PENSAR LA ESPERANZA COMO APOCALIPSIS.
CONVERSACIÓN CON RENÉ GIRARD (III)
Carlos Mendoza A., O.P.
Letras Libres, abril de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=12884
Reitero lo que ya he escrito recientemente: «Es necesario pensar el cristianismo como esencialmente histórico y Clausewitz nos ayuda a ello. El juicio de Salomón lo dice ya todo al respecto: existe el sacrificio del otro y existe el sacrificio de sí mismo; el sacrificio arcaico y el sacrificio cristiano. Pero siempre se trata del sacrificio. Nosotros estamos sumergidos en el mimetismo y es necesario renunciar a las trampas de nuestro deseo, que siempre radica en el deseo de lo que posee el otro. Lo repito una vez más, no hay saber absoluto posible, estamos todos obligados a permanecer en el corazón de la historia, de actuar en el corazón de la violencia, porque comprendemos cada vez más sus mecanismos. ¿Sabremos sin embargo desmontarlos? Lo dudo.» (p. 80).
Sin embargo, pienso que para encontrar la salida hemos de volver la mirada hacia poetas y filósofos como Pascal, quien vio con claridad lo que estaba sucediendo: «Pascal tiene razón: existe una intensificación recíproca de la violencia y de la verdad, ella aparece hoy ante nuestros ojos, al menos ante los ojos en quienes el amor aun no se apaga…» (p. 206). Lo mismo nos puede enseñar Hölderlin, quien se retiró a la torre del ebanista de Tubinga en un silencio total ante el poderío del dios de la guerra que campeaba en Europa. Porque «la presencia de lo divino crece en la medida que eso divino se retira: es la retirada lo que salva, no la promiscuidad. Hölderlin comprende súbitamente que esa promiscuidad divina sólo puede ser catastrófica. El retiro de Dios es así pasaje, en Jesucristo, de la reciprocidad a la relación, de la proximidad a la distancia. Tal es la intuición fundamental del poeta, lo que ha descubierto en el momento mismo en el que inicia su misma retirada. Un dios del que podemos apropiarnos es un dios que destruye. Nunca los griegos buscaron imitar algún dios. Hubo que esperar al cristianismo para que esta perspectiva mimética se impusiese como la única redención posible, habida cuenta de la locura revelada de los hombres […] Hölderlin siente por lo tanto que la Encarnación es el único medio dado a la humanidad para afrontar el muy saludable silencio de Dios: Cristo mismo interrogó ese silencio en la Cruz para luego él mismo imitar la retirada de su Padre y volverse a encontrar con él en la mañana de la Resurrección. Cristo salva a los hombres ‘destrozando su propio cetro solar’. Se retira en el momento mismo en que podría dominar. De ahí nos es dado a nosotros probar dicho peligro de la ausencia de Dios, experiencia moderna por excelencia –porque es el momento de la tentación sacrificial, de la regresión posible a los extremos– pero también experiencia redentora. Imitar a Cristo consiste en rechazar el deseo de imponerse como modelo, siempre borrarse frente a los otros. Imitar a Cristo es hacer todo para no ser imitado.» (p. 218).
Lo que no podemos olvidar –y lo quiero reiterar con insistencia– es que el cristianismo logró descubrir esta verdad de la víctima y también desenmascaró la mentira del sacrificio, quizás con más radicalidad que otras tradiciones religiosas de la humanidad. Tal es la herencia que deseo perpetuar.
________________________________________________________
CARLOS MONSIVÁIS: SIEMPRE UBICUO,
NUNCA PREDECIBLE (I)
L. Cervantes-Ortiz
El Ángel, supl. de Reforma, 4 de mayo de 2008, pp. 1, 4
El nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor autocontenido. Su omnipresencia, real o virtual, en cuanta actividad cultural, suceso político o presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o revista más impredecible.
Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado legión: “A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de 'nalgatorio', o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria [...] de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es Mr. Memory”. (“Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.)
Adolfo Castañón lo ve como una ciudad, y lo define en los siguientes términos: “Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status”. (“Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad”, en Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta, 1993, p. 368.)
No faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor en cuestión. Evodio Escalante ha escrito: “Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos”. (“La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, en Las metáforas de la crítica. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 74.) La palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material de trabajo.
La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM vino a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo o crónica.
Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis literaria que acabaría por dominarlo. Sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad: “Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neoporfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal”. (Carlos Monsiváis. México, Empresas Editoriales, 1966, pp. 48-49.)
Su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere a ello cuando afirma: “Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece".
CONVERSACIÓN CON RENÉ GIRARD (III)
Carlos Mendoza A., O.P.
Letras Libres, abril de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=12884
Reitero lo que ya he escrito recientemente: «Es necesario pensar el cristianismo como esencialmente histórico y Clausewitz nos ayuda a ello. El juicio de Salomón lo dice ya todo al respecto: existe el sacrificio del otro y existe el sacrificio de sí mismo; el sacrificio arcaico y el sacrificio cristiano. Pero siempre se trata del sacrificio. Nosotros estamos sumergidos en el mimetismo y es necesario renunciar a las trampas de nuestro deseo, que siempre radica en el deseo de lo que posee el otro. Lo repito una vez más, no hay saber absoluto posible, estamos todos obligados a permanecer en el corazón de la historia, de actuar en el corazón de la violencia, porque comprendemos cada vez más sus mecanismos. ¿Sabremos sin embargo desmontarlos? Lo dudo.» (p. 80).
Sin embargo, pienso que para encontrar la salida hemos de volver la mirada hacia poetas y filósofos como Pascal, quien vio con claridad lo que estaba sucediendo: «Pascal tiene razón: existe una intensificación recíproca de la violencia y de la verdad, ella aparece hoy ante nuestros ojos, al menos ante los ojos en quienes el amor aun no se apaga…» (p. 206). Lo mismo nos puede enseñar Hölderlin, quien se retiró a la torre del ebanista de Tubinga en un silencio total ante el poderío del dios de la guerra que campeaba en Europa. Porque «la presencia de lo divino crece en la medida que eso divino se retira: es la retirada lo que salva, no la promiscuidad. Hölderlin comprende súbitamente que esa promiscuidad divina sólo puede ser catastrófica. El retiro de Dios es así pasaje, en Jesucristo, de la reciprocidad a la relación, de la proximidad a la distancia. Tal es la intuición fundamental del poeta, lo que ha descubierto en el momento mismo en el que inicia su misma retirada. Un dios del que podemos apropiarnos es un dios que destruye. Nunca los griegos buscaron imitar algún dios. Hubo que esperar al cristianismo para que esta perspectiva mimética se impusiese como la única redención posible, habida cuenta de la locura revelada de los hombres […] Hölderlin siente por lo tanto que la Encarnación es el único medio dado a la humanidad para afrontar el muy saludable silencio de Dios: Cristo mismo interrogó ese silencio en la Cruz para luego él mismo imitar la retirada de su Padre y volverse a encontrar con él en la mañana de la Resurrección. Cristo salva a los hombres ‘destrozando su propio cetro solar’. Se retira en el momento mismo en que podría dominar. De ahí nos es dado a nosotros probar dicho peligro de la ausencia de Dios, experiencia moderna por excelencia –porque es el momento de la tentación sacrificial, de la regresión posible a los extremos– pero también experiencia redentora. Imitar a Cristo consiste en rechazar el deseo de imponerse como modelo, siempre borrarse frente a los otros. Imitar a Cristo es hacer todo para no ser imitado.» (p. 218).
Lo que no podemos olvidar –y lo quiero reiterar con insistencia– es que el cristianismo logró descubrir esta verdad de la víctima y también desenmascaró la mentira del sacrificio, quizás con más radicalidad que otras tradiciones religiosas de la humanidad. Tal es la herencia que deseo perpetuar.
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CARLOS MONSIVÁIS: SIEMPRE UBICUO,
NUNCA PREDECIBLE (I)
L. Cervantes-Ortiz
El Ángel, supl. de Reforma, 4 de mayo de 2008, pp. 1, 4
El nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor autocontenido. Su omnipresencia, real o virtual, en cuanta actividad cultural, suceso político o presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o revista más impredecible.
Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado legión: “A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de 'nalgatorio', o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria [...] de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es Mr. Memory”. (“Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.)
Adolfo Castañón lo ve como una ciudad, y lo define en los siguientes términos: “Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status”. (“Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad”, en Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta, 1993, p. 368.)
No faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor en cuestión. Evodio Escalante ha escrito: “Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos”. (“La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, en Las metáforas de la crítica. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 74.) La palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material de trabajo.
La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM vino a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo o crónica.
Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis literaria que acabaría por dominarlo. Sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad: “Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neoporfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal”. (Carlos Monsiváis. México, Empresas Editoriales, 1966, pp. 48-49.)
Su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere a ello cuando afirma: “Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece".
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