20 de noviembre, 2011
Para esto apareció (efanérothe) el Hijo de Dios, para deshacer (lyse) las obras del diablo. I Juan 3.8, RVR 1960
1. Los límites de los principados y potestades
Siguiendo la línea de pensamiento paulino sobre los alcances y límites de los principados y potestades en este mundo, bien vale la pena insistir en dos cosas, por un lado en que el Espíritu Santo capacita a los creyentes para “discernir” (diakríseis) los espíritus (I Co 12.10), esto es, “la distinción entre la operación de los espíritus que son de Dios y para él, y los espíritus que son del malo y para él. Esto envuelve especialmente el discernimiento de los poderes que tienen los corazones y las acciones de los hombres bajo su imperio en tiempos y lugares específicos”.[1] Ciertamente, según el apóstol Pablo, no todos poseen este don, o al menos no en el mismo grado, pero lo importante es que el Espíritu no deja a su Iglesia sin el carisma de poder discernir, distinguir o desenmascarar la presencia de estas influencias indeseables en la vida humana. Esta capacidad espiritual, porque así es presentada, representa la posibilidad de observar críticamente el peso de las ideologías, comportamientos o iniciativas que, desviadas de los propósitos divinos, siempre dirigidos a dignificar la vida humana, más bien contribuyan a alienarla o enajenarla de su función edificante en el mundo o en la historia.
Por otro lado, se establece muy bien la delimitación de los alcances o el impacto que estos poderes pueden tener sobre la existencia histórica de los/as creyentes, pues aunque en el momento en que los principados son evidenciados y los corazones se llenan de júbilo porque ya no podrán apartar a los seguidores de Jesús del amor de éste, justo allí es donde no se debe olvidar que todos los seres humanos siguen en el mundo, están sujetos a sus contingencias y pueden ser presa de labor demoniaca, visible o invisible, para causarles algún daño, pero la perspectiva espiritual adecuada los ayuda a superar este conflicto sin tener que referirse a él de tal manera que los distraiga para su labor positiva al servicio del Reino de Dios. Berkhof lo resume muy bien:
Cuando los principados son desenmascarados, pierden su dominio sobre las almas de los hombres […] …por el poder del Espíritu Santo la fuerza de las potestades es limitada también en la vida del creyente individual. De alguna manera él escapa a las tentaciones y amenazas. De alguna forma su libertad cristiana irrumpe por entre su esclavitud. En tiempos críticos esta liberación puede manifestarse tan poderosamente hasta llegar a ser externamente tangible […]
De este discernimiento se levanta una forma esencialmente diferente de tratar con la cruel realidad. El Santo Espíritu “achica” los poderes al ojo de la fe. Ellos podrán haberse inflado a sí mismos como si fuesen sistemas de valores totalitarios y omnipotentes, pero el creyente los mira en su verdadera proporción, como nada más que un segmento de la creación, existiendo a causa del Creador y limitados por otras criaturas.[2]
De modo que esta mirada de fe, guiada por un sólido discernimiento, es capaz de transformar la percepción de un poder excesivo de los principados y potestades para producir acciones positivas que, libres de ataduras y creencias supersticiosas, participen en la extensión del Reino de Dios encarnada en procesos humanizadores, comprometidos con la dignidad, la justicia, la paz y la armonía, entre otros valores. Esto es parte de la genuina contribución cristiana en medio de los conflictos.
2. Alcances de la acción de Jesús contra ellos
El viejo y malvado Enemigo
está decidido a ganarnos;
trama sus siniestros planes
con cruel astucia y gran poder.
Nada en la tierra es como él…
Pero aunque la tierra entera se llenara de demonios
deseosos de tragarnos,
no sentiríamos miedo,
porque de todos modos estaríamos a salvo.[3]
Martín Lutero, “Nuestro Señor es una poderosa fortaleza”
Todas sus biografías describen la permanente atención que Martín Lutero le prestó a la lucha casi corporal que sostuvo, según él, contra el demonio. Su teología muestra muy bien los alcances de ese combate espiritual, ubicado en una época en la que la presencia de lo satánico era cosa de todos los días. Juan Calvino, quien no dejó de referirse a los ángeles o demonios por la mentalidad de su época, aunque no tanto como Lutero, y sin dejar de reconocer que la Biblia habla de ellos, insistió en que no era conveniente construir una detallada “diabología”. (En irc, I, xiv, 3-12, se ocupa de los ángeles, y en 13-19, de los demonios.[4]) Veía a Satán como un servidor de Dios y dirigido por una consistente teología de la soberanía divina, afirmó: “Para ejecutar sus juicios a través Satán, el ministro de su ira, Dios decide los propósitos de los hombres como le place, despierta su voluntad y fortalece sus empresas”.[5] Burton Russell ha resumido muy bien la visión calviniana: “…nuestra limitada inteligencia percibe que Él hace tanto el bien como el mal, pero Dios siempre trabaja para obtener el bien definitivo. Dios no sólo permite el mal; lo desea activamente, como cuando entregó el faraón al maligno para que confirmara su obstinación. En cada acto humano, hay tres fuerzas que operan en forma simultánea: la voluntad humana, que tiende hacia el pecado; la voluntad del Diablo, hacia el mal, y la voluntad de Dios, hacia el bien definitivo”.[6]
Por ello, al leer en I Juan 3.8 que el Hijo de Dios vino al mundo “para destruir todo lo que hace el diablo” (TLA), se debe advertir cómo desde el Nuevo Testamento se percibió que la vida, muerte y resurrección de Jesús significaron el inicio de la derrota de los planes satánicos para la historia humana. Pero la continuidad de esa obra se da en función de la permanencia en sus caminos. Esta es la razón por la que “el apóstol de los gentiles” termina su carta a los Romanos afirmando: “Y el Dios de Paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies” (16.20a).
[1] H. Berkhof, Cristo y los poderes. Grand Rapids, TELL, 1985, p. 53.
[2] Ibid., pp. 54-55.
[3] Cit. por Jeffrey Burton Russell, El príncipe de las tinieblas. El poder del mal y del bien en la historia. Trad. de Ó.L. Molina. Santiago de Chile, Andrés Bello, 1994, p. 217.
[4] Sobre el “ángel de la guarda” o “custodio”, sus palabras son elocuentes: “En cuanto a si a cada uno de los fieles se le ha dado un ángel propio que le defienda o no, no me atrevo a afirmarlo como cosa cierta. […] Porque si a cada uno no le basta el que todo el ejército celestial esté velando por nosotros, no veo de qué le puede servir sostener que tiene un ángel custodio particular. Y los que restringen a un ángel solo el cuidado que Dios tiene de cada uno de nosotros, hacen gran injuria a sí mismos y a todos los miembros de la Iglesia, como si fuera en vano el habernos prometido Dios el socorro de aquellas numerosas huestes, para que fortalecidos de todas partes, combatamos con mucho mayor esfuerzo”, irc, I, xiv, 7.
[5] “También se dice que Dios obra en cierta manera, por cuanto Satanás, instrumento de su ira, según la voluntad y disposición de Dios va de acá para allá para ejecutar los justos juicios de Dios. Y no me refiero al movimiento universal de Dios por el cual todas" las criaturas son sustentadas, y del que toman el poder y eficacia para hacer cuanto llevan a cabo. Hablo de su acción particular, la cual se muestra en cualquier obra. Vernos; pues, que no hay inconveniente alguno en que una misma obra sea imputada a Dios, a Satanás y al hombre. Pero la diversidad de la intención y de los medios a ella conducentes hacen que la justicia de Dios aparezca en tal obra imprescindible, y que la malicia de Satanás y del hombre resulten evidentes para confusión de los mismos”, irc, II, iv, 2.
[6] J. Burton Russell, op. cit., p. 219.
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