sábado, 9 de febrero de 2013

Letra 308, 10 de febrero de 2013

SER COMUNIDADES DE FE EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI. DE LA NOSTALGIA A LA UTOPÍA, DESAFIADOS A CAMBIAR (I)
Sergio Bertinat
ALC Noticias, 6 de febrero de 2013

Mensaje expuesto en el inicio del Sínodo de la Iglesia Evangélica Valdense del Río de la Plata, realizado del 3 al 6 de febrero en Colonia, Uruguay.

Perseveraban en comunión en el templo y en las casas, comiendo juntos con alegría. Hechos 2.42, 46

El lema es como mirar un detalle en una foto.  El texto completo es como una foto, pero no una foto sacada al azar, se trata de una foto preparada, de esas para tener como un recuerdo muy querido, de un momento o un tiempo muy querido.  Es una linda foto, todo está en su lugar.  Pero una foto refleja un instante, algo lindo que queremos guardar y volver a ver.  Una foto no refleja la vida que hay detrás de ella.  La vida no es tan preparada, la vida transcurre y la vivimos, y  ahí no siempre tenemos tiempo de estar en pose, bien peinados, con la ropa arregladita.
Por eso esta foto de la iglesia primitiva nos gusta,  qué lindo sería ser parte de una iglesia así.  Ante tanta idealización bien vale recordar aquello que canta Sabina, aunque me gusta más la versión de Adriana Varela: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.” Y viene bien tener presente esta afirmación, al releer esta síntesis que Lucas hace de la comunidad naciente.  Hay sin duda una descripción ideal, se nos cuenta de la iglesia como esa comunidad soñada, casi perfecta.  Que por cierto es nostalgia, añoranza de algo que jamás sucedió.  Y el mismo Lucas se encarga de mostrarnos cuán humanos resultaron ser aquellos pioneros, ya que no todos eran tan generosos como se esperaba (Ananías y Safira), y pronto tendrán que enfrentar la discriminación y la injusticia que entre ellos se generaba (diferencia en la atención que se brindaba a la viudas según si eran judías o griegas), y también tendrán que ampliar el liderazgo porque todo estaba quedando en manos de unos pocos (nombramiento de diáconos).
El propio Lucas nos deja claro que esta iglesia que nace en Pentecostés, lo hace a partir del llamado de Pedro: “Vuélvanse a Dios” y el consejo claro “apártense de esta gente perversa”.   Está claro que la iglesia que nace lo hace asumiendo el tremendo desafío de mostrar un estilo de vida diferente, el estilo de Jesús, siendo portadores de actitudes de aprendizaje compartido, de diálogo, de encuentro, de solidaridad, de ayudar a poner de pie.  Y está más claro todavía que no se pide perfección, se pueden cometer errores, pero lo que no se puede es ser partícipes de la maldad. Esa iglesia que surge en Pentecostés, nace del reconocimiento de los propios límites, de las propias debilidades, y de las miserias tan propias de seres humanos que eran y que somos.  Y nace desde ahí, porque es solo ahí, donde Dios revela su amor, su perdón, su paz, su poder para cambiar, para restaurar. Pero nace con una misión, mostrar y testimoniar un estilo de vida diferente.  Y ese estilo es lo que aquí se está marcando con mucha claridad.
Está bueno entonces detenernos en algunas de esas cualidades que nos muestran una iglesia sana, una iglesia viva, que se constituye en un modelo a tener presente y por el cual trabajar.  Una iglesia sana es una iglesia que aprende. Dios tiene cosas buenas para enseñarnos en su Palabra. Y allí están quienes compartieron el día a día con Jesús, ellos tiene mucho para enseñar, para compartir.  Testimonios que en esas escuelas de vida nueva, se fueron haciendo evangelio… Marcos, Lucas, Mateo, Juan.  Esos testimonios nos han sido legado, junto a muchos otros, para que también nosotros sigamos aprendiendo, enseñando, descubriendo la vida nueva que ellos tienen.
Lo segundo que descubrimos es que es una iglesia que ama. Los hermanos y las hermanas se mantenían firmes en la comunión. Y digo hermanos y hermanas porque aunque en este pasaje no se lo diga expresamente, esa comunidad descripta por Lucas tiene varones y también mujeres (Hechos 1:14).  Esta palabra perseverar en la comunión, se refiere al compañerismo, a la vida compartida de las personas unidas por el vínculo profundo de la fe.  Estar atentos los unos de los otros, las unas de las otras. Pero este compañerismo no era sólo un sentimiento. No se trataba simplemente de pasarla bien juntos, de compartir ratos de alegría, incluso compartiendo las comidas. La comunión de los creyentes iba más allá. Eran solidarios, se ayudaban, oraban y compartían el pan con alegría y sencillez de corazón, y ponían en común los recursos que tenían con el claro objetivo de que nadie pasara necesidades.  Todo eso, es señal de comunión.  En la comunidad hay pobres, y los había y muchos de ellos formaron parte del movimiento de seguidores de Jesús, y allí están con sus necesidades, sus carencias, en especial son viudas, huérfanos, enfermos.  Están en buen número los trabajadores independientes, pescadores, artesanos y jornaleros en tareas de pueblos y de zonas rurales aledañas.  Y en menor cantidad hay personas de buena posición, y algunos de ellos nos lo presenta el mismo Lucas en su Evangelio: Zaqueo, José de Arimatea,  algunas de las mujeres que asistían con sus bienes a Jesús. Por otros testimonios queda muy claro que la comunidad era bien diversa en cuanto a sus condiciones para vivir. Lo nuevo y desafiante es esta manera nueva de entenderlo, compartir en espíritu de desprendimiento y generosidad en busca de que nadie pase necesidades.
¿Cuánto de todo eso sucedió en realidad? ¿Está mal idealizar? No necesariamente. Está mal cuando colocamos esos ideales tan lejanos a nuestras vidas, vidas tan cotidianas, y que por tanto vivimos añorando realidades que nunca fueron ni podrán ser.  Es necesario tener ideales, pero sin mitificarlos, sin hacerlos inalcanzables, porque nos llevaran a la frustración, a la desvalorización, y al conformismo.  En buena medida el estancamiento del cristianismo tiene su base en este punto.  Ha terminado auto justificando su disolución en el modo de pensar del mundo, que es el modo de pensar de los poderosos, y nos hemos acomodado a la maldad, conformándonos con no hacerle mal a nadie, y si  hacemos daños, encontramos buenas razones para justificarlo diciendo que al fin y al cabo todos lo hacen.
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VIDA EN COMUNIDAD
Dietrich Bonhoeffer

Todo esto es de una gran trascendencia. Porque significa que mi hermano, en la comunidad, no es tal hombre piadoso necesitado de fraternidad, sino el hombre que Jesucristo ha salvado, a quien ha perdonado los pecados y ha llamado, como a mí, a la fe y a la vida eterna. Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida interior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra comunidad cristiana se construye únicamente por el acto redentor del que somos objeto. Y esto no solamente es verdadero para sus comienzos, de tal manera que pudiera añadirse algún otro elemento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y profunda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con tanta mayor claridad se hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.

La fraternidad cristiana
En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que uno piensa que va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.
Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.
Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amar-gura contra nosotros mismos.

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