8 de agosto de 2010
1. El fondo y la forma del mensaje bíblico
Una de las limitaciones de las tendencias bibliocentristas que tienen las iglesias evangélicas latinoamericanas consiste en desequilibrar o perder de vista el importante balance entre la forma y el fondo que acontece en las Escrituras, incluso en las traducciones que utilizamos. Esto quiere decir que al desproporcionado literalismo con que a veces nos acercamos a ellas, muy contradictoriamente le agregamos un cierto menosprecio por su calidad expresiva y literaria. Es como si dijéramos que deseamos llegar cuanto antes al mensaje y que no nos interesan mucho ni las estructuras ni los géneros literarios que contiene. Esto resulta muy complicado porque la enorme e innegable necesidad de que los y las creyentes se acerquen asiduamente a la Biblia pasa por el inevitable “filtro” de una lectura amena, creativa y crítica, algo que habitualmente no interesa mucho a la hora de promover la familiaridad con los texto sólo por deber y obligación. Pero resulta que los textos tienen, además de un mensaje que debemos extraer con todos los recursos a nuestro alcance, simultáneamente o gracias a ello, una forma que debería ser respetada y, además, valorada en su justa dimensión.
Lo anterior viene muy a cuento en el caso de la literatura profética, porque a sus valores intrínsecos de denuncia y diálogo con la historia del momento al que intentaron responder, los acompaña una expresión altamente poética y bien trabajada, pues fue pensada para causar un gran impacto auditivo y, evidentemente, literario. Porque hay algo muy importante que decir: si originalmente los y las profetas no buscaban quedar bien con nadie, el primer trato que tuvieron que realizar fue con el lenguaje, una tarea muy ardua que enfrenta cualquiera que desea transmitir un mensaje mediante un código que permita hacerlo. Los textos proféticos mismos son parte del conjunto de gestos proféticos con que estos seres humanos creyeron necesario dirigirse al pueblo y a sus gobernantes para producir las transformaciones que ellos creían que Yahvé deseaba.
El caso de Miqueas es muy notable, pues pertenece a la “época de oro” de la profecía del A.T., es decir, a aquella que se redactó en el transcurso del siglo VIII a.C. Veamos cómo resume su personalidad José Luis Sicre, uno de los grandes expertos en el tema bíblico de la justicia social:
Miqueas nació en Moreset (1.1)…, una aldea de Judá, 35 km al SO de Jerusalén. El dato es importante, porque nos sitúa en un ambiente campesino, en contacto directo con los problemas de los pequeños agricultores, víctimas del latifundismo. Por otra parte, Moreset se encuentra rodeada de fortalezas; en un círculo de diez km surgen Azeqa, Soco, Adulán, Maresa y Laquis. La presencia de militares y funcionarios reales debía ser frecuente en la zona y, por lo que cuenta Miqueas, no muy benéfica. Además de los impuestos, es probable que llevasen a cabo levas de trabajadores para conducirlos a Jerusalén (3.10). Latifundismo, impuestos, robos a mano armada, trabajos forzados, es el ambiente que rodea al profeta.[1]
¿Habla de Chiapas, Morelos, Guerrero o Oaxaca? (¿Qué nombres nos resuenan en los oídos: Zapata, Rubén Jaramillo?) No, del Israel del siglo VIII. Bueno, así no nos meteremos en problemas… Lamentablemente el asunto no es tan sencillo, pues, para Dios, la situación ameritaba enviar un mensajero con las características de Miqueas para que Él, como el supremo “procurador agrario”, atendiera las demandas de una población maltratada en su trato con la tierra, el bien máximo de relación con lo sagrado. El profeta ataca el latifundismo (2.1-5), un mal repetido muchas veces en Israel (la viña de Nabot: I Re 21), y sus consecuencias de abuso sobre las familias (2.8-9) y en 3.1 plantea explícitamente la pregunta sobre la justicia: “¿No concierne a vosotros saber lo que es justo?”, señalando los excesos de los latifundistas urbanos (3.2).
Una de las limitaciones de las tendencias bibliocentristas que tienen las iglesias evangélicas latinoamericanas consiste en desequilibrar o perder de vista el importante balance entre la forma y el fondo que acontece en las Escrituras, incluso en las traducciones que utilizamos. Esto quiere decir que al desproporcionado literalismo con que a veces nos acercamos a ellas, muy contradictoriamente le agregamos un cierto menosprecio por su calidad expresiva y literaria. Es como si dijéramos que deseamos llegar cuanto antes al mensaje y que no nos interesan mucho ni las estructuras ni los géneros literarios que contiene. Esto resulta muy complicado porque la enorme e innegable necesidad de que los y las creyentes se acerquen asiduamente a la Biblia pasa por el inevitable “filtro” de una lectura amena, creativa y crítica, algo que habitualmente no interesa mucho a la hora de promover la familiaridad con los texto sólo por deber y obligación. Pero resulta que los textos tienen, además de un mensaje que debemos extraer con todos los recursos a nuestro alcance, simultáneamente o gracias a ello, una forma que debería ser respetada y, además, valorada en su justa dimensión.
Lo anterior viene muy a cuento en el caso de la literatura profética, porque a sus valores intrínsecos de denuncia y diálogo con la historia del momento al que intentaron responder, los acompaña una expresión altamente poética y bien trabajada, pues fue pensada para causar un gran impacto auditivo y, evidentemente, literario. Porque hay algo muy importante que decir: si originalmente los y las profetas no buscaban quedar bien con nadie, el primer trato que tuvieron que realizar fue con el lenguaje, una tarea muy ardua que enfrenta cualquiera que desea transmitir un mensaje mediante un código que permita hacerlo. Los textos proféticos mismos son parte del conjunto de gestos proféticos con que estos seres humanos creyeron necesario dirigirse al pueblo y a sus gobernantes para producir las transformaciones que ellos creían que Yahvé deseaba.
El caso de Miqueas es muy notable, pues pertenece a la “época de oro” de la profecía del A.T., es decir, a aquella que se redactó en el transcurso del siglo VIII a.C. Veamos cómo resume su personalidad José Luis Sicre, uno de los grandes expertos en el tema bíblico de la justicia social:
Miqueas nació en Moreset (1.1)…, una aldea de Judá, 35 km al SO de Jerusalén. El dato es importante, porque nos sitúa en un ambiente campesino, en contacto directo con los problemas de los pequeños agricultores, víctimas del latifundismo. Por otra parte, Moreset se encuentra rodeada de fortalezas; en un círculo de diez km surgen Azeqa, Soco, Adulán, Maresa y Laquis. La presencia de militares y funcionarios reales debía ser frecuente en la zona y, por lo que cuenta Miqueas, no muy benéfica. Además de los impuestos, es probable que llevasen a cabo levas de trabajadores para conducirlos a Jerusalén (3.10). Latifundismo, impuestos, robos a mano armada, trabajos forzados, es el ambiente que rodea al profeta.[1]
¿Habla de Chiapas, Morelos, Guerrero o Oaxaca? (¿Qué nombres nos resuenan en los oídos: Zapata, Rubén Jaramillo?) No, del Israel del siglo VIII. Bueno, así no nos meteremos en problemas… Lamentablemente el asunto no es tan sencillo, pues, para Dios, la situación ameritaba enviar un mensajero con las características de Miqueas para que Él, como el supremo “procurador agrario”, atendiera las demandas de una población maltratada en su trato con la tierra, el bien máximo de relación con lo sagrado. El profeta ataca el latifundismo (2.1-5), un mal repetido muchas veces en Israel (la viña de Nabot: I Re 21), y sus consecuencias de abuso sobre las familias (2.8-9) y en 3.1 plantea explícitamente la pregunta sobre la justicia: “¿No concierne a vosotros saber lo que es justo?”, señalando los excesos de los latifundistas urbanos (3.2).
2. La justicia, valor bíblico y universal
La relación entre buena parte de los textos bíblicos y valores como la justicia parece que está fuera de toda duda. Lo que no resulta tan claro a la hora de enarbolar las Sagradas Escrituras en medio de la vida y de la realidad tan reacia a su realización concreta es la forma en que éstas efectivamente son capaces de movilizar las conciencias para la acción y la práctica. El primer modelo bíblico para establecerla como centro de la existencia comunitaria fue la Ley, esto es, un conjunto de normas presentadas como palabra divina directa que instaba permanentemente a la comunidad a respetar el derecho de las personas en lo individual y colectivo, y a darle a cada quien lo que le correspondía. El segundo modelo es precisamente el de la profecía, que manifestó siempre una profunda preocupación por lo que calificó de “falta de obediencia” y consideró necesaria la aplicación de otra estrategia de convencimiento para que gobernantes y gobernados (ya con el filtro de la política de por medio), a una voz, volvieran sus ojos hacia los designios de la divinidad que invocaba un derecho originario sobre el pueblo (la liberación de la esclavitud en Egipto) como consigna y razón de ser para la praxis del amor, la paz y la justicia. De ahí que la frase: “Acuérdate que fuiste esclavo…” se repita constantemente para recordar el estatus del que procedía la nación entera.
Solamente que cuando los profetas entraron en escena de manera formal, muy señaladamente en el siglo mencionado, los entretelones políticos y sociales eran ya el telón de fondo que debía enfrentarse para aplicar los ideales de justicia que los movían. De este modo, a la dinámica que existía entre las ciudades explotadoras y el campo sometido a las necesidades de aquéllas, el profeta opone, mediante un conjunto de palabras exaltadas, la posibilidad de alcanzar el equilibrio deseado por Yahvé para que los sucesos liberadores originarios cobren nuevamente sentido para la mayoría de la población. El argumento de fondo es muy simple: los dominadores del pueblo se han convertido en el nuevo Faraón y esto no puede ser tolerado por el Dios liberador. Es signo y práctica de una gran injusticia: el pecado del latifundismo ofende doblemente a Dios porque se abusa de la propiedad de un bien otorgado por Él y, al mismo tiempo, establece diferencias entre las familias miembros del pueblo de Dios.
Sin dejar de percibir su valor literario y estilístico, pero con una profunda comprensión del ambiente y la intensidad de su mensaje, Sicre lo resume muy bien, atendiendo a los alcances que un mensaje de este tipo puede tener para la actualidad:
La idea tan antigua y tan moderna de que “la riqueza de pocos se basa en la pobreza de muchos” resulta de una benevolencia sublime cuando la comparamos con las palabras de este profeta. No se trata de pobreza sino de sangre. Por eso el Señor no puede tolerar este inmenso monumento a Mammón. A causa de estos idólatras, que la han profanado (cf. 2.10), la ciudad debe desaparecer por completo, reducida a ruinas […] Esas piedras y cimientos que han dado cuerpo a la ciudad no vienen de Dios ni son fruto de la justicia y el derecho: son fruto de prostitución, de abandonar al Señor para servir al dinero.[2]
Si los textos bíblicos son capaces de movilizar para luchar por la justicia, eso se debe a la intensidad y pasión con que fueron escritos. Luego entonces, más bien habría que preguntarse por qué entre nosotros no surgen más luchadores sociales con trasfondo espiritual como Martin Luther King, Rubén Jaramillo o Evangelina Corona, por citar sólo algunos nombres.
La relación entre buena parte de los textos bíblicos y valores como la justicia parece que está fuera de toda duda. Lo que no resulta tan claro a la hora de enarbolar las Sagradas Escrituras en medio de la vida y de la realidad tan reacia a su realización concreta es la forma en que éstas efectivamente son capaces de movilizar las conciencias para la acción y la práctica. El primer modelo bíblico para establecerla como centro de la existencia comunitaria fue la Ley, esto es, un conjunto de normas presentadas como palabra divina directa que instaba permanentemente a la comunidad a respetar el derecho de las personas en lo individual y colectivo, y a darle a cada quien lo que le correspondía. El segundo modelo es precisamente el de la profecía, que manifestó siempre una profunda preocupación por lo que calificó de “falta de obediencia” y consideró necesaria la aplicación de otra estrategia de convencimiento para que gobernantes y gobernados (ya con el filtro de la política de por medio), a una voz, volvieran sus ojos hacia los designios de la divinidad que invocaba un derecho originario sobre el pueblo (la liberación de la esclavitud en Egipto) como consigna y razón de ser para la praxis del amor, la paz y la justicia. De ahí que la frase: “Acuérdate que fuiste esclavo…” se repita constantemente para recordar el estatus del que procedía la nación entera.
Solamente que cuando los profetas entraron en escena de manera formal, muy señaladamente en el siglo mencionado, los entretelones políticos y sociales eran ya el telón de fondo que debía enfrentarse para aplicar los ideales de justicia que los movían. De este modo, a la dinámica que existía entre las ciudades explotadoras y el campo sometido a las necesidades de aquéllas, el profeta opone, mediante un conjunto de palabras exaltadas, la posibilidad de alcanzar el equilibrio deseado por Yahvé para que los sucesos liberadores originarios cobren nuevamente sentido para la mayoría de la población. El argumento de fondo es muy simple: los dominadores del pueblo se han convertido en el nuevo Faraón y esto no puede ser tolerado por el Dios liberador. Es signo y práctica de una gran injusticia: el pecado del latifundismo ofende doblemente a Dios porque se abusa de la propiedad de un bien otorgado por Él y, al mismo tiempo, establece diferencias entre las familias miembros del pueblo de Dios.
Sin dejar de percibir su valor literario y estilístico, pero con una profunda comprensión del ambiente y la intensidad de su mensaje, Sicre lo resume muy bien, atendiendo a los alcances que un mensaje de este tipo puede tener para la actualidad:
La idea tan antigua y tan moderna de que “la riqueza de pocos se basa en la pobreza de muchos” resulta de una benevolencia sublime cuando la comparamos con las palabras de este profeta. No se trata de pobreza sino de sangre. Por eso el Señor no puede tolerar este inmenso monumento a Mammón. A causa de estos idólatras, que la han profanado (cf. 2.10), la ciudad debe desaparecer por completo, reducida a ruinas […] Esas piedras y cimientos que han dado cuerpo a la ciudad no vienen de Dios ni son fruto de la justicia y el derecho: son fruto de prostitución, de abandonar al Señor para servir al dinero.[2]
Si los textos bíblicos son capaces de movilizar para luchar por la justicia, eso se debe a la intensidad y pasión con que fueron escritos. Luego entonces, más bien habría que preguntarse por qué entre nosotros no surgen más luchadores sociales con trasfondo espiritual como Martin Luther King, Rubén Jaramillo o Evangelina Corona, por citar sólo algunos nombres.
Notas
[1] J.L. Sicre, “Con los pobres de la tierra”. La justicia social en los profetas de Israel. Madrid, Cristiandad, 1985, pp. 250-251.
[2] J.L. Sicre, Los dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas preeexílicos. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 129. Sicre incluye una experiencia personal: “En el verano de 1976 tuve la oportunidad de vivir en San Salvador las repercusiones de la Ley de Reforma Agraria decretada por el gobierno militar en el poder. No era el caos ni la revolución. Sin embargo, entre las personas ricas e influyentes de El Salvador levantó una ola de protestas. Se consideraban los únicos con derecho a opinar y vivir bien, al mismo tiempo que se juzgaban perfectos católicos. Aquella experiencia me ayudó a comprender las denuncias proféticas más que muchas horas de estudio”. “Con los pobres de la tierra”…, n. 41, p. 261.
[1] J.L. Sicre, “Con los pobres de la tierra”. La justicia social en los profetas de Israel. Madrid, Cristiandad, 1985, pp. 250-251.
[2] J.L. Sicre, Los dioses olvidados. Poder y riqueza en los profetas preeexílicos. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 129. Sicre incluye una experiencia personal: “En el verano de 1976 tuve la oportunidad de vivir en San Salvador las repercusiones de la Ley de Reforma Agraria decretada por el gobierno militar en el poder. No era el caos ni la revolución. Sin embargo, entre las personas ricas e influyentes de El Salvador levantó una ola de protestas. Se consideraban los únicos con derecho a opinar y vivir bien, al mismo tiempo que se juzgaban perfectos católicos. Aquella experiencia me ayudó a comprender las denuncias proféticas más que muchas horas de estudio”. “Con los pobres de la tierra”…, n. 41, p. 261.
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