12 de enero de 2020
La reconciliación es restablecer la amistad entre dos
o más partes enemistadas; es restablecer la concordia, la armonía y la relación
de paz porque resulta ser una relación valiosa.
En la reconciliación se requiere humildad, respeto,
reconocimiento del error cometido, estar dispuesto al perdón, escuchar con la
intención de restablecer la relación y hacerse responsable de lo que a cada uno
le corresponde.
El ser humano al pecar ofende a Dios con sus actos,
con sus palabras, con su pensamiento, pero Dios en su infinito amor y
misericordia se acerca para reconciliarnos con Él porque somos valiosos.
En Romanos 5.20 dice: “… mas cuando el pecado abundó,
sobreabundó la gracia”. Dios envió a su hijo Jesucristo para reconciliarnos
con Él, para restablecer la armonía y la paz con Él. Dios nos buscó, se acercó
a nosotros, actuó con amor y misericordia hacia nosotros porque somos valiosos
para el Creador; se interesó por nosotros, nos dignificó, nos quiso incluir en
su reino, en su familia, haciéndonos sus hijos, nos escuchó y sigue haciéndolo,
nos dio un nombre, nos bendijo, nos perdonó y no quiso saber más de nuestros
pecados, pero sí quiso saber de nosotros y siempre nos tiene presentes.
Por eso, Isaías 56 habla de cómo a los extranjeros y a
los eunucos les da un lugar, una dignificación, porque siendo personas
rechazadas o marcadas por la sociedad, por su entrega a Dios y su sinceridad en
el corazón para buscar a Dios los incluye en su reino.
Nuestro Dios es incluyente, no rechaza a quien se
acerca con sinceridad, con honestidad, con el corazón abierto. Él continuamente
nos está enseñando que el amor es lo más importante y que por amor se puede
perdonar.
¿Qué es lo que debemos hacer con nuestras vidas y con
nuestro prójimo al tener el ejemplo de amor, perdón y reconciliación de nuestro
Dios?
Con su ejemplo debemos ver que todos somos valiosos,
que cuando Jesucristo nos enseña a amar al prójimo como a nosotros mismos, es
porque todos somos valiosos y como tales debemos tratarnos con amor y respeto.
Saquemos de nuestro corazón los pendientes que traemos
de enojos, rencores, frustraciones, tristezas, malestares y discordias con nuestro
prójimo; a veces no queremos que nos mencionen sus nombres porque no soportamos
recordar sus ofensas; pero el traer esto en el corazón significa que no hemos
perdonado y mucho menos buscaremos una reconciliación.
Sin embargo, los hijos de Dios tenemos el ejemplo de
nuestro Señor Jesucristo, quien estando en la cruz pedía al Padre “perdónalos
porque no saben lo que hacen” (Lucas 23.34). En sus palabras no hay rencor, no
hay deseo de venganza, no hay deseos de castigo ni de que les vaya mal.
A veces, por defender una vanagloria, un orgullo, una
postura de víctima, o por soberbia no nos damos cuenta de las cadenas de coraje
que nosotros mismos nos estamos poniendo. Somos prisioneros de nuestros
rencores haciéndonos víctimas de algo que nosotros mismos no estamos dispuestos
a soltar. Y si nosotros nos aferramos a traer eso cargando no somos capaces de
perdonar y mucho menos de reconciliarnos. Entonces, ¿cómo nos atrevemos a pedir
perdón a Dios si nosotros no somos capaces de hacerlo con nuestro prójimo?
Busquemos la reconciliación sincera en todos los
sentidos, con nosotros mismos, con nuestro prójimo y con nuestro Dios sabiendo
que el resultado certero de esto será la paz en nuestros corazones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario