SER
COMUNIDADES DE FE EN LOS INICIOS DEL SIGLO XXI. DE LA NOSTALGIA A LA UTOPÍA,
DESAFIADOS A CAMBIAR (I)
Sergio Bertinat
ALC Noticias, 6 de febrero de 2013
Mensaje expuesto en el inicio del Sínodo de la Iglesia Evangélica
Valdense del Río de la Plata, realizado del 3 al 6 de febrero en Colonia,
Uruguay.
Perseveraban en
comunión en el templo y en las casas, comiendo juntos con alegría. Hechos 2.42, 46
El lema es como mirar un detalle en una
foto. El texto completo es como una foto, pero no una foto sacada al
azar, se trata de una foto preparada, de esas para tener como un recuerdo muy
querido, de un momento o un tiempo muy querido. Es una linda foto, todo
está en su lugar. Pero una foto refleja un instante, algo lindo que queremos
guardar y volver a ver. Una foto no refleja la vida que hay detrás de
ella. La vida no es tan preparada, la vida transcurre y la vivimos,
y ahí no siempre tenemos tiempo de estar en pose, bien peinados, con la
ropa arregladita.
Por eso esta foto de la iglesia primitiva nos gusta, qué lindo
sería ser parte de una iglesia así. Ante tanta idealización bien vale
recordar aquello que canta Sabina, aunque me gusta más la versión de Adriana
Varela: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.” Y viene
bien tener presente esta afirmación, al releer esta síntesis que Lucas hace de
la comunidad naciente. Hay sin duda una descripción ideal, se nos cuenta
de la iglesia como esa comunidad soñada, casi perfecta. Que por cierto es
nostalgia, añoranza de algo que jamás sucedió. Y el mismo Lucas se
encarga de mostrarnos cuán humanos resultaron ser aquellos pioneros, ya que no
todos eran tan generosos como se esperaba (Ananías y Safira), y pronto tendrán
que enfrentar la discriminación y la injusticia que entre ellos se generaba
(diferencia en la atención que se brindaba a la viudas según si eran judías o
griegas), y también tendrán que ampliar el liderazgo porque todo estaba
quedando en manos de unos pocos (nombramiento de diáconos).
El propio Lucas nos deja claro que esta iglesia que nace en Pentecostés,
lo hace a partir del llamado de Pedro: “Vuélvanse a Dios” y el consejo claro
“apártense de esta gente perversa”. Está claro que la iglesia que
nace lo hace asumiendo el tremendo desafío de mostrar un estilo de vida
diferente, el estilo de Jesús, siendo portadores de actitudes de aprendizaje
compartido, de diálogo, de encuentro, de solidaridad, de ayudar a poner de
pie. Y está más claro todavía que no se pide perfección, se pueden
cometer errores, pero lo que no se puede es ser partícipes de la
maldad. Esa iglesia que surge en Pentecostés, nace del reconocimiento de
los propios límites, de las propias debilidades, y de las miserias tan propias
de seres humanos que eran y que somos. Y nace desde ahí, porque es solo
ahí, donde Dios revela su amor, su perdón, su paz, su poder para cambiar, para
restaurar. Pero nace con una misión, mostrar y testimoniar un estilo de vida
diferente. Y ese estilo es lo que aquí se está marcando con mucha
claridad.
Está bueno entonces detenernos en algunas de esas cualidades que nos
muestran una iglesia sana, una iglesia viva, que se constituye en un modelo a
tener presente y por el cual trabajar. Una iglesia sana es una iglesia
que aprende. Dios tiene cosas buenas para enseñarnos en su Palabra. Y allí
están quienes compartieron el día a día con Jesús, ellos tiene mucho para
enseñar, para compartir. Testimonios que en esas escuelas de vida nueva,
se fueron haciendo evangelio… Marcos, Lucas, Mateo, Juan. Esos testimonios
nos han sido legado, junto a muchos otros, para que también nosotros sigamos
aprendiendo, enseñando, descubriendo la vida nueva que ellos tienen.
Lo segundo que descubrimos es que es una iglesia que ama. Los hermanos y
las hermanas se mantenían firmes en la comunión. Y digo hermanos y hermanas
porque aunque en este pasaje no se lo diga expresamente, esa comunidad
descripta por Lucas tiene varones y también mujeres (Hechos 1:14). Esta
palabra perseverar en la comunión, se refiere al compañerismo, a la vida compartida
de las personas unidas por el vínculo profundo de la fe. Estar atentos
los unos de los otros, las unas de las otras. Pero este compañerismo no era
sólo un sentimiento. No se trataba simplemente de pasarla bien juntos, de
compartir ratos de alegría, incluso compartiendo las comidas. La comunión de
los creyentes iba más allá. Eran solidarios, se ayudaban, oraban y compartían
el pan con alegría y sencillez de corazón, y ponían en común los recursos que
tenían con el claro objetivo de que nadie pasara necesidades. Todo eso,
es señal de comunión. En la comunidad hay pobres, y los había y muchos de
ellos formaron parte del movimiento de seguidores de Jesús, y allí están con
sus necesidades, sus carencias, en especial son viudas, huérfanos, enfermos.
Están en buen número los trabajadores independientes, pescadores, artesanos y
jornaleros en tareas de pueblos y de zonas rurales aledañas. Y en menor
cantidad hay personas de buena posición, y algunos de ellos nos lo presenta el
mismo Lucas en su Evangelio: Zaqueo, José de Arimatea, algunas de las
mujeres que asistían con sus bienes a Jesús. Por otros testimonios queda muy
claro que la comunidad era bien diversa en cuanto a sus condiciones para vivir.
Lo nuevo y desafiante es esta manera nueva de entenderlo, compartir en espíritu
de desprendimiento y generosidad en busca de que nadie pase necesidades.
¿Cuánto de todo eso sucedió en realidad? ¿Está mal idealizar? No
necesariamente. Está mal cuando colocamos esos ideales tan lejanos a nuestras
vidas, vidas tan cotidianas, y que por tanto vivimos añorando realidades que
nunca fueron ni podrán ser. Es necesario tener ideales, pero sin
mitificarlos, sin hacerlos inalcanzables, porque nos llevaran a la frustración,
a la desvalorización, y al conformismo. En buena medida el estancamiento
del cristianismo tiene su base en este punto. Ha terminado auto
justificando su disolución en el modo de pensar del mundo, que es el modo de
pensar de los poderosos, y nos hemos acomodado a la maldad, conformándonos con
no hacerle mal a nadie, y si hacemos
daños, encontramos buenas razones para justificarlo diciendo que al fin y al
cabo todos lo hacen.
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VIDA EN COMUNIDAD
Dietrich Bonhoeffer
Todo esto es de una gran trascendencia. Porque significa que mi hermano,
en la comunidad, no es tal hombre piadoso necesitado de fraternidad, sino el
hombre que Jesucristo ha salvado, a quien ha perdonado los pecados y ha
llamado, como a mí, a la fe y a la vida eterna. Por tanto, lo decisivo aquí, lo
que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros podamos
ser en nosotros mismos, con nuestra vida interior y nuestra piedad, sino
aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra comunidad cristiana se
construye únicamente por el acto redentor del que somos objeto. Y esto no
solamente es verdadero para sus comienzos, de tal manera que pudiera añadirse
algún otro elemento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo
tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad
que nace, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y profunda
llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras diferencias personales, y con
tanta mayor claridad se hará patente para nosotros la única y
sola realidad: Jesucristo y lo que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él
nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.
La fraternidad
cristiana
En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos
empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado
entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién
sabe qué experiencias extraordinarias que uno piensa que va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra
parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios
deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve
amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los
peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad
cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia
comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la
hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el
principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal
humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta realidad
es de orden espiritual y no de orden psíquico.
Muchas han sido las comunidades cristianas que han
fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que
el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que
esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios
destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por
nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad
cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la
comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y
de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque Dios no es un dios de emociones
sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente
de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios
quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue
esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor
para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una
imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es
construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad
humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser
destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño
a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas,
serias y sinceras que sean sus intenciones personales.
Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen
duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a
nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra
presencia es para los demás un reproche vivo y constante. Nos conducimos como
si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no
existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no
salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración,
convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se
derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y,
finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amar-gura contra nosotros mismos.
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