28 de febrero de 2021
Y el Dios de la esperanza ojalá llene a vosotros de toda alegría y paz en el creer, para abundar vosotros en la esperanza por el poder del Espíritu Santo.
Romanos 15.13, El
Nuevo Testamento interlineal palabra por palabra
La segunda parte del cap. 15 de la carta a los Romanos es una veta profunda de afirmaciones acerca de la esperanza que produce creer en el Evangelio de Jesucristo. Habiéndonos acercado a los senderos de la esperanza tal como se muestran en esta epístola, llegamos a esta porción para encontrar, nuevamente, cómo el apóstol Pablo promovió la mutua aceptación de las personas en la comunidad, tal como el propio Cristo ha recibido a todos/as (15.7). Él vino a ser “siervo de la incircuncisión” a fin de mostrar la verdad divina y, así, cumplir las promesas hechas desde la antigüedad (15.8). El proyecto mayor, esto es, el de incorporar a los no judíos, formó parte desde entonces del designio divino (9a), para fundamentar lo cual se citan hasta cuatro porciones del Antiguo Testamento (II Sam 22.50; Sal 18.49; Dt 32.43; Sal 117.1; e Is 11.10). Charles Perrot afirma:
…la insistencia no recae
tanto en el amor mutuo dentro de un mismo grupo, sino más bien en un
comportamiento a la vez tolerante y acogedor con los cristianos que siguen
otras prácticas. Porque los fuertes sienten la tentación de despreciar a los
débiles, en sus prácticas “todavía” judías; y los débiles, la de juzgar a los
fuertes que cuestionan la ley divina y al pueblo del “tronco de Jesé” (15.12).
Las presentes exhortaciones de Pablo tocan por tanto el corazón mismo del
motivo principal de la carta, en las relaciones “ecuménicas” que es preciso
restablecer ahora.[1]
Fuertes y débiles, judíos y gentiles, todos son
llamados a participar de la verdad de Dios manifestada en el mundo mediante ese
formidable proyecto de salvación e integración humana y cósmica:
La verdad y la compasión
unen a judíos y gentiles, a la Iglesia y al mundo. ¿Quién es fuerte aquí?
¿Quién es débil? Aquí, “el Dios de la esperanza” está delante, detrás y encima de
todo proyecto de vida. A él ensalzan las voces de todos aquellos a los que
encontró su verdad y su misericordia. Él ve lo débil en los fuertes y lo fuerte
en los débiles; y ve con sus propios ojos cómo todos ellos, desde el escalón
más alto hasta el más bajo, participan del bendito misterio de su libertad, de
su reino.[2]
Lo que fortalece a unos y a otros es, precisamente, la esperanza, y calificar a Dios de esa manera, como lo hará también más adelante al definirlo como “Dios de la paz” (15.33), implica una muestra de la capacidad divina para hacer llegar esa virtud teologal a lo más profundo de lo divino y de la relación de éste con lo humano y, más específicamente, con la comunidad cristiana. La traducción del Nuevo Testamento interlineal apunta justamente hacia los deseos que el apóstol manifestó para la comunidad de Roma en el sentido de que el reforzamiento de la esperanza propiamente cristiana, procedente de la naturaleza misma de Dios produjese toda una experiencia de fe: “Y el Dios de la esperanza ojalá llene a vosotros de toda alegría y paz en el creer, para abundar vosotros en la esperanza por el poder del Espíritu Santo” (15.13). “Toda alegría y paz en el creer”, primeramente, para que la comunidad pudiese “abundar en la esperanza” producida por el poder del Espíritu Santo.
Así, la esperanza que trajo Jesús al mundo podría desplegarse ampliamente
dentro y fuera de las comunidades de fe y amor. Previamente, el apóstol había
engarzado las tres virtudes en I Corintios 13, la fe, la esperanza y el amor,
como parte de la realidad cristiana total.
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