viernes, 5 de febrero de 2021

La esperanza que trajo el Señor Jesucristo al mundo, L. Cervantes-O.

7 de febrero, 2021

 

Se nos promete la vida eterna; pero se nos promete a nosotros, los muertos. Se nos anuncia una resurrección bienaventurada; pero entretanto estamos rodeados de podredumbre. Se nos llama justos; y, sin embargo, el pecado habita en nosotros. Oímos hablar de una bienaventuranza inefable; pero entretanto nos hallamos oprimidos aquí por una miseria infinita. Se nos promete sobreabundancia de todos los bienes; pero somos ricos sólo en hambre y en sed. ¿Qué sería de nosotros si no nos apoyásemos en la esperanza, y si, en este camino a través de las tinieblas, iluminado por la palabra y por el espíritu de Dios, no se apresurase nuestro entendimiento a ir más allá de este mundo?                                                                                                                 

Juan Calvino, Ad Hebreos, 11.1

Si hay alguna palabra que resume con mayor intensidad y claridad el énfasis renovador y aleccionador para la fe cristiana en el Nuevo Testamento, ésa es esperanza (elpís), cuya frecuencia es muestra su importancia teológica y doctrinal. La esperanza es un componente esencial de la fe pues la coloca en un horizonte capaz de superar los traumas causados por el impacto de las realidades opuestas a su realización en la historia. La esperanza es el motor más profundo de la fe, dado que ella ve como posible y realizable todos los elementos de la promesa y realización del Reino de Dios, incluso aquellos aspectos que parecen más reacios.

Esta visión de la importancia de la esperanza explica por qué, en los años 60 del siglo XX un teólogo reformado alemán, Jürgen Moltmann (nacido en 1926), irrumpió en el panorama con una obra titulada precisamente Teología de la esperanza (1966), volcada por completo a recuperar su lugar en las creencias escatológicas (las últimas cosas) y afirmar la relevancia del futuro para la fe en Jesucristo. En la “Meditación sobre la esperanza”, que abre ese volumen, Moltmann afirma: “En su integridad, y no sólo en un apéndice, el cristianismo es escatología; es esperanza, mirada y orientación hacia adelante, y es también por ello mismo, apertura y transformación del presente”. [1]

Ésa es la razón por la que el apóstol Pablo en su carta a los Romanos afirmó textualmente: “Por esperanza hemos sido salvados: pero una esperanza que ve no es esperanza, pues lo que uno ve, ¿cómo lo esperará? Y si esperamos algo que no vemos, aguardemos con paciencia” (Ro 8.24-25). Es decir, toda la salvación mediante Jesucristo se sitúa en el horizonte de la esperanza, de aquello que ha de venir, que aún no viene todavía.

El contexto en que el apóstol ubica la existencia de esa expectativa es el mundo (la creación), pues éste “anhela intensamente” la manifestación de quienes son hijos de Dios” (8.19), y no renuncia a la esperanza de no ser destruido (Ro 8.21a) y de “compartir la maravillosa libertad de los hijos de Dios” (8.21b). Todo esto forma parte de una grandiosa secuencia que el texto enlaza y contrasta con los sufrimientos de los redimidos/as (v. 18) quienes están a la espera de la revelación de su carácter a los ojos de todos y la obtención de la vida por parte de Dios.

Este enorme paquete de esperanza vital, recreadora, sanadora y salvadora fue lo que trajo Jesús con su presencia y actuación, con su regreso triunfal a la vida. Porque, como bien dice Moltmann, “la fe cristiana vive de la resurrección de Cristo crucificado y se dilata hacia las promesas del futuro universal de Cristo”. [2] De ahí que la existencia en la fe cristiana sea “perseverar en la esperanza” (I Tes 1.2) y tratar de conocer lo más posible al “Dios de la esperanza”.

Las quejas y dolores, como de parto, que ahora se experimentan en este mundo, como dice sorpresivamente el v. 23, pues se afirma que el mundo (desposeído del Espíritu) y los creyentes (que lo poseen), sufren por igual ante la espera indefinida de la adopción definitiva (“sufrimos en silencio”, dice la TLA; es una “solidaridad de la angustia y de la expectación”, dirá Moltmann más tarde [3]) mientras eso sucede. El juego de tiempos verbales del v. 24a maneja la diferencia de apreciación cronológica para Dios y para los seres humanos: “Porque [ya] fuimos salvados por Dios en la esperanza” (El Nuevo Testamento interlineal palabra por palabra), lo cual plantea un dilema bien expresado a continuación en la segunda parte.

“Pero la esperanza siendo vista no es esperanza; porque lo que ve alguien, ¿quién lo espera?” (24.b, ídem). La prueba máxima de la esperanza es que se cree en su contenido a ciegas, en un salto mayúsculo de fe. Esto quiere decir que el mayor desafío para la fe está en esa espera indefinida y, a veces, angustiante. Y la conclusión paulina también es enormemente desafiante: “Y si lo que no vemos esperamos, por medio de la perseverancia aguardamos ansiosamente [segunda vez que se usa esta construcción]” (25, ídem).

La acción de aguardar es la actitud dominante de la esperanza, es la capacidad de perseverar, de sostenerse en esa espera, atentos/as a la realización del contenido de las promesas de salvación. Y es que “las promesas de Dios abren los horizontes de la historia” [4] y le permiten a la fe ir más allá, anticiparse, a la realización plena de lo prometido. Ésa es la causa de que la existencia cristiana, tal como la describe el Nuevo Testamento, se caracterice por ser una “paciencia militante” (José Míguez Bonino, teólogo metodista argentino) y en ella nos encontramos, siempre dispuestos/as a recibir lo que Jesús de Nazaret trajo al mundo como anuncio, promesa, cumplimiento y realidad. “La esperanza neotestamentaria es una espera y un anhelo paciente, disciplinado, confiado del Señor como nuestro salvador. Esperar es ser atraído por la meta y lanzarse a ella, es un mantenerse en este dinamismo”.[5]



[1] J. Moltmann, Teología de la esperanza. 3ª ed. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 48), p. 20.

[2] Ídem.

[3] Ibid., p. 290.

[4] Ibid., p. 138.

[5] E. Hoffmann, “Esperanza”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. II. 3ª ed. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1990, p. 133 (Biblioteca de estudios bíblicos).

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