cubiertos. Sería que dentro de la penitencia de la Cuaresma entraba no poder ver la cara de la Virgen del Colegio:
Bajo tu manto sagrado
mi madre aquí me dejó,
Señora, ya eres mi madre...
Pero donde más triste se hacía aquella Cuaresma de santos tapados en la Capilla Real, cuando con mi madre iba a misa los domingos, a las once de la mañana. Si le tendría devoción mi madre a la Virgen de los Reyes, que iba a rezarle hasta en Cuaresma, aunque no quisieran los curas, que yo creo que en Cuaresma se volvían todos como andan ahora, medio protestantes, tapando santos. Aquella Virgen a la que tanta devoción le tenía mi madre aparecía tapada en Cuaresma, pero no con los paños morados de los altares de las parroquias, sino con unas doradas tablas que formaban parte del retablo y que estaban previstas para los cuarenta penitenciales días. Fue una de las primeras impresiones de la fuerza de la fe que tuve, viendo a mi madre rezarle a unas tablas doradas, que ocultaban a su Divina Vecina. Porque en el colegio a la Virgen le ponían un velo como de tul morado, y medio podía verse, pero aquello de la Capilla Real sí que era duro, ir a rezarle a la Virgen de los Reyes y que la Cuaresma te diera con las puertas doradas del retablo en las narices...
Aunque luego, ya en Semana Santa, con los pasos por la calle, terminábamos de hacernos el lío. Si iban descubiertos los Crucificados, y las Vírgenes en todo su esplendor de gallegos del muelle sobre sus pasos, ¿por qué las cruces de plata del asta de los estandartes iban tapadas con aquellos tules morados? ¿Por qué iban tapadas así las cruces que remataban la manguilla que El Mudo de Santa Ana y los santizos llevaban siempre abriendo los tramos de nazarenos del paso de Virgen? Nunca me lo expliqué. Era como si hubiéramos sido tan malos que durante la Cuaresma nos condenaban a ser protestantes, sin tener la dicha de verle la cara a la Virgen de los Reyes.
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POR QUÉ SOY CRISTIANO, DE JOSÉ ANTONIO MARINA (V)
Guillermo Sánchez Vicente
http://javzan.freehostia.com/resennas/rl_porquesoycristiano.htm
En el pensamiento de Jesús está presente la acción continua del diablo (Mateo 4.1-11; 13.39; 16. 23; Juan 8.44, etcétera), también desterrado de la teología de Marina. Según Jesús, Satanás es un enemigo incansable; está vencido por la acción redentora de Cristo (Lucas 10: 18), pero todavía incordiará mucho hasta que sea exterminado (Mateo 13: 25).
Es el de Jesús un mensaje de esperanza, y por tanto de optimismo, pero fundamentado éste en la acción de Dios, no en la respuesta humana por sí misma (Lucas 19: 40). Sus perspectivas de futuro con respecto al mundo son tenebrosas, pero la luz brillará entre las tinieblas. En ninguna de sus palabras se puede entender, como afirma Marina en sus conclusiones, que «el reino de la agapé, predicado por Jesús, es la salvación de la humanidad» (p. 151), si interpretamos ésta en sentido colectivista (como parece hacer el autor), porque según el Maestro de Nazaret no es la humanidad en su conjunto la que se salvará («muchos son los llamados, y pocos los elegidos»; Mateo 22: 14). El mensaje de Jesús es antihumanista, y la expresión “humanismo cristiano” con la que cierta teología ha querido reconciliar el cristianismo con el optimismo antropológico moderno es esencialmente contradictoria.
Marina mismo considera que las bienaventuranzas de Jesús son el núcleo de su mensaje. Fijémonos en algunas de ellas para comprobar si Cristo promete una salvación intramundana, como interpreta JAM: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. […] Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5: 4-6, 10).
La pregunta obvia es: ¿Cuándo serán consolados y saciados los seguidores de Jesús, cuándo heredarán la tierra y el Reino de los Cielos? Jesús lo explica en multitud de ocasiones: «Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mateo 16: 27). «Os aseguro que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos» (Mateo 19: 28; ver también Mateo 25: 13, 31; 26: 64; Marcos 8: 38, etc.).
La felicidad presente del cristiano se fundamenta en la promesa cierta de un futuro perfecto real, que se consumará cuando él regrese, si bien es cierto que desde el nuevo nacimiento del que habla el Maestro en Juan 3 ya el creyente puede experimentar el Reino de la gracia. Jesús enseñó una y otra vez que volvería y que entonces él completaría la obra de instauración del Reino que ya comenzó aquí y que encomendó continuar a sus seguidores (además de numerosos dichos, dedica un sermón completo al tema del fin de este mundo, recogido por los tres evangelios sinópticos; ver Mateo 24 y paralelos). Será otra irrupción de Dios en la historia, esta vez para poner fin definitivo al mal. Pero esa promesa no incita a una actitud evasiva ante el mundo en que vivimos (de ahí el carácter anticristiano de fenómenos como el monacato o cierta mística), sino todo lo contrario: la ética cristiana encuentra en estas promesas un fundamento, un trampolín para la acción. Jesús apuesta por la confianza en la Providencia a pesar del sufrimiento; por tanto su fe no es fe en el hombre, que es el llamado, sino en Dios, que es quien llama, como Marina resalta con acierto. La garantía de éxito está en la participación de lo sobrenatural en el mundo, algo que ciertamente Dios hará a través de su pueblo.
Y aquí aparece otra dimensión fundamental del pensamiento de Jesús que (junto a las ya señaladas del dominio transitorio del mal y de su segunda venida) Marina pasa por alto en su exposición: la actuación del cristiano en el mundo no se “limita” a hacer el bien (lo cual no es poco, ciertamente…), sino que tiene como meta primordial la dependencia del Padre (de la cual se deriva todo lo demás): «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame.
La pregunta obvia es: ¿Cuándo serán consolados y saciados los seguidores de Jesús, cuándo heredarán la tierra y el Reino de los Cielos? Jesús lo explica en multitud de ocasiones: «Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mateo 16: 27). «Os aseguro que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido, también os sentaréis sobre doce tronos» (Mateo 19: 28; ver también Mateo 25: 13, 31; 26: 64; Marcos 8: 38, etc.).
La felicidad presente del cristiano se fundamenta en la promesa cierta de un futuro perfecto real, que se consumará cuando él regrese, si bien es cierto que desde el nuevo nacimiento del que habla el Maestro en Juan 3 ya el creyente puede experimentar el Reino de la gracia. Jesús enseñó una y otra vez que volvería y que entonces él completaría la obra de instauración del Reino que ya comenzó aquí y que encomendó continuar a sus seguidores (además de numerosos dichos, dedica un sermón completo al tema del fin de este mundo, recogido por los tres evangelios sinópticos; ver Mateo 24 y paralelos). Será otra irrupción de Dios en la historia, esta vez para poner fin definitivo al mal. Pero esa promesa no incita a una actitud evasiva ante el mundo en que vivimos (de ahí el carácter anticristiano de fenómenos como el monacato o cierta mística), sino todo lo contrario: la ética cristiana encuentra en estas promesas un fundamento, un trampolín para la acción. Jesús apuesta por la confianza en la Providencia a pesar del sufrimiento; por tanto su fe no es fe en el hombre, que es el llamado, sino en Dios, que es quien llama, como Marina resalta con acierto. La garantía de éxito está en la participación de lo sobrenatural en el mundo, algo que ciertamente Dios hará a través de su pueblo.
Y aquí aparece otra dimensión fundamental del pensamiento de Jesús que (junto a las ya señaladas del dominio transitorio del mal y de su segunda venida) Marina pasa por alto en su exposición: la actuación del cristiano en el mundo no se “limita” a hacer el bien (lo cual no es poco, ciertamente…), sino que tiene como meta primordial la dependencia del Padre (de la cual se deriva todo lo demás): «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame.
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