29 de mayo de 2011
1. La autoridad y el “origen existencial” de la familia
Si hablamos en términos políticos, la familia no nace como una democracia, pero se orienta hacia ella en el sentido de llegar a ser una comunidad guiada por consensos razonables y encaminados al sano ejercicio de la libertad humana. Cada ser humano trae potencialmente, dentro de sí, una serie de “capacidades familiares” que la cultura y la tradición le han transmitido y se espera que las reproduzca en el momento adecuado. Esto es lo que entendemos aquí por “origen existencial”, es decir, que a la singularidad propia de cada individuo, fruto de la relación familiar que haya experimentado, le corresponde un desarrollo propio de la autoridad en las dos fases, primero como persona sometida y después como quien participará en el ejercicio de la autoridad en una nueva familia. Las intuiciones y expresiones populares, crueles pero realistas (“Pero con tus hijos lo pagarás”, “Como te ves, me vi; como me ves te verás”), advierten acerca de los peligros de no estar suficientemente conscientes de la responsabilidad que se asume en este sentido al llegar a ser padres de familia.
Las Escrituras mismas dan fe de este proceso, pues exponen la situación y conducta de personas que alcanzaron un alto grado de responsabilidad, al lado de otras que no lo consiguieron y tuvieron efectos lamentables en su desarrollo. Así explicaba el pastor reformado Roger Mehl la perspectiva del AT sobre la autoridad familiar: “La obediencia y el honor tributados a los padres se dirigen a aquellos que transmiten la ley divina y que, transmitiendo esta ley y circuncidando a sus hijos, los integran en la alianza pactada entre Dios y su pueblo. En su calidad de iniciadores a esta existencia en el seno del pueblo de la promesa, ostentan los padres una autoridad, que en la práctica fue ruda y severa”.[1] Acerca del NT, afirma: “El NT, más sensible a la vocación personal de cada uno en el seno de la comunidad de la Iglesia, pone énfasis —aunque discretamente— en aquello que atempera la autoridad paternal. Porque esta autoridad se ejerce sobre una persona, sobre esos niños a los que el Señor quiere acoger con el mismo título que a los adultos”.[2]
El caso de Jacob y lo que decía la Ley antigua sobre la sujeción a la autoridad de los padres muestran también la forma en que la práctica de la autoridad familiar se transmitía generacionalmente o se reforzaba con sanciones criminales. Hugo Cáceres explica algunas de las fases por las que atravesó Jacob, en su camino personal para ser un padre con una clara conciencia de la autoridad, justamente la que no había dignificado en su temprana juventud, pero que ahora debía practicar:
El que luchó con Dios y le arrancó su bendición regresa ahora a las luchas de la vida con otra perspectiva. A diferencia de su abuelo y su padre que se escudaron tras las mujeres para salvar la vida (Gn 12,10-20; 20; 26,6-1), Jacob se coloca delante de su hermano protegiendo el clan para humildemente solicitar misericordia del poderoso Esaú (Gn 33,3). Sin embargo, asumida la vía negativa, Jacob debe aceptar algunas sorpresas de Dios. […] Junto con la maduración humana y espiritual y posesionado genuinamente del rol de la paternidad, Jacob probará la amargura de algunos fracasos en el seno familiar por medio de cuatro acontecimientos:
1. Su hija es violada (Gn 34) lo que provoca la venganza de Simeón y Leví contra los varones de Sikem. […]
2. El nacimiento de su último hijo, Benjamín, le cuesta la muerte de su esposa favorita (Gn 35,16-20).
3. Rubén, su hijo mayor, (“Rubén tu eres mi primogénito, las primicias de mi virilidad…” Gn 49.3) cohabitó con una de sus concubinas (Gn 35.21)
4. José, su hijo predilecto, es raptado y vendido por sus propios hermanos.
[…] ¡Nada asegura al hombre íntegro y maduro la mayor disfuncionalidad familiar! (Gn 37). Pero Jacob tiene ahora las cualidades esenciales del varón: compasión y coraje.[3]
2. ¿Autoridad, poder y sumisión?
I Timoteo es muy clara al referirse al ejercicio de la autoridad en la familia, máxime si se trata de un espacio en donde aparece un llamado más formal al servicio. Las instrucciones de 3.1-7 para los supervisores eclesiásticos (“obispos”) incluyen observaciones muy puntuales sobre su vida conyugal y familiar. Llama la atención que se condena rotundamente la bigamia (v. 2) antes de establecer características relacionadas con su autoridad familiar. La monogamia obliga al servidor de Dios a concentrarse en un solo espacio filial y prestar más atención a sus hijos, a diferencia del AT en donde aún se consideraba viable la bigamia, por lo que ahora se promovía la fidelidad matrimonial en primer lugar, acaso como base de la autoridad moral y práctica hacia los hijos: “…para el autor, el matrimonio y la formación de un hogar eran muy importantes”.[4]
Sobre la instrucción específica acerca del “gobierno de los hijos”, explica Tamez: “El verbo utilizado para “gobernar” (proistemi) tiene también la connotación de “velar por”, pero en este caso la connotación mayor recae sobre “gobernar”, “dirigir”, cosa que se deduce por la alusión a la obediencia de los hijos y por la frase siguiente […] El autor está transfiriendo los valores de la casa patriarcal a la iglesia”.[5]
De modo que la autoridad familiar procede de la fidelidad conyugal, primero, y de velar adecuadamente del bienestar de los hijos. Esas dos premisas morales conllevan que, como se dice vulgarmente, ambos padres se “ganen” la autoridad con el ejemplo y la praxis de una paternidad/maternidad sumamente responsables. Si eso no se cumple, difícilmente podrá haber una autoridad sana. Otro aspecto crucial son los estilos de autoridad familiar, que evidentemente oscilan, en nuestro medio, entre el autoritarismo extremo y el cooperacionismo consensuado, ideal para el espíritu de nuestra época.
Estilo permisivo o sobreprotector
· Consideran que los hijos son buenos y saben qué tienen que hacer.Hay que darles todo lo que piden, especialmente aquello que los padres no pudieron tener.
· Tratan de evitar que sus hijos se enfrenten a las dificultades de la vida, y van quitándoles obstáculos.
· En los conflictos, los hijos siempre salen ganando.
· No hay una orientación dada por los padres, los hijos crecen sin pautas de conducta.Consecuencias educativas:
· Al no tener un código de conducta marcado, los hijos no suelen tener referentes, y por tanto, no saben a qué atenerse.
· Les faltan hábitos de esfuerzo, de trabajo para ponerse a la realización de un proyecto personal. Tienden a la labilidad emocional.
Estilo autoritario
· La razón es siempre de los padres.
· Consideran que el respeto de los hijos proviene del temor
· Los padres imponen las soluciones en los conflictos que se plantean.
· Los padres dirigen y controlan todo el proceso de toma de decisiones.
· Critican a la persona ("eres un inútil"), no las acciones de la persona, lo que genera una baja autoestima.
Estilo cooperativo
· Los padres consideran que se pueden equivocar en las decisiones como cualquier ser humano.
· Buscan y potencian que los hijos puedan aprender autónomamente y que saquen lo mejor de sí mismos.
· Ayudan en la búsqueda de soluciones equidistantes del abandono y de la sobreprotección
· Consideran que los problemas son un reto para la superación personal.
· Las relaciones entre padres e hijos están presididas por el respeto mutuo y la cooperación.[6]
Si hablamos en términos políticos, la familia no nace como una democracia, pero se orienta hacia ella en el sentido de llegar a ser una comunidad guiada por consensos razonables y encaminados al sano ejercicio de la libertad humana. Cada ser humano trae potencialmente, dentro de sí, una serie de “capacidades familiares” que la cultura y la tradición le han transmitido y se espera que las reproduzca en el momento adecuado. Esto es lo que entendemos aquí por “origen existencial”, es decir, que a la singularidad propia de cada individuo, fruto de la relación familiar que haya experimentado, le corresponde un desarrollo propio de la autoridad en las dos fases, primero como persona sometida y después como quien participará en el ejercicio de la autoridad en una nueva familia. Las intuiciones y expresiones populares, crueles pero realistas (“Pero con tus hijos lo pagarás”, “Como te ves, me vi; como me ves te verás”), advierten acerca de los peligros de no estar suficientemente conscientes de la responsabilidad que se asume en este sentido al llegar a ser padres de familia.
Las Escrituras mismas dan fe de este proceso, pues exponen la situación y conducta de personas que alcanzaron un alto grado de responsabilidad, al lado de otras que no lo consiguieron y tuvieron efectos lamentables en su desarrollo. Así explicaba el pastor reformado Roger Mehl la perspectiva del AT sobre la autoridad familiar: “La obediencia y el honor tributados a los padres se dirigen a aquellos que transmiten la ley divina y que, transmitiendo esta ley y circuncidando a sus hijos, los integran en la alianza pactada entre Dios y su pueblo. En su calidad de iniciadores a esta existencia en el seno del pueblo de la promesa, ostentan los padres una autoridad, que en la práctica fue ruda y severa”.[1] Acerca del NT, afirma: “El NT, más sensible a la vocación personal de cada uno en el seno de la comunidad de la Iglesia, pone énfasis —aunque discretamente— en aquello que atempera la autoridad paternal. Porque esta autoridad se ejerce sobre una persona, sobre esos niños a los que el Señor quiere acoger con el mismo título que a los adultos”.[2]
El caso de Jacob y lo que decía la Ley antigua sobre la sujeción a la autoridad de los padres muestran también la forma en que la práctica de la autoridad familiar se transmitía generacionalmente o se reforzaba con sanciones criminales. Hugo Cáceres explica algunas de las fases por las que atravesó Jacob, en su camino personal para ser un padre con una clara conciencia de la autoridad, justamente la que no había dignificado en su temprana juventud, pero que ahora debía practicar:
El que luchó con Dios y le arrancó su bendición regresa ahora a las luchas de la vida con otra perspectiva. A diferencia de su abuelo y su padre que se escudaron tras las mujeres para salvar la vida (Gn 12,10-20; 20; 26,6-1), Jacob se coloca delante de su hermano protegiendo el clan para humildemente solicitar misericordia del poderoso Esaú (Gn 33,3). Sin embargo, asumida la vía negativa, Jacob debe aceptar algunas sorpresas de Dios. […] Junto con la maduración humana y espiritual y posesionado genuinamente del rol de la paternidad, Jacob probará la amargura de algunos fracasos en el seno familiar por medio de cuatro acontecimientos:
1. Su hija es violada (Gn 34) lo que provoca la venganza de Simeón y Leví contra los varones de Sikem. […]
2. El nacimiento de su último hijo, Benjamín, le cuesta la muerte de su esposa favorita (Gn 35,16-20).
3. Rubén, su hijo mayor, (“Rubén tu eres mi primogénito, las primicias de mi virilidad…” Gn 49.3) cohabitó con una de sus concubinas (Gn 35.21)
4. José, su hijo predilecto, es raptado y vendido por sus propios hermanos.
[…] ¡Nada asegura al hombre íntegro y maduro la mayor disfuncionalidad familiar! (Gn 37). Pero Jacob tiene ahora las cualidades esenciales del varón: compasión y coraje.[3]
2. ¿Autoridad, poder y sumisión?
I Timoteo es muy clara al referirse al ejercicio de la autoridad en la familia, máxime si se trata de un espacio en donde aparece un llamado más formal al servicio. Las instrucciones de 3.1-7 para los supervisores eclesiásticos (“obispos”) incluyen observaciones muy puntuales sobre su vida conyugal y familiar. Llama la atención que se condena rotundamente la bigamia (v. 2) antes de establecer características relacionadas con su autoridad familiar. La monogamia obliga al servidor de Dios a concentrarse en un solo espacio filial y prestar más atención a sus hijos, a diferencia del AT en donde aún se consideraba viable la bigamia, por lo que ahora se promovía la fidelidad matrimonial en primer lugar, acaso como base de la autoridad moral y práctica hacia los hijos: “…para el autor, el matrimonio y la formación de un hogar eran muy importantes”.[4]
Sobre la instrucción específica acerca del “gobierno de los hijos”, explica Tamez: “El verbo utilizado para “gobernar” (proistemi) tiene también la connotación de “velar por”, pero en este caso la connotación mayor recae sobre “gobernar”, “dirigir”, cosa que se deduce por la alusión a la obediencia de los hijos y por la frase siguiente […] El autor está transfiriendo los valores de la casa patriarcal a la iglesia”.[5]
De modo que la autoridad familiar procede de la fidelidad conyugal, primero, y de velar adecuadamente del bienestar de los hijos. Esas dos premisas morales conllevan que, como se dice vulgarmente, ambos padres se “ganen” la autoridad con el ejemplo y la praxis de una paternidad/maternidad sumamente responsables. Si eso no se cumple, difícilmente podrá haber una autoridad sana. Otro aspecto crucial son los estilos de autoridad familiar, que evidentemente oscilan, en nuestro medio, entre el autoritarismo extremo y el cooperacionismo consensuado, ideal para el espíritu de nuestra época.
Estilo permisivo o sobreprotector
· Consideran que los hijos son buenos y saben qué tienen que hacer.Hay que darles todo lo que piden, especialmente aquello que los padres no pudieron tener.
· Tratan de evitar que sus hijos se enfrenten a las dificultades de la vida, y van quitándoles obstáculos.
· En los conflictos, los hijos siempre salen ganando.
· No hay una orientación dada por los padres, los hijos crecen sin pautas de conducta.Consecuencias educativas:
· Al no tener un código de conducta marcado, los hijos no suelen tener referentes, y por tanto, no saben a qué atenerse.
· Les faltan hábitos de esfuerzo, de trabajo para ponerse a la realización de un proyecto personal. Tienden a la labilidad emocional.
Estilo autoritario
· La razón es siempre de los padres.
· Consideran que el respeto de los hijos proviene del temor
· Los padres imponen las soluciones en los conflictos que se plantean.
· Los padres dirigen y controlan todo el proceso de toma de decisiones.
· Critican a la persona ("eres un inútil"), no las acciones de la persona, lo que genera una baja autoestima.
Estilo cooperativo
· Los padres consideran que se pueden equivocar en las decisiones como cualquier ser humano.
· Buscan y potencian que los hijos puedan aprender autónomamente y que saquen lo mejor de sí mismos.
· Ayudan en la búsqueda de soluciones equidistantes del abandono y de la sobreprotección
· Consideran que los problemas son un reto para la superación personal.
· Las relaciones entre padres e hijos están presididas por el respeto mutuo y la cooperación.[6]
Notas
[1] R. Mehl, Sociedad y amor. Problemas éticos de la vida familiar. Barcelona, Fontanella, 1968, p. 69.
[2] Idem.
[3] Hugo Cáceres Guinet, Algunos elementos de la espiritualidad masculina vistos a través de la narración bíblica de Jacob”, en RIBLA, núm. 56, 2007/1, pp. 22-23, www.claiweb.org/ribla/ribla56/guinet.html.
[4] E. Tamez, Luchas de poder en los orígenes del cristianismo. Un estudio de la 1ª carta a Timoteo. San José, DEI, 2004, p. 171.
[5] Ibid., p. 173.
[6] “Los estilos de autoridad en la familia”, en http://ntic.educacion.es/w3//recursos2/e_padres/html/autorid.htm.
[2] Idem.
[3] Hugo Cáceres Guinet, Algunos elementos de la espiritualidad masculina vistos a través de la narración bíblica de Jacob”, en RIBLA, núm. 56, 2007/1, pp. 22-23, www.claiweb.org/ribla/ribla56/guinet.html.
[4] E. Tamez, Luchas de poder en los orígenes del cristianismo. Un estudio de la 1ª carta a Timoteo. San José, DEI, 2004, p. 171.
[5] Ibid., p. 173.
[6] “Los estilos de autoridad en la familia”, en http://ntic.educacion.es/w3//recursos2/e_padres/html/autorid.htm.
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