Martes 10 de agosto, 19-20:30 hrs.
LA NEGOCIACIÓN ENTRE DIOS Y SATÁN (II) Job 1.13-22
Modera: Hna. Marena Ponce
DISCURSO EN JERUSALÉN
Octavio Paz
Vuelta, núm. 8, 1977, pp. 45-46.
Hace apenas unos días mi mujer y yo dejamos la ciudad de México. Durante el viaje, mientras volábamos sobre dos continentes y dos mares, pensé continuamente en la carta que, unos meses antes, me había enviado el señor Teddy Kollek, Alcalde de Jerusalén, para anunciarme que se me había otorgado el Premio que hoy tengo el honor de recibir. El señor Kollek me decía que el Premio Internacional Jerusalén tiene por objeto distinguir una obra literaria que sea asimismo una defensa y una exaltación de la libertad. Nada más natural: libertad y literatura son complementarias. Sin la libertad, la literatura es sólo sonido sin destino ni sentido; sin la palabra, la libertad es ciega. La palabra encama en el acto libre y la libertad se vuelve conciencia al reflejarse en la palabra. Ya en el avión volví a pensar en el misterio de la libertad y descubrí que estaba enlazado a las piedras y al destino de Jerusalén. Llamo misterio a la libertad ―a pesar de ser un término que usamos todos los días― porque en el antiguo sentido de la palabra, es decir, en su sentido religioso, la libertad fue literalmente un misterio. En nuestros días la libertad es un concepto político, pero las raíces de ese concepto son religiosas. Del mismo modo que el científico encuentra en un pedazo de terreno diversos estratos geológicos, en la palabra libertad podemos percibir diferentes capas de significados: idea moral, concepto político, paradoja filosófica, lugar común retórico, careta de tiranos y, en el fondo, misterio religioso, dialogo del hombre con el destino.
Al reflexionar sobre los cambios de sentido de la palabra libertad, descubrí de pronto que la dirección de mi viaje, en el plano geográfico y espacial, correspondía a la de mi pensamiento en el plano histórico y espiritual. Al aterrizar el avión en Nueva York, primera escala de nuestro vuelo, recordé que en la fundación de esa ciudad había sido decisiva la doble concepción, holandesa e inglesa, de la libertad. Esta concepción, traducida primero a términos filosóficos y después a jurídicos y políticos, fue el fundamento de la constitución de los Estados Unidos. Al llegar a Londres, di otro salto en el espacio y en el tiempo: ¿cómo olvidar que el mundo moderno comienza con la Reforma y cómo olvidar que los ingleses transformaron ese movimiento de libertad religiosa en la primera revolución política de Occidente? Por último, al enfilar el avión hacia Jerusalén, volví a comprobar la correspondencia de mis movimientos con la orientación de mi pensamiento. Regresaba al origen, al lugar donde la palabra humana y la divina se enlazaron en un dialogo que fue el comienzo de la doble idea que ha alimentado a nuestra civilización: la idea de libertad y la idea de historia. Ambas son inseparables de la palabra judía y, especialmente, de uno de los momentos centrales de esa palabra: el libro de Job. Con el dialogo entre Job, sus amigos y Dios, comienza algo que después se prosiguió en otras tierras y ciudades -Atenas, Florencia, París, Londres-, algo que todavía no termina y que hoy ha regresado al lugar de su nacimiento: Jerusalén. La antigua ciudad de la palabra se ha convertido en la ciudad de la libertad.
En todas las civilizaciones hay un momento en el que el hombre se enfrenta al enigma de la libertad. En el Bhagavad Gita ese momento es el de la epifanía del dios Krisna. El dios ha asumido la forma humana de cochero del carro de guerra del héroe Arjuna. Un día antes de la batalla, Arjuna vàcila y duda: si toda matanza es horrible, la que se avecina lo es mas que las otras pues los jefes del ejército enemigo son sus primos y parientes, gente de su propia casta. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce la “de las leyes de la casta”, es decir, la destrucción de la ley moral. Krisna combate las razones del héroe con argumentos éticos y racionales pero, ante la resistencia de Arjuna, se manifiesta en su forma divina. Esa forma abarca todas las formas, las de la vida tanto como las de la muerte. Ajuna, aterrado, se prosterna ante esta presencia que comprende todas las presencias y en la que bien y mal dejan de ser realidades opuestas. Krisna resume la situación del hombre frente a Dios en una frase: Tú eres mi herramienta. La libertad se disuelve en el absoluto divino. En el otro extremo, Sófocles nos presenta el predicamento de Antígona frente al cadáver de su hermano: si lo entierra, cumple con la ley del cielo pero viola la ley de la ciudad. El dialogo entre Creonte y Antígona no es el conflicto entre dos voluntades sino entre dos leyes: la sagrada y la humana. Antígona escoge la ley del cielo ―y perece; Creonte escoge la de los hombres- y también perece. ¿Escogieron realmente? El destino griego no es menos implacable que el dios Krisna.
En el libro de Job la perspectiva cambia radicalmente. Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ese es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” ―como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera― persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él”. (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica ―Dios es el ser y el hombre está roído por la nada― pero desde su misma insignificancia afirma el carácter irreductible y singular de su persona. Job es Job y reclama el reconocimiento de su particularidad. En esta exigencia, simultáneamente justa e insensata, reside el fundamento de la libertad y su carácter indefinible: la libertad es lo particular frente a lo general, la partícula de ser que escapa a todas los determinismos; el residuo irreductible y que no podemos medir. El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.
La libertad no es una esencia ni una idea. Como no se cansa de repetirlo Job, es una particularidad que se enfrenta a un determinismo y que se obstina en ser distinta y única. La libertad es indefinible; no es un concepto sino una experiencia concreta y singular, enraizada en un aquí y un ahora irrepetibles. Por ser siempre distinta y cambiante, la libertad es historia. Mejor dicho, la historia es el lugar de manifestación de la libertad. No niego la existencia de fuerzas y factores objetivos unos de orden material y otros ideológicos; digo simplemente que la historia no puede reducirse a esas fuerzas y que hay que contar con la complicidad o con la rebeldía del hombre frente a ellas. El hombre es el donador de sentido. La historia no es el sentido del hombre, como sostienen con cierta perversidad algunas filosofías; el hombre es el sentido de la historia. De Bossuet a Hegel y Marx, las distintas filosofías de la historia son engañosas. La historia no es discurso ni teoría: es el dialogo entre lo general y lo particular, los determinismos objetivos y un ser único e indeterminado.
El azar y la necesidad, dos palabras muy citadas en estos días, quizá puedan explicar los fenómenos biológicos, no los históricos. El azar, en la historia, se llama libertad. Es el elemento imprevisible, la partícula de indeterminación, el residuo rebelde a todas las definiciones y medidas. Es Job. La historia no es una filosofía ni puede extraerse de ella una filosofía, salvo la filosofía antifilosófica de lo particular y lo imprevisible --la filosofía de la libertad. El caso de la historia moderna de Israel ilustra de un modo insuperable lo que acabo de decir. Nuestro siglo ha sido y es un tiempo sombrío, inhumano. Un siglo terrible y que será visto con horror en el futuro ―si los hombres vamos a tener un futuro. Pero también hemos sido testigos de momentos y episodios luminosos. Uno de esos momentos fue el de la fundación de Israel; otro, el del combate por la existencia y la independencia de esta nueva nación; otro más, la unificación de Jerusalén y su actual renacimiento cívico y cultural. Aquí conviene repetir que toda tentativa por dividir de nuevo a Jerusalén no sólo sería un inmenso e injustificado error histórico sino que acarrearía otra vez incontables sacrificios a las poblaciones judía y árabe. La reunificación de Jerusalén no es ni puede ser un obstáculo para que se encuentre una solución justa y pacífica que ponga fin al conflicto que desgarra a esta parte del mundo. Una solución en la que tengan cabida las legítimas aspiraciones de los distintos pueblos y comunidades, sin excluir naturalmente a las de los palestinos. Termino: la historia no demuestra: muestra. La lucha de Israel por su existencia y su independencia no se resuelve en una doctrina o en una filosofía política o social. Israel no nos ofrece una idea sino algo mejor, más vivo y más real: un ejemplo.
Hace apenas unos días mi mujer y yo dejamos la ciudad de México. Durante el viaje, mientras volábamos sobre dos continentes y dos mares, pensé continuamente en la carta que, unos meses antes, me había enviado el señor Teddy Kollek, Alcalde de Jerusalén, para anunciarme que se me había otorgado el Premio que hoy tengo el honor de recibir. El señor Kollek me decía que el Premio Internacional Jerusalén tiene por objeto distinguir una obra literaria que sea asimismo una defensa y una exaltación de la libertad. Nada más natural: libertad y literatura son complementarias. Sin la libertad, la literatura es sólo sonido sin destino ni sentido; sin la palabra, la libertad es ciega. La palabra encama en el acto libre y la libertad se vuelve conciencia al reflejarse en la palabra. Ya en el avión volví a pensar en el misterio de la libertad y descubrí que estaba enlazado a las piedras y al destino de Jerusalén. Llamo misterio a la libertad ―a pesar de ser un término que usamos todos los días― porque en el antiguo sentido de la palabra, es decir, en su sentido religioso, la libertad fue literalmente un misterio. En nuestros días la libertad es un concepto político, pero las raíces de ese concepto son religiosas. Del mismo modo que el científico encuentra en un pedazo de terreno diversos estratos geológicos, en la palabra libertad podemos percibir diferentes capas de significados: idea moral, concepto político, paradoja filosófica, lugar común retórico, careta de tiranos y, en el fondo, misterio religioso, dialogo del hombre con el destino.
Al reflexionar sobre los cambios de sentido de la palabra libertad, descubrí de pronto que la dirección de mi viaje, en el plano geográfico y espacial, correspondía a la de mi pensamiento en el plano histórico y espiritual. Al aterrizar el avión en Nueva York, primera escala de nuestro vuelo, recordé que en la fundación de esa ciudad había sido decisiva la doble concepción, holandesa e inglesa, de la libertad. Esta concepción, traducida primero a términos filosóficos y después a jurídicos y políticos, fue el fundamento de la constitución de los Estados Unidos. Al llegar a Londres, di otro salto en el espacio y en el tiempo: ¿cómo olvidar que el mundo moderno comienza con la Reforma y cómo olvidar que los ingleses transformaron ese movimiento de libertad religiosa en la primera revolución política de Occidente? Por último, al enfilar el avión hacia Jerusalén, volví a comprobar la correspondencia de mis movimientos con la orientación de mi pensamiento. Regresaba al origen, al lugar donde la palabra humana y la divina se enlazaron en un dialogo que fue el comienzo de la doble idea que ha alimentado a nuestra civilización: la idea de libertad y la idea de historia. Ambas son inseparables de la palabra judía y, especialmente, de uno de los momentos centrales de esa palabra: el libro de Job. Con el dialogo entre Job, sus amigos y Dios, comienza algo que después se prosiguió en otras tierras y ciudades -Atenas, Florencia, París, Londres-, algo que todavía no termina y que hoy ha regresado al lugar de su nacimiento: Jerusalén. La antigua ciudad de la palabra se ha convertido en la ciudad de la libertad.
En todas las civilizaciones hay un momento en el que el hombre se enfrenta al enigma de la libertad. En el Bhagavad Gita ese momento es el de la epifanía del dios Krisna. El dios ha asumido la forma humana de cochero del carro de guerra del héroe Arjuna. Un día antes de la batalla, Arjuna vàcila y duda: si toda matanza es horrible, la que se avecina lo es mas que las otras pues los jefes del ejército enemigo son sus primos y parientes, gente de su propia casta. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce la “de las leyes de la casta”, es decir, la destrucción de la ley moral. Krisna combate las razones del héroe con argumentos éticos y racionales pero, ante la resistencia de Arjuna, se manifiesta en su forma divina. Esa forma abarca todas las formas, las de la vida tanto como las de la muerte. Ajuna, aterrado, se prosterna ante esta presencia que comprende todas las presencias y en la que bien y mal dejan de ser realidades opuestas. Krisna resume la situación del hombre frente a Dios en una frase: Tú eres mi herramienta. La libertad se disuelve en el absoluto divino. En el otro extremo, Sófocles nos presenta el predicamento de Antígona frente al cadáver de su hermano: si lo entierra, cumple con la ley del cielo pero viola la ley de la ciudad. El dialogo entre Creonte y Antígona no es el conflicto entre dos voluntades sino entre dos leyes: la sagrada y la humana. Antígona escoge la ley del cielo ―y perece; Creonte escoge la de los hombres- y también perece. ¿Escogieron realmente? El destino griego no es menos implacable que el dios Krisna.
En el libro de Job la perspectiva cambia radicalmente. Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ese es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” ―como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera― persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él”. (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica ―Dios es el ser y el hombre está roído por la nada― pero desde su misma insignificancia afirma el carácter irreductible y singular de su persona. Job es Job y reclama el reconocimiento de su particularidad. En esta exigencia, simultáneamente justa e insensata, reside el fundamento de la libertad y su carácter indefinible: la libertad es lo particular frente a lo general, la partícula de ser que escapa a todas los determinismos; el residuo irreductible y que no podemos medir. El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.
La libertad no es una esencia ni una idea. Como no se cansa de repetirlo Job, es una particularidad que se enfrenta a un determinismo y que se obstina en ser distinta y única. La libertad es indefinible; no es un concepto sino una experiencia concreta y singular, enraizada en un aquí y un ahora irrepetibles. Por ser siempre distinta y cambiante, la libertad es historia. Mejor dicho, la historia es el lugar de manifestación de la libertad. No niego la existencia de fuerzas y factores objetivos unos de orden material y otros ideológicos; digo simplemente que la historia no puede reducirse a esas fuerzas y que hay que contar con la complicidad o con la rebeldía del hombre frente a ellas. El hombre es el donador de sentido. La historia no es el sentido del hombre, como sostienen con cierta perversidad algunas filosofías; el hombre es el sentido de la historia. De Bossuet a Hegel y Marx, las distintas filosofías de la historia son engañosas. La historia no es discurso ni teoría: es el dialogo entre lo general y lo particular, los determinismos objetivos y un ser único e indeterminado.
El azar y la necesidad, dos palabras muy citadas en estos días, quizá puedan explicar los fenómenos biológicos, no los históricos. El azar, en la historia, se llama libertad. Es el elemento imprevisible, la partícula de indeterminación, el residuo rebelde a todas las definiciones y medidas. Es Job. La historia no es una filosofía ni puede extraerse de ella una filosofía, salvo la filosofía antifilosófica de lo particular y lo imprevisible --la filosofía de la libertad. El caso de la historia moderna de Israel ilustra de un modo insuperable lo que acabo de decir. Nuestro siglo ha sido y es un tiempo sombrío, inhumano. Un siglo terrible y que será visto con horror en el futuro ―si los hombres vamos a tener un futuro. Pero también hemos sido testigos de momentos y episodios luminosos. Uno de esos momentos fue el de la fundación de Israel; otro, el del combate por la existencia y la independencia de esta nueva nación; otro más, la unificación de Jerusalén y su actual renacimiento cívico y cultural. Aquí conviene repetir que toda tentativa por dividir de nuevo a Jerusalén no sólo sería un inmenso e injustificado error histórico sino que acarrearía otra vez incontables sacrificios a las poblaciones judía y árabe. La reunificación de Jerusalén no es ni puede ser un obstáculo para que se encuentre una solución justa y pacífica que ponga fin al conflicto que desgarra a esta parte del mundo. Una solución en la que tengan cabida las legítimas aspiraciones de los distintos pueblos y comunidades, sin excluir naturalmente a las de los palestinos. Termino: la historia no demuestra: muestra. La lucha de Israel por su existencia y su independencia no se resuelve en una doctrina o en una filosofía política o social. Israel no nos ofrece una idea sino algo mejor, más vivo y más real: un ejemplo.
26 de abril de 1977
No hay comentarios:
Publicar un comentario