domingo, 7 de julio de 2013

La juventud en la iglesia: ¿contradicción de términos?, L. Cervantes-O.

30 de junio, 2013

Les escribo a ustedes, los jóvenes (neanískoi), porque han vencido al maligno (‘oti nenikésate ton ponerón). […] Les escribo a ustedes, los jóvenes, porque son valientes (ischuroi), permanecen fieles a la palabra de Dios (‘o logos tou theou ‘umin ménei) y han vencido al maligno.
I Juan 2.13b, 14b

La presencia o ausencia de la juventud en las iglesias puede ser interpretada de varias maneras. De entrada, parecería que existe una preocupación mayor por las iglesias mismas, más que por los jóvenes, basada en evidencias de la salida de los jóvenes de su seno, que por ellos/as como tales. Como si lo que verdaderamente importase fuese la sobrevivencia de las comunidades a costa de lo que sea, incluso pasando por encima de los “intereses” o “gustos juveniles”, los cuales las mayorías adultas parecemos no entender y tan ni siquiera lo deseamos. Desde hace décadas se ha vuelto un lugar común la preocupación por este abandono y existe una enorme cantidad de explicaciones para ello: “Vivimos en una época en la cual nuestros jóvenes dejan la iglesia de forma alarmante” dice el inicio de un portal cristiano para jóvenes (www.jovenes-cristianos.com). Se dice que hoy el 60% de los jóvenes dejan la iglesia.[1] Otros han planteado el problema como uno de los síntomas mayores de la posmodernidad: las juventudes actuales nos han rebasado y ya no podremos alcanzarlas nunca. Derrotismo puro. Han surgido sitios de internet con dinámicas que muestran la necesidad de diversificar la manera de experimentar la fe cristiana.[2] Y se habla de pastores/as o “pastorales juveniles” que deben responder atinadamente a la situación de crisis.[3] La gran pregunta es: ¿cómo lograr que la juventud siga perteneciendo a la iglesia? Pero no sólo eso pues los adultos exigimos más: que permanezcan, con entusiasmo, creatividad, fidelidad y constancia a toda prueba, pase lo que pase, y hagamos lo que hagamos.
Incluso la manera de plantear el problema nos delata inconscientemente, pues los verbos que usamos para plantear el problema tienen sesgos claros de reproche y juicio superficial: los jóvenes “dejan la iglesia”, que no es lo mismo que abandonar (¿dejar para siempre?), desertar (lenguaje militar, con sus respectivas consecuencias) o rechazar. Cada verbo tiene la connotación de que están cambiando alevosa, ostensible e insolentemente de prioridades, que espetan en la cara a padres, militantes y pastores, y que la iglesia se va hasta los últimos lugares entre su preferencia porque existen otras formas más llamativas de uso del tiempo. Por ejemplo, el culto al cuerpo, al placer o a la tecnología sustituye lo que en otras épocas se consagraba a la oración o a la vida devocional. Antes suponíamos que si el culto era más atractivo para ellos/as no abandonarían los espacios eclesiásticos. Así lo describía desde hace más de 40 años el pastor metodista mexicano Manuel V. Flores en una reunión de la Unión Latinoamericana de Juventudes Evangélicas (ULAJE): “La Iglesia Evangélica […] ha creado una especie de filosofía conventual protestante; en la que no hay conventos para reclusión de jóvenes pero teóricamente las iglesias lo son. Se busca y cultiva un núcleo juvenil al que se le pone una marca casera; se domestica al grupo y son las cuatro paredes del templo su frontera, su límite y su mundo. Después la iglesia ya no piensa en otra juventud: sólo existe la de adentro”.[4]
Otra manera de ver el asunto es la consideración de por qué queremos que los jóvenes sigan en las iglesias. “Para que se hagan cargo de ella en el futuro”, respondemos, es decir, cuando ya no sean jóvenes y no intenten darle un “rostro juvenil” y más aceptable para ellos y para oros que no están dentro aún. Y es que si les entregamos hoy la iglesia, ¿qué van a hacer con ella? Como si la iglesia fuera propiedad de los adultos: ¿en dónde está escrito? Los criterios con que se dirigen, gobiernan y actúan las iglesias son completamente adultos porque están pensados para “iglesias de adultos” en las que todos llegaremos a serlo y entonces tendremos la responsabilidad de cargar con ellas. Sería muy bueno hacer estudios sencillos que nos ofrezcan los datos duros y reales, por ejemplo, el promedio de edad, de escolaridad y de “años en la fe” de una comunidad para darnos cuenta, el porcentaje de jóvenes, su grado de influencia, aunque todo esto ya lo intuyamos de antemano, de cuánto hemos envejecido y nos hemos regazado en esta lucha contra algo que no conocemos bien. Porque el “rostro denominacional” de la iglesia también es rechazado por estas tendencias. Como decía Carlos Monsiváis: “O ya no entiendo lo que está pasando, o ya pasó lo que estaba entendiendo”.
Hablamos de “contradicción de términos”: o se es joven o se está en la iglesia, puesto que parece que hay una clara incompatibilidad. Las iglesias podrían aceptar, con suficiente humildad, que no han cubierto las expectativas juveniles y que esa es apenas una de las razones del abandono. En otras épocas se pensó (y en muchos sitios se sigue pensando) que entregándole a los jóvenes los momentos dedicados a la alabanza el asunto estaba más que resuelto. Pero la realidad ha demostrado que no es así. En otro momento se manejó el concepto de “liderazgos” que desembocó en el surgimiento de misioneros poco preparados y mayor deserción hacia nuevos espacios o iglesias. Porque finalmente se cae en el conformismo: “Ya regresarán cuando sean adultos y la vida los trate mal”, casi como si se deseara esto muy en el fondo de los discursos eclesiales.
Dos veces se dirige la segunda carta de Juan a los jóvenes (neanískoi) para reconocerles méritos en su militancia cristiana: la primera, porque “han vencido al maligno” (2.13b) y después, por ser “valientes”, por “permanecer fieles a la palabra de Dios” y nuevamente por haber vencido al maligno (2.14b). Este reconocimiento forma parte de una serie de afirmaciones que señalan el comportamiento adecuado de sectores de creyentes en medio de una vida eclesial conflictiva. La fórmula se repite claramente: el autor escribe a) a los “hijitos” (porque han sido perdonados por Cristo, v. 12, y porque conocen al Padre; b) a los mayores, la primera generación (porque conocen al que existe desde el principio, v. 13, y porque permanecen en su conocimiento); c) y a los jóvenes. Esta ubicación de edades muestra cómo la iglesia se preocupó por la continuidad histórica del mensaje cristiano y la capacidad efectiva de las nuevas generaciones para dar testimonio de Evangelio.
Cuando un joven o muchacha deja la iglesia por una decepción amorosa, por ejemplo, la crítica sobre su inmadurez es devastadora e inclemente. No se busca la comprensión o la explicación de lo sucedido sino en términos de falta de fe o claridad en los propósitos de la presencia en la comunidad cristiana. Olvidamos a veces que cada joven o muchacha necesita un “socio” o “socios”, esté donde esté, para encontrar y consolidar un buen sentido de pertenencia. Y los adultos no podemos, aunque queramos, ser ese socio, acompañante o cómplice. Ésa fue y ha sido siempre la función La simbología, la música, el lenguaje, las modas en todos los sentidos, expresan hoy cosas muy diferentes a las que se conocieron en décadas pasadas. Afortunadamente, también hay personas y recursos que pueden ayudar a que al menos nos acerquemos al problema.[5] Se está estudiando la relación entre la fe y las culturas juveniles y por allí se vislumbran caminos de comprensión, atención y acompañamiento. Escribe Corpus:

…enmarcar la vinculación de los jóvenes con la religión bajo una Iglesia no es lo más viable para comprender la manera en que se presenta esta relación. Al menos, no en un concepto tradicional del término. El dato en sí da cuenta de cómo los jóvenes continúan con ciertas prácticas o ideas, producto de su socialización religiosa, que no necesariamente se remiten a cuestiones litúrgicas, sino donde lo simbólico y las narrativas juegan un papel importante en la configuración de sus propias identidades. El hecho es que los jóvenes se alejan de los cuadros burocráticos pero no necesariamente de los símbolos religiosos; éstos cambian y emergen de maneras diversas en los mundos juveniles que se adscriben a ellos y se institucionalizan al ser maneras, conductas, formas, reglas y prescripciones de sentido elaborados por y para los jóvenes. (p. 216)


[1] Jacqueline Alencar, “Daniel Oval: ‘el 60% de jóvenes deja la iglesia’”, en Protestante Digital, 22 de abril de 2013, reproducido en el número especial de verano de esta revista, núm. 1, julio de 2013, pp. 14-18, www.protestantedigital.com/ES/Sociedad/articulo/16852/Ya-puedes-leer-pd-verano01.
[2] Cf. el sitio Especialidades Juveniles (www.especialidadesjuveniles.com) que, con un perfil adenominacional, pero no ecuménico, propone acciones a través de diversos “ministerios”.
[3] Cf. el blog de pastoral juvenil del Consejo Latinoamericano de Iglesias más enfocado a la participación social y ecuménica: http://claijuventud.blogspot.mx.
[4] Cit. por Samuel Escobar, “Las nuevas generaciones evangélicas”, en Irrupción juvenil. Miami, Caribe, 1977, p. 43.
[5] Dos ejemplos: Ariel Corpus, “Jóvenes y religión en América Latina: un debate necesario”, en C. Mondragóny C. Olivier, eds., Minorías religiosas. El protestantismo en América latina. México, UNAM, 2013; y Raúl Méndez, “Lámpara es a mis pies tu palabra. La Biblia en dos generaciones”, ponencia presentada en la RIFREM, mayo de 2013.

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