sábado, 23 de febrero de 2013

El amor al prójimo en la comunidad: ¿realidad o sólo un buen deseo?, L. Cervantes-O.

24 de febrero, 2013

Toda la ley se cumple, si se cumple este solo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Pero si andan mordiéndose y devorándose unos a otros, terminarán por destruirse mutuamente.
Gálatas 5.14-15, La Palabra (Hispanoamérica)

Todas las cartas apostólicas del Nuevo Testamento dan fe de una vida comunitaria activa y, en ocasiones, conflictiva. En el caso de la dirigida a los habitantes de la Galacia (fechada, aproximadamente, entre los años 50 y 56), región cercana a Tarso, primera en Asia Menor (la actual Turquía) donde San Pablo fundó iglesias (Iconio, Listra, Derbe) entre el 47 y 48, pero donde las cosas no fueron fáciles en un principio (Hch 13.1-21), aunque lograron establecer una base más o menos sólida. En el segundo viaje (año 49), volvió a Galacia y conoció en Listra a Timoteo (Hch 16.1-5); el texto subraya: “Con el paso de los días, las iglesias se fortalecían en la fe y aumentaban en número”. De allí partiría hacia Filipos, en Macedonia, norte de Grecia. En el tercer viaje, Pablo pasó de nuevo por allí, “confortando en la fe a todos los discípulos” (Hch18.23). Este es el origen de la relación del apóstol con estas iglesias, a las que les dirige una de sus cartas más apasionadas (redactada quizá en Corinto durante su estancia de dos años, 50-52), pues surge del conflicto: “Algunos han ido a Galacia y predicado la necesidad de la circuncisión; por tanto, de ser ‘plenamente’ judíos”.[1] Pablo los refuta y exhorta a los gálatas a resistir esos embates en nombre de la libertad que Cristo les ha otorgado, pues “volver a la etapa anterior no sólo sería hacer inútil la cruz de Cristo, sino también nos vuelve esclavos. Somos libres de un amo pero no para ser vendidos a otro, sino para no tener amos; para dejar que obre el espíritu” (Idem).
La libertad cristiana es el gran tema de la carta pero también destaca, especialmente en el cap. 5 el de la fraternidad-sororidad como alternativa a los egoísmos establecidos como norma en la sociedad de su tiempo y en la actual, basadas en versiones más o menos similares de la consigna popular “sálvese quien pueda”, y no en la existencia comunitaria libre, solidaria y participativa. Esa convicción actualizaba el recuerdo vivo del designio divino para el antiguo Israel, que ahora se hacía presente en el legado espiritual de Jesús:

…la revolución más honda que trae Jesús de Nazaret es llevar a su máxima expresión la fraternidad que Israel propone vivir en el interno del pueblo de Dios. Ya el decálogo proponía una sociedad alternativa ante la violencia política, social, económica. E Israel aparece, probablemente desde la alianza de Siquem, como una sociedad alternativa a la que muchos eligen adherir. Y esa novedad viene dada por el saberse “hermanos”. Muchas cosas que pueden hacerse con los de “fuera”, los “lejanos”, están expresamente vedadas con los “hermanos”: prestar a usura, esclavizar, quedarse con las tierras o las propiedades. Actuar con los otros del propio pueblo como verdaderos hermanos, pretender “encarnar” el “sueño” de Dios de una sociedad en la que el “derecho y la justicia” sean visibles. Que se muestre a todos los pueblos que otro mundo es posible. Es verdad que Israel muchas veces no vivió conforme a eso, y los profetas son la prueba más evidente de ello. Pero es para eso que es elegido, es eso lo que debe mostrar a los demás pueblos. (Idem)

La iglesia vendría a cumplir el remoto sueño mosaico de una “comunidad alternativa”, es decir, una auténtica familia espiritual, pues se basa en llamar Abbá a Dios, reconociéndolo como Padre común, lo que instala la igualdad humana como una realidad originaria que transforma el resto las relaciones, superando las barreras de todo tipo (raciales, culturales, sociales) y proyecta la existencia comunitaria hacia el propósito de instaurar el Reino de Dios en el mundo. La nueva comunidad es confrontada por el gran mandamiento antiguo que resume toda la ley y que, cumpliéndolo, permite afirmar que se ha cumplido toda ella: amar al prójimo como a uno mismo. Ése es el ideal, pero Pablo estaba enterado de que nuevas rencillas ponían en entredicho la libertad misma que habían ganado en Cristo (5.13), la cual no puede encubrir la obligación humana y ética del amor hacia los demás. Las “desordenadas apetencias humanas [carnales]” (sarkí) pueden encubrir, obstaculizar, la existencia cristiana comunitaria; al contrario, el amor (ágapes) es la nueva consigna de vida, capaz de hacer que los integrantes de la comunidad se sirvan unos a otros como esclavos o siervos (douleúte). Ése es el grado de fraternidad-sororidad que se espera de las iglesias.
En el v. 15, la enunciación del mandamiento antiguo es seguida por una constatación que no le agrada al apóstol: los gálatas ya se estaban “mordiendo” (dáknete) y “devorando” (katesthíete), lo que sin duda los llevaría a la “destrucción” (analothête). Morderse y devorarse son expresiones gráficas de hasta dónde pueden llegar las disensiones en el cuerpo visible de Cristo en el mundo y no marcan ninguna diferencia con el resto de la humanidad. Por eso Pablo asume que son actitudes carnales, contrarias al Espíritu (vv. 16-17a), y que deben ser desarraigadas de la vida comunitaria. La destrucción posible es la disolución de la comunidad, esto es, ir en sentido contrario a la voluntad de Dios, por lo que el esfuerzo para mantener la hermandad y la filiación cristiana enfrenta permanentemente el reto de la disolución y el caos, puesto que la vida comunitaria, y no necesariamente la organización, la doctrina o la autoridad, establece un nuevo orden en la vida de sus miembros. Pablo mismo lo demuestra al referirse al apóstol Pedro y cuestionar sus acciones en el marco de la colegialidad del momento. La lucha histórica entre el Espíritu y la carne es sumamente intensa y constante: “El antagonismo es tan irreductible, que les impide hacer lo que ustedes desearían.” (v. 17b).
La realidad del amor fraterno debe ir más allá de esos extremos realistas y hasta cínicos que periódicamente nos embargan (“¡Todos en la Iglesia son necesarios, pero nadie es indispensable!”) y de la ingenuidad que supone que es posible mantener únicamente apariencias en nombre de una a veces falsa unidad. Ni lo uno ni lo otro es voluntad de Dios. Como escribió Bonhoeffer:

Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. […]
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.
Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.[2]




[1] Eduardo de la Serna, “Gálatas: la novedad de estar ‘en Cristo’”, en RIBLA, núm. 62, http://claiweb.org/ribla/ribla62/eduardo.html.
[2] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1985, pp. 16-17, 17-18.

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