21 de noviembre de 2010
1. La protesta profética contra la vida indigna y carente de plenitud
La tradición bíblica fue y es, a todas luces, libertaria, emancipadora. Si para la teoría política una revolución no concluye sino hasta que produce nuevas leyes y un nuevo acuerdo social (constitución), el legado bíblico del acontecimiento del Éxodo estuvo en plena consonancia con ese ideal: apenas salió el pueblo de la esclavitud, Dios en voz de Moisés procedió a establecer las bases legales de la nueva convivencia en libertad y dentro del marco del pacto antiguo con los antecesores/as, las madres y padres de Israel (Ex 20ss). La búsqueda de la vida digna para el pueblo tenía que pasar por un proceso de concientización religiosa y social que colocara el amor y la obediencia hacia Yahvé como centro espiritual que posibilitara y acarreara el ejercicio de una nueva existencia como colectividad, partiendo del irrestricto respeto por la vida individual y familiar. Para la época de Miqueas, en el siglo VIII a.C., la sociedad israelita se había alejado del ideal producido por aquél proceso y había instalado profundas desigualdades en su seno. De ahí que, ante la crisis nacional que se avecinaba, los profetas de la época (pertenecientes a la llamada etapa clásica de este movimiento religioso) aparecieron para denunciar la forma en que había sucedido ese alejamiento e hicieron intensos llamados a los gobernantes y al pueblo para retomar el camino. Su discurso, plagado de llamados al arrepentimiento, apelaba, sobre todo, a la observación y el reconocimiento de la injusticia estructural, así como al grado de desobediencia hacia la ley de Dios, que era, por así decirlo, como el signo de contradicción de la vida social.
Jorge Pixley resume así la perspectiva dominante del profeta en el famoso cap. 6: “La sección A' (5,9-6,7) nuevamente ataca el mal, la corrupción de medidas falsas, la violencia y la mentira (6,9-15). Contiene una querella (rîb) contra Israel, en la que se acusa al pueblo de olvidar las obras salvíficas de Yavé y pretender con sacrificios cubrir las injusticias (6,1-8)”.[1] .El libro, para Pixley, sienta las bases espirituales para que la protesta profética contra la vida indigna que se había instalado como la “normalidad” se convierta en una auténtica insurrección, como se aprecia claramente en 3.9-11, en donde se critica la pretensión de justificar teológicamente la opresión, en flagrante violación del derecho divino establecido en la Ley mosaica. La advertencia y amenaza del v. 12 (“Sión será arada como campo y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas”) muestra las dimensiones del problema.
El pueblo es llamado a levantarse mediante una arenga que no sólo intenta abrirle los ojos, sino que, a la luz del pasado salvífico y redentor, coloca al pueblo una vez más como protagonista de su propia historia, con una actitud muy lejana a aceptar las imposiciones de sus clases gobernantes. Pixley explica cómo se trató de censurar este llamado incluso a la hora de redactar la versión final del cap. 2 para aligerar la lectura desde una clase social atacada por el texto:
Los traductores por lo general quitan la acción del pueblo como enemigo en el v.8, pues suponen que Miqueas fue censurado por dirigirse a los ricos y no pueden entender al texto, que claramente hace del pueblo el actor (y probablemente también el interpelado en la profecía censurada). El texto hebreo es claro sobre que es el pueblo el que se ha alzado. Una vez eliminado el pueblo como el interpelado, los imperativos del v.10 (“¡Alzaos, id, pues no es tiempo de descanso!”) se tienen que leer como un llamado a los ricos a huir. Si se tradujera en el v. 8 a “mi pueblo” como sujeto, entonces resultaría que ¡el pueblo es quien debe alzarse, pues no es tiempo de descanso![2]
De modo que hasta una revolución puede ser un acto de amor de Dios hacia su pueblo…
La tradición bíblica fue y es, a todas luces, libertaria, emancipadora. Si para la teoría política una revolución no concluye sino hasta que produce nuevas leyes y un nuevo acuerdo social (constitución), el legado bíblico del acontecimiento del Éxodo estuvo en plena consonancia con ese ideal: apenas salió el pueblo de la esclavitud, Dios en voz de Moisés procedió a establecer las bases legales de la nueva convivencia en libertad y dentro del marco del pacto antiguo con los antecesores/as, las madres y padres de Israel (Ex 20ss). La búsqueda de la vida digna para el pueblo tenía que pasar por un proceso de concientización religiosa y social que colocara el amor y la obediencia hacia Yahvé como centro espiritual que posibilitara y acarreara el ejercicio de una nueva existencia como colectividad, partiendo del irrestricto respeto por la vida individual y familiar. Para la época de Miqueas, en el siglo VIII a.C., la sociedad israelita se había alejado del ideal producido por aquél proceso y había instalado profundas desigualdades en su seno. De ahí que, ante la crisis nacional que se avecinaba, los profetas de la época (pertenecientes a la llamada etapa clásica de este movimiento religioso) aparecieron para denunciar la forma en que había sucedido ese alejamiento e hicieron intensos llamados a los gobernantes y al pueblo para retomar el camino. Su discurso, plagado de llamados al arrepentimiento, apelaba, sobre todo, a la observación y el reconocimiento de la injusticia estructural, así como al grado de desobediencia hacia la ley de Dios, que era, por así decirlo, como el signo de contradicción de la vida social.
Jorge Pixley resume así la perspectiva dominante del profeta en el famoso cap. 6: “La sección A' (5,9-6,7) nuevamente ataca el mal, la corrupción de medidas falsas, la violencia y la mentira (6,9-15). Contiene una querella (rîb) contra Israel, en la que se acusa al pueblo de olvidar las obras salvíficas de Yavé y pretender con sacrificios cubrir las injusticias (6,1-8)”.[1] .El libro, para Pixley, sienta las bases espirituales para que la protesta profética contra la vida indigna que se había instalado como la “normalidad” se convierta en una auténtica insurrección, como se aprecia claramente en 3.9-11, en donde se critica la pretensión de justificar teológicamente la opresión, en flagrante violación del derecho divino establecido en la Ley mosaica. La advertencia y amenaza del v. 12 (“Sión será arada como campo y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas”) muestra las dimensiones del problema.
El pueblo es llamado a levantarse mediante una arenga que no sólo intenta abrirle los ojos, sino que, a la luz del pasado salvífico y redentor, coloca al pueblo una vez más como protagonista de su propia historia, con una actitud muy lejana a aceptar las imposiciones de sus clases gobernantes. Pixley explica cómo se trató de censurar este llamado incluso a la hora de redactar la versión final del cap. 2 para aligerar la lectura desde una clase social atacada por el texto:
Los traductores por lo general quitan la acción del pueblo como enemigo en el v.8, pues suponen que Miqueas fue censurado por dirigirse a los ricos y no pueden entender al texto, que claramente hace del pueblo el actor (y probablemente también el interpelado en la profecía censurada). El texto hebreo es claro sobre que es el pueblo el que se ha alzado. Una vez eliminado el pueblo como el interpelado, los imperativos del v.10 (“¡Alzaos, id, pues no es tiempo de descanso!”) se tienen que leer como un llamado a los ricos a huir. Si se tradujera en el v. 8 a “mi pueblo” como sujeto, entonces resultaría que ¡el pueblo es quien debe alzarse, pues no es tiempo de descanso![2]
De modo que hasta una revolución puede ser un acto de amor de Dios hacia su pueblo…
2. Amar al prójimo, a quien se ve, vocación humana para “vivir en el mundo”
Cada prójimo/a es portador/a de la imagen invisible de Dios, una imagen que se puede calificar de “moral”, dicho en términos más o menos legales. Si esa imagen va por doquier como una expresión visible de la presencia de Dios en el mundo, entonces no habría escapatoria para decir que no es posible amar a Dios y que este amor, como plantea I Jn, sólo es viable a partir de personas concretas. Estamos hablando entonces de una doble encarnación del amor de Dios en el mundo: siguiendo las pautas del Cuarto Evangelio, I Jn desea profundizar radicalmente en el hecho de que si Dios “vino en carne” en Jesús de Nazaret, también el prójimo es encarnación de Dios en el mundo y que a través de él es posible hacer visible el amor a Dios, el invisible. James Wheeler lo resumió así: “El amor de Dios hacia nosotros es un amor que engendra praxis de amor entre nosotros, y si no existe tal praxis el amor que Dios nos tiene no está en nosotros. A su vez, el amor nuestro a Dios sólo es posible y se verifica en nuestro amor al hermano. Si no existe el amor mutuo, entonces el amor a Dios es un mero decir (4:20). Esto es, en la praxis concreta de amor se verifica, realiza y completa tanto el amor que Dios nos tiene como nuestro amor a Él”.[3]
Resulta bastante claro que I Jn 4 desarrolla amplia y creativamente la doctrina antropológica de la imagen de Dios en el ser humano: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”, dice primero (v. 8). Y si Jesús fue el Amor Encarnado, él enseña a “descubrir” en los demás la posibilidad de reflejar a Dios, en medio de toda su imperfección. “Nadie ha visto jamás a Dios” subraya más adelante (v. 12) para preparar el golpe final mediante otra audaz y comprometedora observación: “…pues como él, así somos nosotros en este mundo” (v. 17), y así afirmar contundentemente: “Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia (misé, de donde vienen misantropía y misoginia) a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (v. 20). He aquí la fuente de la mayor de las revoluciones: la revolución del amor guiada por una experiencia de proj(x)imidad que es capaz de encontrarse con Dios en las demás personas, es decir, como iconos de Dios en medio del mundo.
Una revolución social (y no como ahora se vive en México, una “revolución de los ricos” (Carlos Tello M.),[4] la cual, al parecer, comenzó en 1995, aunque otros la sitúan desde el sexenio de 1946-1952,[5] entonces, sólo puede verse como el ejercicio ético del amor más crítico dominado no sólo por un ansia de justicia sino también por el deseo de poner a funcionar un amor que produzca, sobre todo, igualdad y respeto sobre la base de la común imagen de Dios de la cual todos/as somos portadores/as. Estamos en el mundo, dice I Jn, para vivir existencias llenas de amor, de un amor cósmico, pero sobre todo concretado en los seres que nos rodean, incluso aquellos que nos producen alergia con su cercanía… No un amor fingido, contra el cual advierte en 3.18 (igual que Pablo en Ro 12.9a). Es lo que el biblista mexicano Raúl H. Lugo denomina el “amor eficaz”: “no existe otra alternativa; un amor a Dios que no se verifica en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios” y “Amor eficaz quiere decir, hoy por hoy en nuestro continente, lucha a brazo partido por la eliminación de las causas que producen la muerte de los pobres. Esta es la única manera, no solamente de amar al prójimo, sino de permitir que el amor de Dios se manifieste en el mundo”.[6]
Cada prójimo/a es portador/a de la imagen invisible de Dios, una imagen que se puede calificar de “moral”, dicho en términos más o menos legales. Si esa imagen va por doquier como una expresión visible de la presencia de Dios en el mundo, entonces no habría escapatoria para decir que no es posible amar a Dios y que este amor, como plantea I Jn, sólo es viable a partir de personas concretas. Estamos hablando entonces de una doble encarnación del amor de Dios en el mundo: siguiendo las pautas del Cuarto Evangelio, I Jn desea profundizar radicalmente en el hecho de que si Dios “vino en carne” en Jesús de Nazaret, también el prójimo es encarnación de Dios en el mundo y que a través de él es posible hacer visible el amor a Dios, el invisible. James Wheeler lo resumió así: “El amor de Dios hacia nosotros es un amor que engendra praxis de amor entre nosotros, y si no existe tal praxis el amor que Dios nos tiene no está en nosotros. A su vez, el amor nuestro a Dios sólo es posible y se verifica en nuestro amor al hermano. Si no existe el amor mutuo, entonces el amor a Dios es un mero decir (4:20). Esto es, en la praxis concreta de amor se verifica, realiza y completa tanto el amor que Dios nos tiene como nuestro amor a Él”.[3]
Resulta bastante claro que I Jn 4 desarrolla amplia y creativamente la doctrina antropológica de la imagen de Dios en el ser humano: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”, dice primero (v. 8). Y si Jesús fue el Amor Encarnado, él enseña a “descubrir” en los demás la posibilidad de reflejar a Dios, en medio de toda su imperfección. “Nadie ha visto jamás a Dios” subraya más adelante (v. 12) para preparar el golpe final mediante otra audaz y comprometedora observación: “…pues como él, así somos nosotros en este mundo” (v. 17), y así afirmar contundentemente: “Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia (misé, de donde vienen misantropía y misoginia) a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (v. 20). He aquí la fuente de la mayor de las revoluciones: la revolución del amor guiada por una experiencia de proj(x)imidad que es capaz de encontrarse con Dios en las demás personas, es decir, como iconos de Dios en medio del mundo.
Una revolución social (y no como ahora se vive en México, una “revolución de los ricos” (Carlos Tello M.),[4] la cual, al parecer, comenzó en 1995, aunque otros la sitúan desde el sexenio de 1946-1952,[5] entonces, sólo puede verse como el ejercicio ético del amor más crítico dominado no sólo por un ansia de justicia sino también por el deseo de poner a funcionar un amor que produzca, sobre todo, igualdad y respeto sobre la base de la común imagen de Dios de la cual todos/as somos portadores/as. Estamos en el mundo, dice I Jn, para vivir existencias llenas de amor, de un amor cósmico, pero sobre todo concretado en los seres que nos rodean, incluso aquellos que nos producen alergia con su cercanía… No un amor fingido, contra el cual advierte en 3.18 (igual que Pablo en Ro 12.9a). Es lo que el biblista mexicano Raúl H. Lugo denomina el “amor eficaz”: “no existe otra alternativa; un amor a Dios que no se verifica en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios” y “Amor eficaz quiere decir, hoy por hoy en nuestro continente, lucha a brazo partido por la eliminación de las causas que producen la muerte de los pobres. Esta es la única manera, no solamente de amar al prójimo, sino de permitir que el amor de Dios se manifieste en el mundo”.[6]
Notas
[1] J. Pixley, “Miqueas el libro y Miqueas el profeta”, en RIBLA, núm.35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/miqueas%20el%20libro.html
[2] Idem.
[3] J. Wheeler, “Amor que genera compromiso. La estructura manifiesta de I Juan”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/8%20james.htm. Énfasis original.
[4] Antonio Castellanos, “Urge revertir la revolución de los ricos: Tello Macías”, en La Jornada, 9 de mayo de 2007: “..el sector privado empezó a buscar el poder en 1975, como una reacción entre otras cosas al movimiento estudiantil de 1968. Tomaron el poder y una forma fue conquistando ‘el futuro a través de las universidades privadas’. En 1975 los neopanistas empezaron a conquistar el poder de la periferia al centro. Fue ‘la revolución de los ricos’, en la que ahora unos cuantos se llevan la mayor parte del pastel”.
[5] Alicia Quiñones, “Álvaro Matute, “La revolución se detuvo con Miguel Alemán”, en Laberinto, supl. de Milenio, 20 de noviembre de 2010, http://impreso.milenio.com/node/8868145.
[6] R.H. Lugo R., “El amor eficaz, único criterio. (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
[1] J. Pixley, “Miqueas el libro y Miqueas el profeta”, en RIBLA, núm.35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/miqueas%20el%20libro.html
[2] Idem.
[3] J. Wheeler, “Amor que genera compromiso. La estructura manifiesta de I Juan”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/8%20james.htm. Énfasis original.
[4] Antonio Castellanos, “Urge revertir la revolución de los ricos: Tello Macías”, en La Jornada, 9 de mayo de 2007: “..el sector privado empezó a buscar el poder en 1975, como una reacción entre otras cosas al movimiento estudiantil de 1968. Tomaron el poder y una forma fue conquistando ‘el futuro a través de las universidades privadas’. En 1975 los neopanistas empezaron a conquistar el poder de la periferia al centro. Fue ‘la revolución de los ricos’, en la que ahora unos cuantos se llevan la mayor parte del pastel”.
[5] Alicia Quiñones, “Álvaro Matute, “La revolución se detuvo con Miguel Alemán”, en Laberinto, supl. de Milenio, 20 de noviembre de 2010, http://impreso.milenio.com/node/8868145.
[6] R.H. Lugo R., “El amor eficaz, único criterio. (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
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