viernes, 18 de abril de 2014

Un sacerdote sacrificado por el nuevo pacto, L. Cervantes-O.

18 de abril, 2014

Salvación y espiritualidad no sacrificial

Se da por hecho que la sangre de machos cabríos y de toros, así como las cenizas de una ternera, tienen poder para restaurar la pureza externa cuando se esparcen sobre quienes son considerados ritualmente impuros.
Hebreos 9.13, La Palabra (Hispanoamérica)

En su labor terrenal, Jesús no pretendió nunca asumir tareas sacerdotales, pues su trabajo se alineó más bien en el terreno profético al proclamar, no sin conflicto, la acción de Dios en la historia. Profetas y sacerdotes no siempre se llevaron bien, pues muchas veces el legalismo fue el dilema que enfrentaron los segundos. Los profetas se rebelaron contra el formalismo y reclamaron un compromiso serio en la vida social y política. Los evangelios muestran a Jesús en abierta campaña contra la concepción ritual de la religión y específicamente contra la práctica de los sacrificios. “De esta forma se enfrenta con el sistema de las separaciones rituales, cuya cima, […] está constituida por la ofrenda del ‘sacrificio’, y escoge la orientación contraria, la que intenta honrar a Dios propagando la misericordia que procede de él” [Mt 9.13 sigue a Os 6.6].[1] Todo el ministerio de Jesús fue en sentido opuesto al sacerdocio antiguo y murió de una manera radicalmente diferente al ritual judío, pues “no tuvo lugar en el templo ni tuvo nada que ver con una ceremonia litúrgica. Fue todo lo contrario: la ejecución de un condenado. Entre la ejecución de un condenado y el cumplimiento de un sacrificio ritual. los israelitas —y por consiguiente los primeros cristianos— percibían un contraste total”.[2] Si los ritos sacrificiales eran actos solemnes, de glorificación y santificación, la muerte de Jesús fue un episodio secular, mundano, burdamente consensuado por las fuerzas políticas y religiosas que puso en entredicho el aparato legal de la época. La ley mosaica era muy clara al respecto:

La muerte sufrida por un condenado, por el contrario, se veía no solamente como el peor de los castigos, sino también como una “execración”, como lo contrario de una “consagración”, Apartado del pueblo de Dios (cf. Núm 15.30), el condenado era una persona maldita y fuente de maldición (Dt 21.23; Gál 3.13). En el caso de Jesús, la condenación era evidentemente injusta y el acontecimiento recibía, desde su interior, un significado totalmente distinto; pero no por ello se convertía en un acto ritual ni constituía por tanto un “sacrificio” en el sentido antiguo de la palabra. Se trataba más bien, por parte de Jesús, de un acto de “misericordia” llevado hasta el extremo; […] Este acto de misericordia correspondía a los deseos de Dios, que quería “la misericordia y no el sacrificio” (Mt 9,13; cf. Mc 12,33). Lejos de reducir la distancia entre Jesús y el sacerdocio antiguo, el acontecimiento que tuvo lugar en el Calvario la aumentó todavía más.[3]

De modo que la carta a los Hebreos iría, aparentemente, en sentido contrario a esta nueva dinámica de comprensión de la salvación y de la espiritualidad no sacrificial: “…no hay nada aparentemente, ni en la persona de Jesús, ni en su ministerio, ni siquiera en su muerte, que corresponda a la imagen que entonces tenían de lo que era el sacerdocio”. Por lo que el esfuerzo teológico y doctrinal por presentar a Jesús como sacerdote sacrificado replanteaba profundamente todo lo que el judaísmo había conocido y proponía otra realidad que suponía nuevas interrogantes:

¿Era acaso una religión sin sacerdocio la que esta fe introducía? ¿Formaban los cristianos una comunidad que prescindía del sacerdote? ¿Era admisible una situación semejante? No podía bastar una respuesta evasiva, ya que estas cuestiones ponían en juego una pretensión fundamental de la fe cristiana. Esta proclamaba y sigue proclamando que Cristo cumplió las Escrituras, que realizó con toda perfección los designios de Dios anunciados en el Antiguo Testamento. Pero ¿cómo sostener esta afirmación si el misterio de Cristo quedaba completamente desprovisto de la dimensión sacerdotal. que ocupa un lugar tan amplio en el Antiguo Testamento?[4]

Nuevo sacrificio, nuevo sacerdocio, nueva ley

¡Pues cuánto más eficaz será la sangre de Cristo que, bajo la acción del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como víctima sin mancha! ¡Cuánto más será capaz de limpiar nuestra conciencia de las acciones que causan la muerte para que podamos dar culto al Dios viviente!                                                                                Hebreos 9.14

Las antiguas realidades cultuales destinadas para el sacrificio, descritas en el cap. 9 con cierta minuciosidad (vv. 1-5), y en relación con la labor sacerdotal misma (vv. 6-7), comenzaban a ceder su lugar a las nuevas formas y así lo establece el texto: “Con esto quiere dar a entender el Espíritu Santo que, mientras ha estado en pie la primera Tienda de la presencia, el camino del verdadero santuario ha permanecido cerrado” (v. 8). La interpretación de los sucesos coloca las cosas en otro nivel de comprensión: “Todo lo cual tiene un alcance simbólico referido a nuestro tiempo. En efecto, las ofrendas y sacrificios presentados allí eran incapaces de perfeccionar interiormente a quien los presentaba” (v. 9). Los elementos externos mostraban ahora su invalidez e incompletud: “Eran simplemente alimentos, bebidas o ritos purificatorios diversos; observancias todas ellas exteriores, válidas únicamente hasta el momento en que se instaurara el nuevo orden de cosas” (vv. 8-10). La lectura cristológica y neo-sacrificial de los acontecimientos y rituales colocó la muerte de Jesús en un plano de entendimiento de la salvación que no se había desarrollado con anterioridad y ahora, ya como Mesías glorificado, su trabajo redentor es explicitado categóricamente: “Pero Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Y siendo el suyo un santuario mayor y más valioso, no fabricado por manos humanas y por tanto no perteneciente al mundo creado, entró una vez por todas en “el lugar santísimo”, no con sangre de machos cabríos o de toros, sino con la suya propia, rescatándonos así para siempre” (vv. 11-12).
La superioridad del sacrificio sacerdotal de Jesucristo rebasa ampliamente todo lo que se había conocido antes y la comparación de los dos sacrificios no deja margen para la duda: lo que él ha hecho establece una nueva dimensión en la relación con Dios, que garantiza de una vez por todas el acceso a su presencia, ya con un velo roto, el cual es apenas aludido gracias al impacto simbólico que tuvo en la conciencia y en la fe de las nuevas comunidades. Al entrar de una vez por todas en el verdadero “lugar santísimo”, los cielos, la salvación que ha obtenido hace que palidezca totalmente todo lo antiguo que buscaba el mismo fin (9.24). De ahí brota el grito de celebración del v. 14, pues contrasta la eficacia de los sacrificios antiguos de animales con el de Jesús, quien al entregar toda su persona, ha obtenido, de una vez y para siempre, los beneficios de la salvación.

Sacerdocio supremo, nueva alianza

Precisamente por eso, Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte ha obtenido el perdón de los pecados cometidos durante la antigua alianza, haciendo posible que los elegidos reciban la herencia eterna prometida.
Hebreos 9.15

Estamos pues, ante una alianza nueva, radicalmente nueva, mediada por un nuevo y superior sacerdocio, cuya figura y efectividad es rescatada gracias a la labor salvífica de Jesucristo y a su disposición para asumir todos los riesgos que eso conllevaba. Si el objetivo central del pacto y el sacrificio era “perfeccionar interiormente a quien los presentaba” (9.9), es decir, transformar la conciencia creyente, eso no podría lograrse con sacrificios de animales: lo que el ser humano “necesita para poder entrar en relación con Dios es una transformación profunda de su ser, que lo haga perfecto en su conciencia. Y en este nivel eran completamente ineficaces los ritos antiguos”.[5] “Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados” (10.4). La perfección del trabajo redentor de Jesús es clara. “La forma con que nuestro autor habla de ‘la tienda mayor y más perfecta’ corresponde muy de cerca a lo que nos sugieren los evangelios: Jesús, por su muerte y resurrección, ha levantado un nuevo templo, no material sino espiritual, que permite a los creyentes entrar realmente en relación con Dios”.[6]
La sangre animal que ratificaba la alianza ahora es sustituida por la del supremo sacerdote. El rociamiento que hacía Moisés ahora quedaba relativizado por lo realizado en la cruz de Jesús, como el sacrificio voluntario, absoluto y definitivo, irrepetible: “Y tampoco tuvo que ofrecerse muchas veces, como tiene que hacerlo el sumo sacerdote judío que año tras año entra en ‘el lugar santísimo’ con una sangre que no es la suya” (v. 25). Cristo “se ofreció a sí mismo a Dios” (9.14), con lo que se consumaba la entrega total esperada por Dios mismo, pues preanuncia la entrega, también sacrificial, pero en el nuevo sentido, de todos/as los participantes en el nuevo pacto, el que está graba do ya no en tablas de piedra sino en el corazón de cada uno de ellos/as. La supremacía de ese acto acontecido en un día que recordamos hoy es completa. “…le ha bastado con manifestarse una sola vez ahora, en el momento culminante de la historia, destruyendo el pecado con el sacrificio de sí mismo” (v. 26b). En el centro mismo de la historia, Cristo fue capaz de destruir el pecado en todas sus manifestaciones al experimentar el corazón mismo del sufrimiento y la tragedia humana. Y la promesa que está delante es un signo más de la aprobación que obtuvo para sí mismo  y para quienes vendrían tras él: “Después se mostrará por segunda vez, pero ya no en relación con el pecado, sino para salvar a quienes han puesto su esperanza en él” (v. 28b).

Se pasa de un culto ritual, exterior, separado de la vida, a una ofrenda personal, total, que se realiza en los sucesos dramáticos de la misma existencia. Necesaria en el caso de los sacerdotes judíos, la distinci6n entre el sacerdote y la víctima queda abolida en la ofrenda de Cristo. Cristo ha sido al mismo tiempo el sacerdote y la víctima, ya que se ofreció a sí mismo. […]
Esa muerte realizó definitivamente lo que el culto de la primera alianza no podía más que esbozar. Colmó la distancia que separaba al hombre de Dios. transportando la humanidad de Cristo al nivel celestial e introduciéndola para siempre en la intimidad de Dios (9.24-28).[7]

Ahora, toda la perfección obtenida por Jesucristo será comunicada a su pueblo. En eso proceso nos encontramos y avanzamos. “El viernes santo es el resultado de la colisión entre la pasión de Jesús y el sistema de dominación de su tiempo”.[8] “El imperio romano se pone en ridículo lo mismo que Pilatos como gobernador del gran Kyrios (Señor) de Roma. Este aspecto tiene toda la vida política a la luz del Reino de Dios que se acerca: todo está a punto de derrumbarse, todo aparece vencido y confundido de antemano. Esto es un lado de la cuestión: Este mundo al cual ha venido Cristo es iluminado por Él poniéndose así de manifiesto toda su fragilidad” (Karl Barth).




[1] A. Vanhoye, El mensaje de la carta a los hebreos. Estella, Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 19), p. 15.
[2] Ídem.
[3] Ibid., pp. 15-16. Énfasis agregado.
[4] Ibid., p. 16.
[5] Ibid., p. 49.
[6] Ibid., p. 50.
[7] Ibid., p. 51.
[8] M.J. Borg y J.D. Crossan, La última semana de Jesús. El relato día a día de la semana final de Jesús en Jerusalén. Madrid, PPC, 2007, p. 198.

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