CONVERSACIÓN CON RENÉ GIRARD (II)
Carlos Mendoza A., O.P.
Letras Libres, abril de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=12884
Por eso hay algo radicalmente más importante: la crisis no es ya la última palabra sobre la humanidad. Como lo escribí en mi último libro: «Cristo retiró a los hombres sus muletas sacrificiales dejándoles así frente a una terrible elección: creer en la violencia o no creer ya más en ella. El cristianismo es la increencia. […] Tarde o temprano, o bien los hombres renunciarán a la violencia sin sacrificio, o bien harán estallar el planeta: estarán en estado de gracia o de pecado mortal. Se puede decir, por tanto, que si lo religioso inventó el sacrificio, el cristianismo lo anuló. […] Habrá que volver siempre sobre esta salida de lo religioso que solamente puede realizarse en el seno de lo religioso desmitificado, es decir, del cristianismo» (pp. 58, 60, 64).
Esta verdad es, a mi parecer, la que aporta la apocalíptica cristiana primitiva, en especial los textos apocalípticos sinópticos ya que son los más completos al revelar la verdad de la víctima: «la destrucción sólo concierne al mundo. Satán no tiene poder sobre Dios» (p. 190). Esos textos describen así con gran dramatismo cómo la violencia siempre se da como rivalidad entre dobles miméticos: ciudad contra ciudad, nación contra nación, padres contra hijos. Hablan de una catástrofe inminente, pero precedida por un tiempo intermedio, de duración casi infinita, que alarga la llegada del día final. Por ello me parece que tales textos son de una actualidad extraordinaria. Aunque esa demora del día final genera impaciencia y hasta desánimo puesto que no sabemos entonces qué esperar ni hasta cuándo.
¡Eso es precisamente lo que reprochaban los tesalonicenses a Pablo! Le interrogaban por lo que sucede entonces cuando la Parusía se retrasa. Es lo que Lucas, que al fin y al cabo fue compañero de Pablo en sus viajes, llama ‘el tiempo de los paganos’, cuya demora es muy larga e incierta, terrible. En ese sentido, la Segunda Carta a los Tesalonicenses habla de lo que retrasa la Parusía: el Katéjon (2 Tes 2: 5) o personaje que ‘retiene’ la manifestación del Anticristo es el orden arcaico representado por el Imperio Romano en ese contexto de decadencia que viven los tesalonicenses. Habría que leer también a Agustín en este sentido apocalíptico cuando escribe sobre el retraso del día final.
La paciencia es entonces la respuesta de los cristianos al ‘tiempo de los paganos’ (Lc 21: 24): «La gran paradoja en este asunto es que el cristianismo provoca la ‘montée aux extrêmes’ al revelar a los hombres su propia violencia. Impide a los hombres endosar a los dioses esa violencia y los coloca delante de su propia responsabilidad. San Pablo no es para nada un revolucionario, en el sentido moderno que se ha dado a este término: dice a los tesalonicenses que deben ser pacientes, es decir, obedecer a los Principados y Potestades que de todos modos serán destruidos. Esta destrucción llegará un día a partir del hecho del imperio creciente de la violencia, privada ya de su altar sacrificial, incapaz de hacer reinar el orden sino a través de más violencia: serán necesarias cada vez más víctimas para crear un orden cada vez más precario. Tal es el devenir enloquecido del mundo del que los cristianos llevan sobre sí la responsabilidad. Cristo habrá buscado hacer pasar a la humanidad al estado adulto, pero la humanidad habrá rechazado esta posibilidad. Utilizo adrede el futuro anterior porque existe ahí un fracaso profundo» (p. 212).
De aquí se puede pasar al ámbito de la fe y la religión no arcaica, en el que es posible la experiencia de habitar un mundo violento y apocalíptico, pero acompañados de la principal revelación cristiana, de acuerdo con el desarrollo que usted ha hecho de la teoría del sacrificio: la fuerza de la víctima que perdona.
Este apocalipsis no es verdaderamente terror porque lo verdaderamente terrible es la ausencia de sentido. Al fin y al cabo, para la mayoría de los seres humanos de nuestros tiempos, esta violencia está visiblemente en aumento en el mundo. Y en la medida en que esta violencia no tiene sentido es cada vez más terrible. Por eso el anuncio apocalíptico del cristianismo no es una amenaza, sino por el contrario la esperanza de la realización de la promesa cristiana: Cristo ve en el mundo cosas que el mundo no ve. «Cristo es ese Otro que viene y quien, en su misma vulnerabilidad, provoca el enloquecimiento del sistema. En las pequeñas sociedades arcaicas, ese Otro era el extranjero que trae consigo el desorden y que termina siendo siempre el chivo expiatorio. En el mundo cristiano es Cristo el Hijo de Dios quien representa a todas las víctimas inocentes y cuyo retorno es llamado por los efectos mismos de la ‘montée aux extrêmes’. ¿Entonces qué podrá constatar? Que los hombres se han vuelto locos y que la edad adulta de la humanidad, esa edad que él anunció por medio de la Cruz, ha fracasado» (p. 191).
Por eso, aunque parezca paradójico, el apocalipsis es reconfortante en cuanto satisface el deseo de significación. Las pruebas y dificultades actuales no son insignificantes porque siempre se encuentra escondido detrás de ellas el Reino de Dios.
Pero entonces, ¿las masacres como Acteal en México y tantas en el mundo pueden tener otro sentido que el solo equilibrio del antagonismo entre rivales mediante el deseo de aniquilación de unos contra otros? ¿No es predicar a las víctimas una resignación ante sus verdugos? ¿Qué memoria cristiana es posible hacer de esas víctimas que no signifique pasividad ante la injusticia, la violencia y la muerte?
Solamente es posible recuperar esa memoria de la masacre sin atribuirle un sentido sacrificial arcaico. Frente al sufrimiento del inocente no nos queda sino la indignación. Este tipo de acontecimientos trágicos no me es ajeno, aunque debo decir que tampoco es parte de la problemática inmediata en la que he construido mi pensamiento. Pero hay que insistir en la importancia de actuar para superar las causas de ese sufrimiento y muerte, sin ceder al resentimiento que se expresa como deseo de venganza.
Con lo anterior no quiero decir que haya que renunciar a la acción para intentar cambiar el sentido de la violencia mimética. La cuestión consiste en saber si el uso de la violencia para mejorar el mundo puede ser legítimo. Este aspecto de la teología de la liberación fue puesto en entredicho hace un par de décadas por algunas declaraciones del magisterio de la Iglesia. El pensamiento cristiano que procede como respuesta inteligente a una situación de injusticia y violencia a la que son sometidas naciones enteras es totalmente razonable y legítimo, con las nuevas expresiones que el cristianismo pueda tomar en estas circunstancias. Quizás haya que reconocer que los pueblos latinoamericanos tienen razón al indignarse por no palpar un sentido de esperanza en las acciones del Estado ni en las actitudes tradicionales de las Iglesias. No hay que olvidar que en Occidente el cristianismo fracasó tanto como el racionalismo moderno, y por eso ahora nos encontramos en medio de esta violencia extrema que amenaza no solamente a la humanidad sino también al planeta entero.
Esta verdad es, a mi parecer, la que aporta la apocalíptica cristiana primitiva, en especial los textos apocalípticos sinópticos ya que son los más completos al revelar la verdad de la víctima: «la destrucción sólo concierne al mundo. Satán no tiene poder sobre Dios» (p. 190). Esos textos describen así con gran dramatismo cómo la violencia siempre se da como rivalidad entre dobles miméticos: ciudad contra ciudad, nación contra nación, padres contra hijos. Hablan de una catástrofe inminente, pero precedida por un tiempo intermedio, de duración casi infinita, que alarga la llegada del día final. Por ello me parece que tales textos son de una actualidad extraordinaria. Aunque esa demora del día final genera impaciencia y hasta desánimo puesto que no sabemos entonces qué esperar ni hasta cuándo.
¡Eso es precisamente lo que reprochaban los tesalonicenses a Pablo! Le interrogaban por lo que sucede entonces cuando la Parusía se retrasa. Es lo que Lucas, que al fin y al cabo fue compañero de Pablo en sus viajes, llama ‘el tiempo de los paganos’, cuya demora es muy larga e incierta, terrible. En ese sentido, la Segunda Carta a los Tesalonicenses habla de lo que retrasa la Parusía: el Katéjon (2 Tes 2: 5) o personaje que ‘retiene’ la manifestación del Anticristo es el orden arcaico representado por el Imperio Romano en ese contexto de decadencia que viven los tesalonicenses. Habría que leer también a Agustín en este sentido apocalíptico cuando escribe sobre el retraso del día final.
La paciencia es entonces la respuesta de los cristianos al ‘tiempo de los paganos’ (Lc 21: 24): «La gran paradoja en este asunto es que el cristianismo provoca la ‘montée aux extrêmes’ al revelar a los hombres su propia violencia. Impide a los hombres endosar a los dioses esa violencia y los coloca delante de su propia responsabilidad. San Pablo no es para nada un revolucionario, en el sentido moderno que se ha dado a este término: dice a los tesalonicenses que deben ser pacientes, es decir, obedecer a los Principados y Potestades que de todos modos serán destruidos. Esta destrucción llegará un día a partir del hecho del imperio creciente de la violencia, privada ya de su altar sacrificial, incapaz de hacer reinar el orden sino a través de más violencia: serán necesarias cada vez más víctimas para crear un orden cada vez más precario. Tal es el devenir enloquecido del mundo del que los cristianos llevan sobre sí la responsabilidad. Cristo habrá buscado hacer pasar a la humanidad al estado adulto, pero la humanidad habrá rechazado esta posibilidad. Utilizo adrede el futuro anterior porque existe ahí un fracaso profundo» (p. 212).
De aquí se puede pasar al ámbito de la fe y la religión no arcaica, en el que es posible la experiencia de habitar un mundo violento y apocalíptico, pero acompañados de la principal revelación cristiana, de acuerdo con el desarrollo que usted ha hecho de la teoría del sacrificio: la fuerza de la víctima que perdona.
Este apocalipsis no es verdaderamente terror porque lo verdaderamente terrible es la ausencia de sentido. Al fin y al cabo, para la mayoría de los seres humanos de nuestros tiempos, esta violencia está visiblemente en aumento en el mundo. Y en la medida en que esta violencia no tiene sentido es cada vez más terrible. Por eso el anuncio apocalíptico del cristianismo no es una amenaza, sino por el contrario la esperanza de la realización de la promesa cristiana: Cristo ve en el mundo cosas que el mundo no ve. «Cristo es ese Otro que viene y quien, en su misma vulnerabilidad, provoca el enloquecimiento del sistema. En las pequeñas sociedades arcaicas, ese Otro era el extranjero que trae consigo el desorden y que termina siendo siempre el chivo expiatorio. En el mundo cristiano es Cristo el Hijo de Dios quien representa a todas las víctimas inocentes y cuyo retorno es llamado por los efectos mismos de la ‘montée aux extrêmes’. ¿Entonces qué podrá constatar? Que los hombres se han vuelto locos y que la edad adulta de la humanidad, esa edad que él anunció por medio de la Cruz, ha fracasado» (p. 191).
Por eso, aunque parezca paradójico, el apocalipsis es reconfortante en cuanto satisface el deseo de significación. Las pruebas y dificultades actuales no son insignificantes porque siempre se encuentra escondido detrás de ellas el Reino de Dios.
Pero entonces, ¿las masacres como Acteal en México y tantas en el mundo pueden tener otro sentido que el solo equilibrio del antagonismo entre rivales mediante el deseo de aniquilación de unos contra otros? ¿No es predicar a las víctimas una resignación ante sus verdugos? ¿Qué memoria cristiana es posible hacer de esas víctimas que no signifique pasividad ante la injusticia, la violencia y la muerte?
Solamente es posible recuperar esa memoria de la masacre sin atribuirle un sentido sacrificial arcaico. Frente al sufrimiento del inocente no nos queda sino la indignación. Este tipo de acontecimientos trágicos no me es ajeno, aunque debo decir que tampoco es parte de la problemática inmediata en la que he construido mi pensamiento. Pero hay que insistir en la importancia de actuar para superar las causas de ese sufrimiento y muerte, sin ceder al resentimiento que se expresa como deseo de venganza.
Con lo anterior no quiero decir que haya que renunciar a la acción para intentar cambiar el sentido de la violencia mimética. La cuestión consiste en saber si el uso de la violencia para mejorar el mundo puede ser legítimo. Este aspecto de la teología de la liberación fue puesto en entredicho hace un par de décadas por algunas declaraciones del magisterio de la Iglesia. El pensamiento cristiano que procede como respuesta inteligente a una situación de injusticia y violencia a la que son sometidas naciones enteras es totalmente razonable y legítimo, con las nuevas expresiones que el cristianismo pueda tomar en estas circunstancias. Quizás haya que reconocer que los pueblos latinoamericanos tienen razón al indignarse por no palpar un sentido de esperanza en las acciones del Estado ni en las actitudes tradicionales de las Iglesias. No hay que olvidar que en Occidente el cristianismo fracasó tanto como el racionalismo moderno, y por eso ahora nos encontramos en medio de esta violencia extrema que amenaza no solamente a la humanidad sino también al planeta entero.
Acerca de la violencia extrema Hegel propuso, con gran ingenuidad según usted, la instauración de una dimensión intersubjetiva de relación entre sujetos opuestos como solución a la dialéctica de los contrarios: el mutuo reconocimiento superando la rivalidad. Usted toma distancia de esta visión dialéctica porque a su juicio implica necesariamente la destrucción de uno de los rivales.
Hegel es un autor complejo, porque es al mismo tiempo un ilustrado y un pensador que también desconfía de la Ilustración en la que fue educado. Lo explico así en mi libro: «Hegel retomará de la revelación cristiana la necesidad de una doble reconciliación (Aufhebung): la de los hombres entre sí y la de los hombres con Dios. La paz y la salvación son por tanto dos movimientos conjuntos; porque Hegel piensa que las Iglesias fracasaron en la reglamentación del juego de voluntades humanas y asignará esta tarea al Estado, ‘universal concreto’, que nada tiene que ver con los estados particulares. La universalidad racional de dicho Estado debe, en efecto, devenir una organización mundial. Pero mientras tanto, los estados particulares continuarán manteniendo relaciones guerreras: hay en esta sucesión una contingencia esencial de la historia. […] El racionalismo hegeliano busca entonces conjurar la dialéctica, haciendo salir a la razón de los espejismos de la omnipotencia. Del cristianismo retoma la reconciliación, que es la única que permite evitar la abstracción, la única que puede aportar a los hombres la salvación y la paz. Pero lo que Hegel no ve es que la oscilación de las posiciones contrarias que devienen equivalentes puede con facilidad llegar a los extremos, que el desacuerdo puede perfectamente acercarse a la hostilidad, la alternancia convertirse en reciprocidad de rivalidad» (pp. 68-70).
En este contexto de la búsqueda de superar el racionalismo ingenuo, quisiera decir algo, en cierto modo retórico, sobre mi insistencia en lo apocalíptico. Pienso que la gente no tiene suficiente temor sobre la violencia desencadenada ‘desde la fundación del mundo’ hasta la violencia extrema que vivimos en estos tiempos inciertos.
Y yo no quiero tranquilizar a nadie: «Es urgente tomar en cuenta la tradición profética con su implacable lógica que escapa a nuestro racionalismo extendido. Si el Otro se acerca, y si un pensamiento del Otro radicalmente otro es aún posible, es tal vez porque los tiempos están llegando a su cumplimiento» (p. 195).
Hegel es un autor complejo, porque es al mismo tiempo un ilustrado y un pensador que también desconfía de la Ilustración en la que fue educado. Lo explico así en mi libro: «Hegel retomará de la revelación cristiana la necesidad de una doble reconciliación (Aufhebung): la de los hombres entre sí y la de los hombres con Dios. La paz y la salvación son por tanto dos movimientos conjuntos; porque Hegel piensa que las Iglesias fracasaron en la reglamentación del juego de voluntades humanas y asignará esta tarea al Estado, ‘universal concreto’, que nada tiene que ver con los estados particulares. La universalidad racional de dicho Estado debe, en efecto, devenir una organización mundial. Pero mientras tanto, los estados particulares continuarán manteniendo relaciones guerreras: hay en esta sucesión una contingencia esencial de la historia. […] El racionalismo hegeliano busca entonces conjurar la dialéctica, haciendo salir a la razón de los espejismos de la omnipotencia. Del cristianismo retoma la reconciliación, que es la única que permite evitar la abstracción, la única que puede aportar a los hombres la salvación y la paz. Pero lo que Hegel no ve es que la oscilación de las posiciones contrarias que devienen equivalentes puede con facilidad llegar a los extremos, que el desacuerdo puede perfectamente acercarse a la hostilidad, la alternancia convertirse en reciprocidad de rivalidad» (pp. 68-70).
En este contexto de la búsqueda de superar el racionalismo ingenuo, quisiera decir algo, en cierto modo retórico, sobre mi insistencia en lo apocalíptico. Pienso que la gente no tiene suficiente temor sobre la violencia desencadenada ‘desde la fundación del mundo’ hasta la violencia extrema que vivimos en estos tiempos inciertos.
Y yo no quiero tranquilizar a nadie: «Es urgente tomar en cuenta la tradición profética con su implacable lógica que escapa a nuestro racionalismo extendido. Si el Otro se acerca, y si un pensamiento del Otro radicalmente otro es aún posible, es tal vez porque los tiempos están llegando a su cumplimiento» (p. 195).
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