13 de abril, 2014
Dios habló en otro tiempo a nuestros antepasados por medio
de los profetas, y lo hizo en distintas ocasiones y de múltiples maneras. Ahora,
llegada la etapa final, nos ha hablado por medio del Hijo a quien constituyó
heredero de todas las cosas y por quien creó también el universo.
Hebreos 1.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)
El
documento cristiano conocido como carta a los Hebreos, dedicado a presentar,
exaltar y consolidar el sacrificio absoluto de Jesús, y que superaría
completamente lo conocido hasta entonces en la religión judía, inicia con una
sólida presentación del Mesías, tal como fue creído y enseñado por las
comunidades del primer siglo. Considerada durante mucho tiempo como fruto de la
pluma de san Pablo, quizá uno de los criterios definitivos para descartar tal
autoría sea el hecho de que el apóstol de los gentiles difícilmente hubiera
usado el calificativo de “sacerdote” para Jesús. Salta a la vista que el autor (posiblemente
Apolo, Hch 18.24) era de formación helenística por el constante uso que hace de
la “de la contraposición entre las esferas celestial y terrena de la realidad,
contraposición según la cual la segunda de dichas esferas se entiende como mera
sombra de la primera”.[1]
Los primeros cuatro versículos de Heb 1
sintetizan al máximo la evolución de la revelación divina que, habiéndose realizado
persistente, aunque fragmentariamente, en la historia y mediante diversos
métodos, en la “etapa final” se ha realizado en la persona, acción, discurso y
misión de Jesús, “el Hijo”, razón de ser de todo el universo y que, como se
subraya en toda la sección, es superior a los ángeles. “Cristo es la última
palabra de Dios al mundo; la revelación en él es completa, definitiva y
homogénea” (Moffatt). El nivel cristológico en que se colocan estas palabras
iniciales es muy alto, pues la afirmación del Hijo como “heredero de todas las
cosas” se sitúa, no como “un acontecimiento al margen del tiempo, previo a la
encarnación”, pues “tuvo lugar cuando entró en la gloria después de su pasión
(cf. Rom 8.17)”.[2] Todo ello sucedió
después de las humillaciones de que fue objeto, lo cual concuerda totalmente
con la reivindicación de Dios para aquél a quien envió a realizar plenamente la
obra de salvación. El Hijo es situado en un papel cósmico extraordinario relacionado
con la creación entera, con lo que el autor lo asimila a la Sabiduría
personificada del Antiguo Testamento (Pr 8).
El v. 3 relaciona íntimamente el “carácter” (o
la sustancia) del Hijo con la imagen (icono) de Dios: “reflejo resplandeciente
de la gloria del Padre e imagen perfecta de su ser” y lo vincula al sostenimiento
continuo de la vida por el poder de su palabra. El versículo no deja pasar la
oportunidad para definir su obra salvífica en términos de una “purificación del
pecado” (lenguaje ritual, sacerdotal) para, así, establecer desde el principio
todo lo que ganó Jesús con su esfuerzo redentor: “se sentó junto al trono de
Dios en las alturas”. “La atención pasa, de ocuparse del papel
cosmológico del Hijo preexistente, a centrarse en la obra redentora del Jesús
glorificado”.[3] Semejante afirmación
introduce el tema central (leitmotif)
de todo el documento. La entronización de Jesús (1.13) aparece como un cumplimiento
puntual del Salmo 110.1 y tal glorificación se conecta directamente con la
resurrección.
Su superioridad sobre los ángeles (v. 4) procede
de haber obtenido en herencia un título más excelente: “En su exaltación, Jesús
ha ‘heredado un nombre más excelente que ellos’. En la mentalidad semítica, el
nombre designaba lo que una persona era, y la recepción de un nombre nuevo indicaba
un cambio en la persona que lo recibía. En este caso, el nombre es ‘Hijo’”.[4] La razón para
introducir el tema de la superioridad de Jesús respecto de los ángeles tiene
que ver con el propósito del sermón: “los destinatarios corren el peligro de abandonar
la palabra de Dios pronunciada a través de su Hijo [2.1-4]. Las consecuencias
de ello serían terribles, mucho peores que el castigo recibido por aquellos
hebreos que desobedecieron la palabra pronunciada por medio de ángeles (2.2),
la ley mosaica, porque el Hijo es superior a los mediadores angélicos de la ley
(Hch 7.53 y Gál 3.19)”.[5]
Pero lo más importante que desea subrayar el
autor es la supremacía de Jesucristo sobre todos los elementos de la religión
sacerdotal antigua mediante una serie de oposiciones, en las que los ángeles
aparecen como representantes y mediadores celestiales de la obra de Dios en el
mundo:
…la principal
contraposición que Heb establece entre la alianza antigua y la nueva es que
ésta tiene un sacerdocio nuevo y superior, cuyo santuario no está en la tierra,
sino en el cielo (8,l-2). El sacerdocio de la antigua alianza con el cual se
contrasta el del nuevo es el sacerdocio levítico; pero el autor tal vez tuviera
también en cuenta la concepción judía según la cual los sacerdotes que atendían
el santuario celestial eran ángeles […]. Al poner de relieve la superioridad de
Jesús respecto a los ángeles, posiblemente el autor tenga en mente la inquietud
fundamental de Heb, el sacerdocio celestial de Jesús, y desee decir que el
sacerdote que desempeña esa función en el santuario celestial es Jesús.[6]
Este plano de comprensión de la figura cósmica
y salvadora de Jesús ha de contrastarse con aquel momento sin par en que llegó
a Jerusalén, por voluntad propia, para entregar su persona por amor a la
humanidad. Situarse en ambos niveles, el celestial y el terrenal para entender tal
propósito y tomar partido por él es la intención de toda la carta a los
Hebreos.
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