domingo, 20 de abril de 2014

Un sacerdote que conduce a su pueblo a la salvación total, L. Cervantes-O

19 de abril, 2014

Y al haber cumplido Jesucristo la voluntad de Dios, ofreciendo su propio cuerpo una vez por todas, nosotros hemos quedado consagrados a Dios.
Hebreos 10.10, La Palabra (Hispanoamérica)

La consumación de la obra sacerdotal absoluta de Jesucristo procede directamente de su victoria sobre la muerte, la cual se da por sentada al momento de presentarlo como ocupante de un lugar cercanísimo de Dios (“su derecha”, Sal 110.1). Dicha obra tenía que manifestarse en la glorificación de la corporalidad humana del Hijo de Dios (7.16: “en virtud de una vida indestructible”, zoĕs akatalútou). “En 7,23-24 su sacerdocio se contrapone al de los sacerdotes levíticos precisamente en la medida en que la muerte impedía a éstos permanecer en el cargo, mientras que Jesús tiene un sacerdocio que no pasa, en virtud de la ‘vida indestructible’ que recibió en su resurrección”.[1] Pues así lo establece claramente Heb 10.5, citando el salmo 40.8: “No has querido ofrendas ni sacrificios,/ sino que me has dotado de un cuerpo”. “El significado del salmo es que Dios prefiere la obediencia al sacrificio; no es un rechazo de los ritos, sino una declaración de su inferioridad relativa. Puesto que la obediencia de Jesús quedó expresada mediante la ofrenda voluntaria de su cuerpo (es decir, de sí mismo) en la muerte, la lectura del v. 7b en los LXX es especialmente aplicable a él, hasta el punto de que se ha llegado a pensar que dicha lectura tal vez fuera introducida en los LXX debido a la influencia de Heb”.[2] Heb 10.10 destaca también la ofrenda de “su propio cuerpo una vez por todas”.
Nuevamente se subraya la incapacidad de la ley para lograr la perfección de las personas (10.1b) y las consecuencias de la repetición continua de los sacrificios rituales (10.3). “Los sacrificios anuales de expiación traían a la ‘memoria’ (anamnésis) los pecados pasados, pero no podían borrarlos”.[3] El cuerpo de Jesús, en virtud de la resurrección, es el “espacio físico espiritualizado” que consigue la certeza de la plenitud salvífica. El salmo 110 anuncia la figura del sacerdote supremo que será agradable a Dios para siempre. “Jesús, por su muerte y resurrección, ha levantado un nuevo templo, no material sino espiritual, que permite a los creyentes entrar realmente en relación con Dios”.[4]

Así pues, hermanos, la muerte de Jesús nos ha dejado vía libre hacia el santuario, abriéndonos un camino nuevo y viviente a través del velo, es decir, de su propia humanidad.                                                                                   Hebreos 10.19-20

Para este documento cristiano, la resurrección de Jesús es la premisa básica sobre la cual se construye todo el edificio de la nueva economía salvífica. La historia completa de la salvación se consolida mediante la presencia efectiva del supremo sacerdote que, habiendo superado todas las pruebas y obstáculos, incluyendo la misma muerte, es capaz de ofrecer y transferir a sus seguidores/as la máxima consecuencia de su esfuerzo, la vida eterna, “un camino nuevo y viviente”, y una nueva humanidad, marcada por la realidad de un sacerdocio, amplio y universal, que abarca y dignifica a cada ser humano que se compromete con el Reino de Dios. La Pascua de Jesucristo, proclamada por las mujeres discípulas de Jesús y corroborada, más tarde, por todas las apariciones y manifestaciones del Resucitado, funda en el corazón del mundo una realidad nueva de vida y superación de todas las trabas que pretenden cerrar el acceso al Dios eterno que comparte su plenitud. La resurrección es una forma de insurrección contra la pretendida dictadura de la muerte en todas sus manifestaciones, pues Jesús dirige y personifica la insurrección contra la muerte, el pecado y la injusticia, saliendo airoso en ese conflicto.

Los evangelios de Pascua “están de su parte” [de las mujeres]. Se lo dicen, nos lo dicen a todos, esas mujeres que irrumpen de nuevo en nuestros cenáculos anunciando: “¡Hemos visto al Señor!”. De ellas recibimos la buena noticia: el Viviente sale siempre al encuentro de los que le buscan, los inunda con su alegría, los en- vía a consolar a su pueblo, los invita a una nueva relación de hermanos y de hijos. Él va siempre delante de nosotros, palabra de mujeres. (Dolores Aleixandre)

Esta “nueva conciencia de la vida” desde el corazón de su negación,. Tal como sucedió con la persona de Jesús de Nazaret, debe movilizarnos para seguir en un sendero de paz, compromiso y militancia en los valores que Él vino a vivir e instaurar.

SONETO DE IN/RE/SURRECCIÓN

In memoriam Juvenal Ruiz Mota, quien ya pertenece a la iglesia triunfante

Hoy la vida aterriza a ras de suelo
e irradia su impacto bienhechor:
de las sombras emerge el Bienamado,
ya renace con todo su fulgor.

Es la Vida en persona la que viene
a embriagar nuestro pecho de fervor:
resucita el profeta galileo,
el mañana se muestra sin rubor.

El sepulcro amanece derrotado
y la muerte abandona su vigor.

La victoria proclama su llegada,
toma el cuerpo de nuestro redentor

y lo entrega dichoso, como prenda
del futuro rotundo, arrollador.

PARÁBOLA DE LA RESURRECCIÓN

A la llorada memoria de mi tío, Livio Pérez Garay, guía y maestro

Se ha apurado la sangre inútilmente desde el vacío cáliz de la carne,
se  han  sorteado  en  vano  las  entrañas  del  hombre,
como  vampiro  inmenso  el  cielo  abre  sus  alas,
la  tierra  se  desdobla  en  dos  maderos  anchos.

Ya  ha  consumido  el  sol  su  propio  fuego,
como  un  licor  para  embriagar  al  mundo,
y  en  el  opaco  alero  de  su  sombra
sólo  el  lampo  del  hombre.

Como  un  turbión  de  nubes  se  despeña,
la  figura  de  Dios  sobre  el  abismo,
mientras  su  luz  rebota  desde  el  fondo
como  espuma  hasta  el  hombre.

Y  se  ha  rasgado  en  dos  el  velo  de  la  muerte  en  la  hora  novena,
y  se  ha  borrado  el  límite  del  tiempo
mientras  la  cruz  vacía  se  yergue  sobre  el  mundo
el  hombre  se  reencarna  en  la  madera,  y  fosforece.



[1] Myles M. Bourke, “Carta a los hebreos”, en R. Brown et al., eds., Nuevo comentario bíblico San Jerónimo. Estella, Verbo Divino, 2004, p. 505.
[2] Ibid., p. 519.
[3] Ídem.
[4] A. Vanhoye, El mensaje de la carta a los hebreos. Estella, Verbo Divino, 1994, p. 

viernes, 18 de abril de 2014

Un sacerdote sacrificado por el nuevo pacto, L. Cervantes-O.

18 de abril, 2014

Salvación y espiritualidad no sacrificial

Se da por hecho que la sangre de machos cabríos y de toros, así como las cenizas de una ternera, tienen poder para restaurar la pureza externa cuando se esparcen sobre quienes son considerados ritualmente impuros.
Hebreos 9.13, La Palabra (Hispanoamérica)

En su labor terrenal, Jesús no pretendió nunca asumir tareas sacerdotales, pues su trabajo se alineó más bien en el terreno profético al proclamar, no sin conflicto, la acción de Dios en la historia. Profetas y sacerdotes no siempre se llevaron bien, pues muchas veces el legalismo fue el dilema que enfrentaron los segundos. Los profetas se rebelaron contra el formalismo y reclamaron un compromiso serio en la vida social y política. Los evangelios muestran a Jesús en abierta campaña contra la concepción ritual de la religión y específicamente contra la práctica de los sacrificios. “De esta forma se enfrenta con el sistema de las separaciones rituales, cuya cima, […] está constituida por la ofrenda del ‘sacrificio’, y escoge la orientación contraria, la que intenta honrar a Dios propagando la misericordia que procede de él” [Mt 9.13 sigue a Os 6.6].[1] Todo el ministerio de Jesús fue en sentido opuesto al sacerdocio antiguo y murió de una manera radicalmente diferente al ritual judío, pues “no tuvo lugar en el templo ni tuvo nada que ver con una ceremonia litúrgica. Fue todo lo contrario: la ejecución de un condenado. Entre la ejecución de un condenado y el cumplimiento de un sacrificio ritual. los israelitas —y por consiguiente los primeros cristianos— percibían un contraste total”.[2] Si los ritos sacrificiales eran actos solemnes, de glorificación y santificación, la muerte de Jesús fue un episodio secular, mundano, burdamente consensuado por las fuerzas políticas y religiosas que puso en entredicho el aparato legal de la época. La ley mosaica era muy clara al respecto:

La muerte sufrida por un condenado, por el contrario, se veía no solamente como el peor de los castigos, sino también como una “execración”, como lo contrario de una “consagración”, Apartado del pueblo de Dios (cf. Núm 15.30), el condenado era una persona maldita y fuente de maldición (Dt 21.23; Gál 3.13). En el caso de Jesús, la condenación era evidentemente injusta y el acontecimiento recibía, desde su interior, un significado totalmente distinto; pero no por ello se convertía en un acto ritual ni constituía por tanto un “sacrificio” en el sentido antiguo de la palabra. Se trataba más bien, por parte de Jesús, de un acto de “misericordia” llevado hasta el extremo; […] Este acto de misericordia correspondía a los deseos de Dios, que quería “la misericordia y no el sacrificio” (Mt 9,13; cf. Mc 12,33). Lejos de reducir la distancia entre Jesús y el sacerdocio antiguo, el acontecimiento que tuvo lugar en el Calvario la aumentó todavía más.[3]

De modo que la carta a los Hebreos iría, aparentemente, en sentido contrario a esta nueva dinámica de comprensión de la salvación y de la espiritualidad no sacrificial: “…no hay nada aparentemente, ni en la persona de Jesús, ni en su ministerio, ni siquiera en su muerte, que corresponda a la imagen que entonces tenían de lo que era el sacerdocio”. Por lo que el esfuerzo teológico y doctrinal por presentar a Jesús como sacerdote sacrificado replanteaba profundamente todo lo que el judaísmo había conocido y proponía otra realidad que suponía nuevas interrogantes:

¿Era acaso una religión sin sacerdocio la que esta fe introducía? ¿Formaban los cristianos una comunidad que prescindía del sacerdote? ¿Era admisible una situación semejante? No podía bastar una respuesta evasiva, ya que estas cuestiones ponían en juego una pretensión fundamental de la fe cristiana. Esta proclamaba y sigue proclamando que Cristo cumplió las Escrituras, que realizó con toda perfección los designios de Dios anunciados en el Antiguo Testamento. Pero ¿cómo sostener esta afirmación si el misterio de Cristo quedaba completamente desprovisto de la dimensión sacerdotal. que ocupa un lugar tan amplio en el Antiguo Testamento?[4]

Nuevo sacrificio, nuevo sacerdocio, nueva ley

¡Pues cuánto más eficaz será la sangre de Cristo que, bajo la acción del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como víctima sin mancha! ¡Cuánto más será capaz de limpiar nuestra conciencia de las acciones que causan la muerte para que podamos dar culto al Dios viviente!                                                                                Hebreos 9.14

Las antiguas realidades cultuales destinadas para el sacrificio, descritas en el cap. 9 con cierta minuciosidad (vv. 1-5), y en relación con la labor sacerdotal misma (vv. 6-7), comenzaban a ceder su lugar a las nuevas formas y así lo establece el texto: “Con esto quiere dar a entender el Espíritu Santo que, mientras ha estado en pie la primera Tienda de la presencia, el camino del verdadero santuario ha permanecido cerrado” (v. 8). La interpretación de los sucesos coloca las cosas en otro nivel de comprensión: “Todo lo cual tiene un alcance simbólico referido a nuestro tiempo. En efecto, las ofrendas y sacrificios presentados allí eran incapaces de perfeccionar interiormente a quien los presentaba” (v. 9). Los elementos externos mostraban ahora su invalidez e incompletud: “Eran simplemente alimentos, bebidas o ritos purificatorios diversos; observancias todas ellas exteriores, válidas únicamente hasta el momento en que se instaurara el nuevo orden de cosas” (vv. 8-10). La lectura cristológica y neo-sacrificial de los acontecimientos y rituales colocó la muerte de Jesús en un plano de entendimiento de la salvación que no se había desarrollado con anterioridad y ahora, ya como Mesías glorificado, su trabajo redentor es explicitado categóricamente: “Pero Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Y siendo el suyo un santuario mayor y más valioso, no fabricado por manos humanas y por tanto no perteneciente al mundo creado, entró una vez por todas en “el lugar santísimo”, no con sangre de machos cabríos o de toros, sino con la suya propia, rescatándonos así para siempre” (vv. 11-12).
La superioridad del sacrificio sacerdotal de Jesucristo rebasa ampliamente todo lo que se había conocido antes y la comparación de los dos sacrificios no deja margen para la duda: lo que él ha hecho establece una nueva dimensión en la relación con Dios, que garantiza de una vez por todas el acceso a su presencia, ya con un velo roto, el cual es apenas aludido gracias al impacto simbólico que tuvo en la conciencia y en la fe de las nuevas comunidades. Al entrar de una vez por todas en el verdadero “lugar santísimo”, los cielos, la salvación que ha obtenido hace que palidezca totalmente todo lo antiguo que buscaba el mismo fin (9.24). De ahí brota el grito de celebración del v. 14, pues contrasta la eficacia de los sacrificios antiguos de animales con el de Jesús, quien al entregar toda su persona, ha obtenido, de una vez y para siempre, los beneficios de la salvación.

Sacerdocio supremo, nueva alianza

Precisamente por eso, Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte ha obtenido el perdón de los pecados cometidos durante la antigua alianza, haciendo posible que los elegidos reciban la herencia eterna prometida.
Hebreos 9.15

Estamos pues, ante una alianza nueva, radicalmente nueva, mediada por un nuevo y superior sacerdocio, cuya figura y efectividad es rescatada gracias a la labor salvífica de Jesucristo y a su disposición para asumir todos los riesgos que eso conllevaba. Si el objetivo central del pacto y el sacrificio era “perfeccionar interiormente a quien los presentaba” (9.9), es decir, transformar la conciencia creyente, eso no podría lograrse con sacrificios de animales: lo que el ser humano “necesita para poder entrar en relación con Dios es una transformación profunda de su ser, que lo haga perfecto en su conciencia. Y en este nivel eran completamente ineficaces los ritos antiguos”.[5] “Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados” (10.4). La perfección del trabajo redentor de Jesús es clara. “La forma con que nuestro autor habla de ‘la tienda mayor y más perfecta’ corresponde muy de cerca a lo que nos sugieren los evangelios: Jesús, por su muerte y resurrección, ha levantado un nuevo templo, no material sino espiritual, que permite a los creyentes entrar realmente en relación con Dios”.[6]
La sangre animal que ratificaba la alianza ahora es sustituida por la del supremo sacerdote. El rociamiento que hacía Moisés ahora quedaba relativizado por lo realizado en la cruz de Jesús, como el sacrificio voluntario, absoluto y definitivo, irrepetible: “Y tampoco tuvo que ofrecerse muchas veces, como tiene que hacerlo el sumo sacerdote judío que año tras año entra en ‘el lugar santísimo’ con una sangre que no es la suya” (v. 25). Cristo “se ofreció a sí mismo a Dios” (9.14), con lo que se consumaba la entrega total esperada por Dios mismo, pues preanuncia la entrega, también sacrificial, pero en el nuevo sentido, de todos/as los participantes en el nuevo pacto, el que está graba do ya no en tablas de piedra sino en el corazón de cada uno de ellos/as. La supremacía de ese acto acontecido en un día que recordamos hoy es completa. “…le ha bastado con manifestarse una sola vez ahora, en el momento culminante de la historia, destruyendo el pecado con el sacrificio de sí mismo” (v. 26b). En el centro mismo de la historia, Cristo fue capaz de destruir el pecado en todas sus manifestaciones al experimentar el corazón mismo del sufrimiento y la tragedia humana. Y la promesa que está delante es un signo más de la aprobación que obtuvo para sí mismo  y para quienes vendrían tras él: “Después se mostrará por segunda vez, pero ya no en relación con el pecado, sino para salvar a quienes han puesto su esperanza en él” (v. 28b).

Se pasa de un culto ritual, exterior, separado de la vida, a una ofrenda personal, total, que se realiza en los sucesos dramáticos de la misma existencia. Necesaria en el caso de los sacerdotes judíos, la distinci6n entre el sacerdote y la víctima queda abolida en la ofrenda de Cristo. Cristo ha sido al mismo tiempo el sacerdote y la víctima, ya que se ofreció a sí mismo. […]
Esa muerte realizó definitivamente lo que el culto de la primera alianza no podía más que esbozar. Colmó la distancia que separaba al hombre de Dios. transportando la humanidad de Cristo al nivel celestial e introduciéndola para siempre en la intimidad de Dios (9.24-28).[7]

Ahora, toda la perfección obtenida por Jesucristo será comunicada a su pueblo. En eso proceso nos encontramos y avanzamos. “El viernes santo es el resultado de la colisión entre la pasión de Jesús y el sistema de dominación de su tiempo”.[8] “El imperio romano se pone en ridículo lo mismo que Pilatos como gobernador del gran Kyrios (Señor) de Roma. Este aspecto tiene toda la vida política a la luz del Reino de Dios que se acerca: todo está a punto de derrumbarse, todo aparece vencido y confundido de antemano. Esto es un lado de la cuestión: Este mundo al cual ha venido Cristo es iluminado por Él poniéndose así de manifiesto toda su fragilidad” (Karl Barth).




[1] A. Vanhoye, El mensaje de la carta a los hebreos. Estella, Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 19), p. 15.
[2] Ídem.
[3] Ibid., pp. 15-16. Énfasis agregado.
[4] Ibid., p. 16.
[5] Ibid., p. 49.
[6] Ibid., p. 50.
[7] Ibid., p. 51.
[8] M.J. Borg y J.D. Crossan, La última semana de Jesús. El relato día a día de la semana final de Jesús en Jerusalén. Madrid, PPC, 2007, p. 198.

jueves, 17 de abril de 2014

Un sacerdote con eficacia absoluta, L. Cervantes-O.

17 de abril, 2014

Porque un sacerdocio distinto lleva necesariamente consigo una ley distinta.
Hebreos 7.12, 24-25,  28, La Palabra (Hispanoamérica)

La redacción de la carta a los Hebreos tuvo propósitos muy específicos: que la comunidad de Roma abandonase toda forma de adherencia al judaísmo, además de intentar impedir una judaización levítica del culto y de la doctrina de la comunidad cristiana.[1] Al describir tales intenciones, Pablo Richard las ubica históricamente en su contexto y señala cómo su autor buscó “detener los posibles efectos negativos de la caída de Jerusalén sobre los judeo-cristianos de Roma” e “impedir una rejudaización del culto cristiano”. El documento cumplió sus objetivos, por lo menos en el siglo II, aunque posteriormente fue “paradójico que en el siglo IV, justamente cuando se reconoce la autenticidad de la carta a los Hebreos, ésta se deja de lado y la cristiandad sufre una profunda rejudaización teocrática de sus estructuras ministerial y cúltica”.[2] Lamentablemente, se implantó “una concepción judía davídico-salomónica del templo cristiano” y se impuso una sacerdotalización negativa, totalmente contraria a toda la tradición cristiana de los dos primeros siglos.
Como parte de este proyecto doctrinal, resulta admirable, sumamente creativa y muy provocadora la forma en que la carta a los Hebreos construye y presenta la imagen de Jesús como sacerdote absoluto. “El sacerdocio de Cristo es muy distinto del sacerdocio antiguo y cómo éste se encuentra ya totalmente superado”.[3] En 7.11-28, presenta un análisis muy detallado del Salmo 110, en el que demuestra que Jesucristo “es sacerdote de una manera muy distinta de Aarón”, pues se encuentra en la línea de Melquisedec, el antiguo y enigmático personaje que recibió las ofrendas de manos del patriarca Abraham, fundador de la nación hebrea. El autor se remonta hasta Gn 14.18-20, aunque no comenta ese texto. “Su proceder consiste en poner en relación entre sí, sin decirlo inmediatamente, a) el antiguo episodio, b) el oráculo del salmo y c) la posición actual de Cristo glorificado”.[4] Si “el papel del sumo sacerdote no consiste simplemente en tomar parte de la miseria humana: consiste sobre todo en transformar esa situación por medio de una ofrenda de sacrificio”,[5] este nuevo sacerdote ofreció, a diferencia de Aarón, “ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte” (5.7), puesto que había asumido toda la experiencia humana en plenitud.

…mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. […] Hebreos 7.24-25

Así, en primer lugar descubre que Gn 14 ofrece “una descripción de Melquisedec que lo asemeja de antemano a Cristo glorificado”. Porque, en efecto, este texto presenta a Melquisedec como sacerdote sin mencionar sus orígenes de clan, un hecho sumamente extraño porque en el Antiguo Testamento la familia tenía una enorme importancia para el sacerdocio (cf. Esd 2.62). Gn 14 tampoco habla del nacimiento ni de la muerte de Melquisedec, colocándolo con ello fuera del tiempo. “Evoca entonces la figura de un sacerdote que participaría de la eternidad divina y sería sacerdote para siempre: en resumen, un sacerdote que sería al mismo tiempo el Hijo de Dios (7.1-3)”.[6] Sobre esos rasgos volverá varias veces la argumentación (vv. 5, 6, 13-14, 16a; vv. 8, 16b-17, 23, 25, 28). Además, Melquisedec fue superior a Abraham y, con ello, a los sacerdotes judíos que fueron sus descendientes. “Con este análisis de Gn 14, el autor ha minado la convicción tradicional de los judíos que atribuían al sacerdocio levítico el más alto valor. En efecto. ha demostrado que, incluso antes de hablar del nacimiento de Leví, la Biblia había esbozado ya la figura de un sacerdote distinto y superior”.
A partir del salmo 110.4, se fortalece la ofensiva contra las instituciones antiguas (sacerdocio judío y ley de Moisés). Los vv. 11-28 presentan varias dificultades, sin embargo, el argumento de fondo es sencillo: “el autor observa que, al proclamar de forma profética el sacerdocio perpetuo de un sacerdote distinto —que tomaría evidentemente el lugar de los sacerdotes levíticos—, el oráculo del salmo manifiesta el carácter provisional e imperfecto del sacerdocio antiguo”.[7] Éste último era la base de todo el edificio de las instituciones antiguas (7. 12). “Por una parte, queda abrogada la ordenación precedente por razón de su ineficacia... y por otra queda introducida una esperanza mejor”, la que ofrece un sacerdocio plenamente válido (7.18-19).

La ley de Moisés, en efecto, constituye sumos sacerdotes a personas frágiles, mientras que la palabra de Dios, confirmada con juramento y posterior a la ley, constituye al Hijo sacerdote perfecto para siempre. Hebreos 7.28

El texto estudia entonces el valor de la consagración sacerdotal en el Antiguo Testamento. “En la traducción griega del Antiguo Testamento los ritos prescritos para conferir el sacerdocio no se llamaban ‘consagración sacerdotal’ ni ‘ordenación’ sino ‘perfeccionamiento’ (teléiosis), que quería decir “acción que hace perfecto” o “acción que da la perfección”. El autor manifiesta claramente que esta palabra está muy bien escogida, puesto que una verdadera consagración sacerdotal tiene que transformar profundamente a quien la recibe. Eso permite que “en él ya no pueda disgustar nada a Dios. Es lo que exige su papel de mediador. Por tanto, la consagración sacerdotal tiene que dar la perfección. De ahí depende la posición del sacerdote ante Dios y su capacidad de intervención en favor del pueblo”.[8] Al proclamar implícitamente la destitución completa del sacerdocio antiguo, el salmo permite concluir que en el Antiguo Testamento la consagración sacerdotal ni siquiera merecía ese nombre. No era efectivamente una “acción que otorgara la perfección”, ya que no le aseguraba al sacerdote una buena relación con Dios. De haber sido así, Dios no habría tenido ninguna razón para generar un nuevo modelo de sacerdocio (7.11), De hecho, Dios ha “suscitado” (esa misma palabra significa en griego “resucitar”) a un sacerdote totalmente distinto, ajeno a la tribu de Leví, parte de la tribu no sacerdotal de Judá (7.13-14) y que no recibió el sacerdocio por sucesión familiar sino gracias a la transformación glorificadora de su resurrección (7.16). Todo esto es verdaderamente revolucionario, tal como se anuncia en el v. 12 al referirse al cambio de ley por el surgimiento de un nuevo sacerdocio.
Finalmente, este sacerdocio superior y eficaz es también eterno, a perpetuidad. La fragilidad de que habla el v. 28 en términos de la mortalidad e imperfección de los sacerdotes judíos (7.20-22), además de sus ceremonias ahora vistas como inútiles confirma lo expresado por el salmo en cuestión sobre su ineficacia. El salmo anuncia la figura de un sacerdote siempre agradable a Dios. “En él se realiza lo que la Biblia esbozaba al hablar de Melquisedec: un sacerdote que es el Hijo de Dios y que tiene entonces con Dios la relación más íntima que se puede imaginar. Su consagración no fue ineficaz: fue realmente una ‘acción que hace perfecto’”: “santo, sin mancha, apartado de los pecados y hecho más sublime que los cielos” (7.26).


[1] P. Richard, “Los orígenes del cristianismo en Roma”, en RIBLA, núm. 29, www.claiweb.org/ribla/ribla29/los%20origines%20del%20cristianismo%20en%20Roma.html.
[2] Ídem.
[3] A. Vanhoye, El mensaje de la carta a los hebreos. Estella, Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 19), p. 46.
[4] Ídem.
[5] Ibid., p. 43.
[6] Ídem.
[7] Ídem.
[8] Ídem.

Barrabás (1962), de Richard Fleischer

Barrabás (Pär Lagerkvist) y la oscuridad de la cruz

‘Barrabás’ (Pär Lagerkvist) y la oscuridad de la cruz

Como la novela, la película habla mucho de la oscuridad. Se refiere sobre todo al milagro de la cruz.
27 DE MARZO DE 2013






www.protestantedigital.com/ES/Blogs/articulo/3886/Barrabas-pr-lagerkvist-y-la-oscuridad-de-la-cruz







Vivimos en un mundo que no cree en milagros. Hemos puesto a Dios fuera de los límites del universo y entronizado a la razón en su lugar. Por lo que sin lo sobrenatural, el cristianismo no tiene sentido. Es sólo otra filosofía de vida.


Muchos olvidan que hasta en la cruz, cuatro milagros nos muestran quién es el Crucificado. El personaje de “Barrabás” está intrigado por la primera de estas señales, en la interesante novela del Premio Nobel de Literatura sueco de 1951, Pär Lagerkvist que Richard Fleischer llevó al cine en 1961 con Anthony Quinn.

Para aquellos que no somos muy aficionados al cine bíblico –poco fiel a la Escritura y no muy buen cine, en general–, el atractivo de Barrabás  es que empieza donde las películas sobre Jesús acaban: con su muerte y su resurrección. Se parece más, de hecho, a una de romanos –lo que ahora llamaríamos un  péplum –. Es una película oscura, violenta y algo deprimente, que no se parece al cine religioso al que Hollywood nos tiene acostumbrados. Lo que me llevó a leer el libro de este escritor luterano, esta Semana Santa.

La novela apareció en Buenos Aires, publicada por Emecé en los años cincuenta. A raíz de la película, se edita en Barcelona en los sesenta. Yo la conocí en una edición de bolsillo que publicó Alianza Editorial en los setenta, pero no la he leído hasta ahora, que la acaba de reeditar Ediciones Encuentro. Es en realidad un relato breve de poco más de cien páginas. Narra el periplo existencial del bandido indultado por Pilato, que nos lleva de Palestina a la Roma imperial con una prosa fluida y ligera, llena de diálogos y ágiles escenas.

El libro fue considerado una obra maestra, poco después de su publicación, por alguien tan poco sospechoso de clericalismo como el Nobel André Gide. Su acercamiento al Evangelio es típicamente protestante, como demuestra la imagen de María junto a la cruz, como “una campesina ruda y tosca, incapaz de expresar dolor”, al “reprocharle haberse prestado para hacerse crucificar” –puesto que “no podía aprobar su conducta”, según Marcos  3:31-35– y la insistencia en la muerte de Jesús, en lugar de Barrabás –el énfasis en la sustitución como base de la justificación–. Aunque el tono es de tal incredulidad, que el final resulta algo ambiguo.

TENEBROSA SOLEDAD
Ese individualismo se ve también en la profunda soledad de Barrabás. Algunos lo ven, por lo tanto, como una desgarradora metáfora de la soledad. Soledad ante la vida, el destino, la trascendencia, los demás y hasta uno mismo. Una soledad absoluta y aterradora, que te sumerge en una creciente angustia, que acaba volviéndose irrespirable ante la crueldad humana y el aparente silencio de Dios.

La novela fue por eso llevada tenebrosamente al cine por ese maestro del claroscuro criminal que es Richard Fleischer. Hijo del creador del popular personaje animado de los años veinte,  Betty Boop , el director de  Barrabás  se dedicó a la serie B en los años cuarenta, para la RKO. Su carrera da entonces un giro con su particular versión de la novela de Julio Verne,  20.000 leguas de viaje submarino,  para Disney en 1954, que le lleva a hacer  Los vikingos  con Kirk Douglas, antes de volver al  thriller. 

 Barrabás  es una película al servicio de Anthony Quinn, una producción italiana de Dino de Laurenttis, que contó con actores como Vittorio Gassman y Silvana Mangano, pero también grandes secundarios como Arthur Kennedy, Ernest Borgnine o Jack Palance. El film tiene escenas espectaculares, como el derrumbamiento de las minas de azufre en Sicilia y las luchas de los gladiadores en Roma, que no están en la novela. Aunque Losilla la considera “una epopeya vista a través de los ojos de una sola persona”, en su estudio sobre  Richard Fleischer, entre el cielo y el infierno,  para la Filmoteca de la Generalitat valenciana.

ESA PATENTE OSCURIDAD
Como la novela, la película habla mucho de la oscuridad. Se refiere sobre todo al milagro de la cruz, que se filmó, curiosamente, captando el eclipse total de sol que hubo el 15 de febrero de 1961.Dice  Lucas  23:44 que “el sol se oscureció”, cuando Jesús fue crucificado. Lagerkvist pone a Barrabás como testigo. Es algo asombroso, porque las tinieblas fueron en pleno mediodía ( Marcos  15:33). Originalmente, no fue un eclipse, porque el evangelio dice que duró nada menos que tres horas. Es, además, el tiempo de Pascua –una fiesta que se celebra con luna llena–, por lo que un eclipse por la aparición de la luna de día es totalmente imposible.

Otros han hablado por eso de un viento siroco que nublara el cielo, pero la referencia es a una señal sobrenatural. Jesús lleva ya tres horas colgado de la cruz. El historiador judío Flavio Josefo –que era consejero del emperador romano Tito durante el sitio de Jerusalén–, la describe como “la muerte más horrible”. Es el momento en que Cristo siente la ausencia del Padre y clama: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?” ( Marcos 15:34).

Hay algo estremecedor en la oscuridad. Somos criaturas de la luz. Justo después de formar los cielos y la tierra, el primer acto creativo de Dios –según  Génesis  1:3– fue hacer la luz. Hemos sido hechos para vivir en luz. ¡Quién no ha tenido, de niño, miedo a la oscuridad! La luz nos da seguridad. Aunque la oscuridad de la cruz es mucho más profunda que la ausencia física de luz, Jesús tenía miedo. En Getsemaní, “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera” ( Mateo  26:36-37). “Estando en agonía, era su sudor como gotas de sangre que caían hasta la tierra” ( Lucas  22:44).

 
EL TERROR DE LA CRUZ
La oscuridad a mediodía es un símbolo del terror de la cruz. Ante ella, “ofrecía ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” ( Hebreos  5:7). No es algo inesperado e imprevisto, pero pide no pasar por ello. La oscuridad nos habla de las tinieblas que tuvo que atravesar el Salvador, el más negro túnel que podamos imaginar. Y el milagro es que lo hizo por nosotros.

Eso significa que no hay nada en nuestra vida, por terrible que sea, que Cristo no pueda decir: “Yo he pasado por ello”. Ya que “no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” ( Hebreos  4:14). “El Hombre era inocente” –dice Barrabás–, sin embargo, lo habían crucificado, en nuestro lugar”.

¿Qué significa eso para nosotros? Que “debemos reconocer que los culpables somos nosotros”, dice Lagerkvist. La oscuridad es por eso también símbolo del rechazo. Jesús es reconocido culpable por Dios, en lugar nuestro. La cruz es una maldición. La Luz del mundo, está en oscuridad. Aquel que hizo la luz, está en tinieblas. El sol se niega a brillar, como si se avergonzara de Él. La ciudad de Jerusalén lo rechaza y con ella toda la tierra. Como segundo Adán es expulsado, rechazado totalmente y no puede recibir ni el consuelo de un rayo de luz. Dios mismo aparta su mirada de Él.

La oscuridad es símbolo de la ira de Dios. El Juez perfecto no puede dejar de pasar por alto nuestro mal. Dios echa así su ira sobre si mismo, en la persona de su Hijo. La cruz se convierte en el lugar de expiación. Él es la propiciación por nuestros pecados (1  Juan  2:2). Dios está juzgando la maldad en el Calvario. Es la manifestación de su justicia. Es por nuestro mal, que “el Señor quiso quebrantarlo, sujetándolo a padecimiento” ( Isaías 53:10). El madero se convierte así en el altar en que el Padre sacrifica a su propio Hijo, satisfaciendo su justicia y dándonos redención. Su rechazo es para que si Él fue abandonado, nosotros no los seamos nunca más.

 
EL MILAGRO DEL CALVARIO 
Gracias a la cruz, nada nos podrá separar del amor de Dios. Ese es el conflicto al que Barrabás se enfrenta, cuando se resiste una y otra vez a aceptar su Gracia. No puede aceptar deber su vida a otros. Nadie quiere vivir una vida prestada, pero si vivimos es gracias a Cristo Jesús. Nosotros heredamos la oscuridad del pecado. Estamos destinados a las tinieblas del infierno, pero Cristo ha iluminado nuestros corazones con su Luz.

La novela de Lagerkvist nos demuestra que aunque “naces y mueres solo” –como dice Erich Fromm–, no nos basta “compartir un paréntesis, para olvidar una soledad tan grande”. Si Jesús ha bajado a este mundo para sufrir, sangrar y llorar por ti, ¿piensas que es para dejarte ahora solo? No, el triunfo de la vida por su resurrección nos asegura que Cristo no nos da una vida que no sea eterna. Es “vida en abundancia”, no sólo en duración, sino en compañía. Dios ya nunca nos abandonará.

Su partida de este mundo no es por lo tanto un divorcio. Nos ha enviado a su Espíritu, para que conozcamos la luz en medio de la oscuridad. Es Él quien nos hace creer en lo que estas señales anuncian. Sin su testimonio, estaríamos en las más terribles sombras. Él nos fortalece para que, al llegar la muerte, como a Barrabás, podemos decir en medio de las tinieblas: “A ti encomiendo mi espíritu”. Es así como aquellos primeros cristianos se podían entregar a la muerte con “palabras de consuelo y de esperanza”
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Un sacerdote más allá de la tradición antigua, George Reyes V.

15 de abril de 2014

1.      La problemática socio-religiosa y cristológica que deja ver el documento en los primeros lectores.

2.      Contexto literario:

 2.1.Forma parte de la sección doctrinal cristológica (1:5-10:1-18).
2.2.La superioridad de Cristo respecto a los ángeles (1:5-2:1-18).

3.      El  texto (3:1-6):

El imperativo: Percatarse que Cristo es superior a Moisés por lo cual hay que fiar de su sacerdocio redentor.

3.1. Las razones:

3.2.Cristo ha recibido mayor honor que Moisés quien fue también fiel a la obra que le fue encomendada. (Su liderazgo en la liberación del pueblo).
3.3.Moisés fue fiel como siervo, pero Cristo es fiel como Hijo al frente de la casa de Dios.

3.2. El respaldo y amonestación (3:7-11 [12-15])


4.      Relevancia del imperativo del texto (Contextualización).

Un sacerdote completamente humano, Lemuel Reyes Santos

14 de abril de 2014

domingo, 13 de abril de 2014

Un sacerdote superior a los ángeles, L. Cervantes-O.

13 de abril, 2014

Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora, llegada la etapa final, nos ha hablado por medio del Hijo a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien creó también el universo.
Hebreos 1.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)

El documento cristiano conocido como carta a los Hebreos, dedicado a presentar, exaltar y consolidar el sacrificio absoluto de Jesús, y que superaría completamente lo conocido hasta entonces en la religión judía, inicia con una sólida presentación del Mesías, tal como fue creído y enseñado por las comunidades del primer siglo. Considerada durante mucho tiempo como fruto de la pluma de san Pablo, quizá uno de los criterios definitivos para descartar tal autoría sea el hecho de que el apóstol de los gentiles difícilmente hubiera usado el calificativo de “sacerdote” para Jesús. Salta a la vista que el autor (posiblemente Apolo, Hch 18.24) era de formación helenística por el constante uso que hace de la “de la contraposición entre las esferas celestial y terrena de la realidad, contraposición según la cual la segunda de dichas esferas se entiende como mera sombra de la primera”.[1]
Los primeros cuatro versículos de Heb 1 sintetizan al máximo la evolución de la revelación divina que, habiéndose realizado persistente, aunque fragmentariamente, en la historia y mediante diversos métodos, en la “etapa final” se ha realizado en la persona, acción, discurso y misión de Jesús, “el Hijo”, razón de ser de todo el universo y que, como se subraya en toda la sección, es superior a los ángeles. “Cristo es la última palabra de Dios al mundo; la revelación en él es completa, definitiva y homogénea” (Moffatt). El nivel cristológico en que se colocan estas palabras iniciales es muy alto, pues la afirmación del Hijo como “heredero de todas las cosas” se sitúa, no como “un acontecimiento al margen del tiempo, previo a la encarnación”, pues “tuvo lugar cuando entró en la gloria después de su pasión (cf. Rom 8.17)”.[2] Todo ello sucedió después de las humillaciones de que fue objeto, lo cual concuerda totalmente con la reivindicación de Dios para aquél a quien envió a realizar plenamente la obra de salvación. El Hijo es situado en un papel cósmico extraordinario relacionado con la creación entera, con lo que el autor lo asimila a la Sabiduría personificada del Antiguo Testamento (Pr 8).
El v. 3 relaciona íntimamente el “carácter” (o la sustancia) del Hijo con la imagen (icono) de Dios: “reflejo resplandeciente de la gloria del Padre e imagen perfecta de su ser” y lo vincula al sostenimiento continuo de la vida por el poder de su palabra. El versículo no deja pasar la oportunidad para definir su obra salvífica en términos de una “purificación del pecado” (lenguaje ritual, sacerdotal) para, así, establecer desde el principio todo lo que ganó Jesús con su esfuerzo redentor: “se sentó junto al trono de Dios en las alturas”. “La atención pasa, de ocuparse del papel cosmológico del Hijo preexistente, a centrarse en la obra redentora del Jesús glorificado”.[3] Semejante afirmación introduce el tema central (leitmotif) de todo el documento. La entronización de Jesús (1.13) aparece como un cumplimiento puntual del Salmo 110.1 y tal glorificación se conecta directamente con la resurrección.
Su superioridad sobre los ángeles (v. 4) procede de haber obtenido en herencia un título más excelente: “En su exaltación, Jesús ha ‘heredado un nombre más excelente que ellos’. En la mentalidad semítica, el nombre designaba lo que una persona era, y la recepción de un nombre nuevo indicaba un cambio en la persona que lo recibía. En este caso, el nombre es ‘Hijo’”.[4] La razón para introducir el tema de la superioridad de Jesús respecto de los ángeles tiene que ver con el propósito del sermón: “los destinatarios corren el peligro de abandonar la palabra de Dios pronunciada a través de su Hijo [2.1-4]. Las consecuencias de ello serían terribles, mucho peores que el castigo recibido por aquellos hebreos que desobedecieron la palabra pronunciada por medio de ángeles (2.2), la ley mosaica, porque el Hijo es superior a los mediadores angélicos de la ley (Hch 7.53 y Gál 3.19)”.[5]
Pero lo más importante que desea subrayar el autor es la supremacía de Jesucristo sobre todos los elementos de la religión sacerdotal antigua mediante una serie de oposiciones, en las que los ángeles aparecen como representantes y mediadores celestiales de la obra de Dios en el mundo:

…la principal contraposición que Heb establece entre la alianza antigua y la nueva es que ésta tiene un sacerdocio nuevo y superior, cuyo santuario no está en la tierra, sino en el cielo (8,l-2). El sacerdocio de la antigua alianza con el cual se contrasta el del nuevo es el sacerdocio levítico; pero el autor tal vez tuviera también en cuenta la concepción judía según la cual los sacerdotes que atendían el santuario celestial eran ángeles […]. Al poner de relieve la superioridad de Jesús respecto a los ángeles, posiblemente el autor tenga en mente la inquietud fundamental de Heb, el sacerdocio celestial de Jesús, y desee decir que el sacerdote que desempeña esa función en el santuario celestial es Jesús.[6]

Este plano de comprensión de la figura cósmica y salvadora de Jesús ha de contrastarse con aquel momento sin par en que llegó a Jerusalén, por voluntad propia, para entregar su persona por amor a la humanidad. Situarse en ambos niveles, el celestial y el terrenal para entender tal propósito y tomar partido por él es la intención de toda la carta a los Hebreos.



[1] Myles M. Bourke, “Carta a los Hebreos”, en R. Brown et al., p. 493.
[2] Idem.
[3] Ibid., p. 496.
[4] Idem.
[5] Idem.
[6] Idem.

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

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