Toda la ley se cumple,
si se cumple este solo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Pero
si andan mordiéndose y devorándose unos a otros, terminarán por destruirse
mutuamente.
Gálatas 5.14-15, La
Palabra (Hispanoamérica)
Todas
las cartas apostólicas del Nuevo Testamento dan fe de una vida comunitaria
activa y, en ocasiones, conflictiva. En el caso de la dirigida a los habitantes
de la Galacia (fechada, aproximadamente, entre los años 50 y 56), región cercana
a Tarso, primera en Asia Menor (la actual Turquía) donde San Pablo fundó
iglesias (Iconio, Listra, Derbe) entre el 47 y 48, pero donde las cosas no
fueron fáciles en un principio (Hch 13.1-21), aunque lograron establecer una
base más o menos sólida. En el segundo viaje (año 49), volvió a Galacia y conoció
en Listra a Timoteo (Hch 16.1-5); el texto subraya: “Con el paso de los días,
las iglesias se fortalecían en la fe y aumentaban en número”. De allí
partiría hacia Filipos, en Macedonia, norte de Grecia. En el tercer viaje,
Pablo pasó de nuevo por allí, “confortando en la fe a todos los discípulos” (Hch18.23).
Este es el origen de la relación del apóstol con estas iglesias, a las que les
dirige una de sus cartas más apasionadas (redactada quizá en Corinto durante su
estancia de dos años, 50-52), pues surge del conflicto: “Algunos han ido a
Galacia y predicado la necesidad de la circuncisión; por tanto, de ser ‘plenamente’
judíos”.[1] Pablo los refuta y
exhorta a los gálatas a resistir esos embates en nombre de la libertad que
Cristo les ha otorgado, pues “volver a la etapa anterior no sólo sería hacer
inútil la cruz de Cristo, sino también nos vuelve esclavos. Somos libres de un
amo pero no para ser vendidos a otro, sino para no tener amos; para dejar que
obre el espíritu” (Idem).
La libertad cristiana es el gran tema de la carta
pero también destaca, especialmente en el cap. 5 el de la fraternidad-sororidad
como alternativa a los egoísmos establecidos como norma en la sociedad de su
tiempo y en la actual, basadas en versiones más o menos similares de la consigna
popular “sálvese quien pueda”, y no en la existencia comunitaria libre, solidaria
y participativa. Esa convicción actualizaba el recuerdo vivo del designio
divino para el antiguo Israel, que ahora se hacía presente en el legado
espiritual de Jesús:
…la revolución más
honda que trae Jesús de Nazaret es llevar a su máxima expresión la fraternidad
que Israel propone vivir en el interno del pueblo de Dios. Ya el decálogo
proponía una sociedad alternativa ante la violencia política, social,
económica. E Israel aparece, probablemente desde la alianza de Siquem, como una
sociedad alternativa a la que muchos eligen adherir. Y esa novedad viene dada
por el saberse “hermanos”. Muchas cosas que pueden hacerse con los de “fuera”,
los “lejanos”, están expresamente vedadas con los “hermanos”: prestar a usura,
esclavizar, quedarse con las tierras o las propiedades. Actuar con los otros
del propio pueblo como verdaderos hermanos, pretender “encarnar” el “sueño” de
Dios de una sociedad en la que el “derecho y la justicia” sean visibles. Que se
muestre a todos los pueblos que otro mundo es posible. Es verdad
que Israel muchas veces no vivió conforme a eso, y los profetas son la prueba
más evidente de ello. Pero es para eso que es elegido, es eso lo que debe
mostrar a los demás pueblos. (Idem)
La iglesia vendría a cumplir el remoto sueño
mosaico de una “comunidad alternativa”, es decir, una auténtica familia
espiritual, pues se basa en llamar Abbá a
Dios, reconociéndolo como Padre común, lo que instala la igualdad humana como
una realidad originaria que transforma el resto las relaciones, superando las
barreras de todo tipo (raciales, culturales, sociales) y proyecta la existencia
comunitaria hacia el propósito de instaurar el Reino de Dios en el mundo. La
nueva comunidad es confrontada por el gran mandamiento antiguo que resume toda
la ley y que, cumpliéndolo, permite afirmar que se ha cumplido toda ella: amar
al prójimo como a uno mismo. Ése es el ideal, pero Pablo estaba enterado de que
nuevas rencillas ponían en entredicho la libertad misma que habían ganado en
Cristo (5.13), la cual no puede encubrir la obligación humana y ética del amor
hacia los demás. Las “desordenadas apetencias humanas [carnales]” (sarkí) pueden encubrir, obstaculizar, la
existencia cristiana comunitaria; al contrario, el amor (ágapes) es la nueva consigna de vida, capaz de hacer que los integrantes
de la comunidad se sirvan unos a otros como esclavos o siervos (douleúte). Ése es el grado de
fraternidad-sororidad que se espera de las iglesias.
En el v. 15, la enunciación del mandamiento antiguo
es seguida por una constatación que no le agrada al apóstol: los gálatas ya se
estaban “mordiendo” (dáknete) y “devorando”
(katesthíete), lo que sin duda los
llevaría a la “destrucción” (analothête).
Morderse y devorarse son expresiones gráficas de hasta dónde pueden llegar las
disensiones en el cuerpo visible de Cristo en el mundo y no marcan ninguna
diferencia con el resto de la humanidad. Por eso Pablo asume que son actitudes
carnales, contrarias al Espíritu (vv. 16-17a), y que deben ser desarraigadas de
la vida comunitaria. La destrucción posible es la disolución de la comunidad,
esto es, ir en sentido contrario a la voluntad de Dios, por lo que el esfuerzo
para mantener la hermandad y la filiación cristiana enfrenta permanentemente el
reto de la disolución y el caos, puesto que la vida comunitaria, y no
necesariamente la organización, la doctrina o la autoridad, establece un nuevo
orden en la vida de sus miembros. Pablo mismo lo demuestra al referirse al
apóstol Pedro y cuestionar sus acciones en el marco de la colegialidad del
momento. La lucha histórica entre el Espíritu y la carne es sumamente intensa y
constante: “El antagonismo es tan irreductible, que les impide hacer lo que
ustedes desearían.” (v. 17b).
La realidad del amor fraterno debe ir más allá de
esos extremos realistas y hasta cínicos que periódicamente nos embargan (“¡Todos
en la Iglesia son necesarios, pero nadie es indispensable!”) y de la
ingenuidad que supone que es posible mantener únicamente apariencias en nombre
de una a veces falsa unidad. Ni lo uno ni lo otro es voluntad de Dios. Como escribió
Bonhoeffer:
Es precisamente en este
aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde
sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna
provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad
piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre
religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. […]
Debemos
persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la
comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte
para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en
un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus
intenciones personales.
Dios
aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen
exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces
de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un
reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros
crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal
que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría,
hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde
cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar
a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra
amargura contra nosotros mismos.[2]
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