28 de julio, 2013
Y
es que la creación entera está gimiendo, a una, con dolores de parto hasta el
día de hoy. Pero no sólo ella; también nosotros, los que estamos en posesión
del Espíritu como primicias del futuro, suspiramos en espera de que Dios nos
haga sus hijos y libere nuestro cuerpo.
Romanos
8.22-23, La Palabra
(Hispanoamérica)
La
juventud es la edad de entregarse a Dios, porque es la edad de las ilusiones y
del amor —del amor del hombre a la mujer, y de la primavera y del Cantar de los
Cantares—, y la entrega a Dios es una entrega de amor. Y mientras más sueños
tengas tú y más ilusiones (“una sed de ilusiones infinita”) y más amor a lo que
dejas, es mayor el don que das y es mayor lo que recibes y el amor mutuo s
mayor. Si uno estuviera desengañado de la vida, ¿qué vida va a dar? Dios pide
la juventud y el ardor y la pasión y los sueños. Pide lo que te pide el
matrimonio, porque su amor es matrimonio.[1] Ernesto
Cardenal, Vida en el amor
Un
lugar común sobre la mentalidad de muchos jóvenes consiste en afirmar que durante
un tiempo desean “cambiar el mundo” y, en el caso de la juventud cristiana,
también quieren cambiar a la iglesia, darle otro rostro y contribuir a superar
muchos de sus dilemas y problemas. Si esto es cierto, habría que decir que en
esa etapa, de duración indeterminada, los vientos de cambio producidos por el
Espíritu de Dios se apoderan de ellos y los conducen por caminos impredecibles.
Pero también es un lugar común el hecho de que las mayoría de las fuerzas a su
alrededor (familia, escuela, iglesia) se encargan de someter la ardiente rebeldía
juvenil para canalizarla y situarla en beneficio, se les dice a los
muchachos/as, de ellos mismos. Precisamente, la caracterización de “el
cristiano como rebelde”, debida al teólogo bautista Harvey Cox se hizo muy
famosa en los años setenta, pues destacaba la forma en que los creyentes pueden
y deben sumarse a los proyectos de transformación de Dios por todas partes, en
todos los planos y niveles, no únicamente en los espacios religiosos.[2] Así, los impulsos
juveniles en términos de transformaciones de hábitos y costumbres (comenzando
con su apariencia personal), en los espacios ajenos a la iglesia, y los propios
de las iglesias (evangelización dinámica, testimonio activo de la fe y demás),
para no hablar de la movilización social o política, son literalmente domesticados para dar lugar a “juventudes
bien portadas”, maleables y funcionales al sistema.
Romanos 8, parte de la exposición paulina de
las consecuencias de la obra de Dios en Cristo, se refiere a la renovación
futura de la creación y al papel que corresponde a los hijos e hijas de Dios.
Éstos/as, esperan también manifestarse como tales, como acompañantes y
protagonistas de todos los esfuerzos divinos por cumplir ese plan, pero además,
el apóstol afirma que ellos/as están “en posesión del Espíritu como primicias
del futuro”, es decir, participan de una visión en la que el futuro de Dios es
lo primordial. Ciertamente estas palabras van dirigidas a la totalidad de la
iglesia, pero bien podría colocarse el énfasis en los integrantes de las nuevas
generaciones, quienes por definición tienen una perspectiva más fresca de los
tiempos y se supone que aceptan los ritmos de cambio con mayor naturalidad.
Mientras varios grupos cristianos tenían conflictos acerca de la ley, la
circuncisión y el templo, Pablo presenta la acción del Espíritu en medio de un
mundo siempre problemático como aquél que está sembrando siempre la semilla del
futuro en el mundo. Sumarse a su labor es también fruto de una “conversión al
futuro” (J. Moltmann) requerida y exigida para ser capaces de dar pasos firmes hacia
adelante en el sendero de un Reino divino que se manifiesta por todas partes.
Y, por supuesto, la iglesia no puede quedar excluida de los cambios que Dios
quiere realizar en el mundo, pues a veces pareciera que ella misma se deslinda
de las novedades que su Señor introduce en otros ámbitos y ella como que los
observa muy de lejos, como si no le incumbieran esos procesos directamente. El
papel de las juventudes en la denuncia de esas actitudes es fundamental.
Elsa Tamez resume la enseñanza de esta sección
de la epístola partiendo de la acción del Espíritu: “No hay condenación para
nadie, ni de parte de Cristo ni de Dios ni de ningún sistema
económico-político, porque la lógica del Espíritu que da la vida, ha liberado
de la lógica del pecado y de la muerte. El Espíritu de Dios habita en los que
se orientan por la lógica del Espíritu que lleva a la vida, justicia y paz. Por
la solidaridad de Dios al acoger la humanidad en Jesucristo, todos pueden dejar
de ser esclavos y pasar a ser hijos o hijas libres de Dios, para hacer
justicia; son hermanas y hermanos de Jesús el Mesías, coherederos del Reino”.[3] Además, el Espíritu que
habita en los creyentes introduce una nueva lógica (ley) en todas sus
relaciones (vv. 1-11), “una fuerza de vida”, puesto que si “la carne hacía a la
ley impotente, […] Dios hizo fracasar los mecanismos del pecado” y ahora el
mismo Espíritu “hace impotentes los propio deseos negativos (de la carne), que
tienden a la muerte” para entrar a la libertad de los hijos e hijas de Dios (vv.
12-21), “capaces de hacer frente al pecado”. Se participa ahora del Reino de
Dios como herencia y de su gloriosa libertad. Jesús es el primogénito de una
multitud de hermanos/as (8.22-30) y la esperanza se vive en la solidaridad
liberadora de Dios para toda su creación, con la mirada siempre orientada hacia
el futuro. “El amor infinito de Dios es la garantía de nuestra realización
humana digna”.
Por todo ello brota una canción de victoria
histórica, existencial y escatológica que a veces sólo se interpreta de manera
individualista restando el impacto totalizante que la obra de Dios en Cristo tiene
en todas las esferas de la vida humana. Y las juventudes cristianas deben
formar parte de las vanguardias de cambio y renovación en el mundo y en la
iglesia, tal como lo expresaba el viejo canto “Surjan regias vanguardias”.
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