30 de junio, 2013
Les escribo a ustedes, los jóvenes (neanískoi), porque han vencido al
maligno (‘oti nenikésate ton ponerón).
[…] Les escribo a ustedes, los jóvenes, porque son valientes (ischuroi), permanecen fieles a la
palabra de Dios (‘o logos tou theou ‘umin
ménei) y han vencido al maligno.
I Juan 2.13b, 14b
La
presencia o ausencia de la juventud en las iglesias puede ser interpretada de
varias maneras. De entrada, parecería que existe una preocupación mayor por las
iglesias mismas, más que por los jóvenes, basada en evidencias de la salida de
los jóvenes de su seno, que por ellos/as como tales. Como si lo que
verdaderamente importase fuese la sobrevivencia de las comunidades a costa de
lo que sea, incluso pasando por encima de los “intereses” o “gustos juveniles”,
los cuales las mayorías adultas parecemos no entender y tan ni siquiera lo
deseamos. Desde hace décadas se ha vuelto un lugar común la preocupación por este
abandono y existe una enorme cantidad de explicaciones para ello: “Vivimos en
una época en la cual nuestros jóvenes dejan la iglesia de forma alarmante”
dice el inicio de un portal cristiano para jóvenes (www.jovenes-cristianos.com). Se dice que hoy el 60% de los jóvenes
dejan la iglesia.[1] Otros han planteado el
problema como uno de los síntomas mayores de la posmodernidad: las juventudes
actuales nos han rebasado y ya no podremos alcanzarlas nunca. Derrotismo puro.
Han surgido sitios de internet con dinámicas que muestran la necesidad de diversificar
la manera de experimentar la fe cristiana.[2] Y se habla de pastores/as
o “pastorales juveniles” que deben responder atinadamente a la situación de
crisis.[3] La gran pregunta es:
¿cómo lograr que la juventud siga perteneciendo a la iglesia? Pero no sólo eso
pues los adultos exigimos más: que permanezcan, con entusiasmo, creatividad,
fidelidad y constancia a toda prueba, pase lo que pase, y hagamos lo que
hagamos.
Incluso la manera de plantear el problema nos delata
inconscientemente, pues los verbos que usamos para plantear el problema tienen
sesgos claros de reproche y juicio superficial: los jóvenes “dejan la iglesia”, que no es lo mismo
que abandonar (¿dejar para siempre?), desertar (lenguaje militar, con sus respectivas
consecuencias) o rechazar. Cada verbo
tiene la connotación de que están cambiando alevosa, ostensible e insolentemente
de prioridades, que espetan en la cara a padres, militantes y pastores, y que
la iglesia se va hasta los últimos lugares entre su preferencia porque existen
otras formas más llamativas de uso del tiempo. Por ejemplo, el culto al cuerpo,
al placer o a la tecnología sustituye lo que en otras épocas se consagraba a la
oración o a la vida devocional. Antes suponíamos que si el culto era más atractivo
para ellos/as no abandonarían los espacios eclesiásticos. Así lo describía
desde hace más de 40 años el pastor metodista mexicano Manuel V. Flores en una
reunión de la Unión Latinoamericana de Juventudes Evangélicas (ULAJE): “La
Iglesia Evangélica […] ha creado una especie de filosofía conventual
protestante; en la que no hay conventos para reclusión de jóvenes pero teóricamente
las iglesias lo son. Se busca y cultiva un núcleo juvenil al que se le pone una
marca casera; se domestica al grupo y son las cuatro paredes del templo su
frontera, su límite y su mundo. Después la iglesia ya no piensa en otra
juventud: sólo existe la de adentro”.[4]
Otra manera de ver el asunto es la
consideración de por qué queremos que los jóvenes sigan en las iglesias. “Para
que se hagan cargo de ella en el futuro”,
respondemos, es decir, cuando ya no sean jóvenes y no intenten darle un “rostro
juvenil” y más aceptable para ellos y para oros que no están dentro aún. Y es
que si les entregamos hoy la iglesia, ¿qué van a hacer con ella? Como si la
iglesia fuera propiedad de los adultos: ¿en dónde está escrito? Los criterios
con que se dirigen, gobiernan y actúan las iglesias son completamente adultos
porque están pensados para “iglesias de adultos” en las que todos llegaremos a
serlo y entonces tendremos la responsabilidad de cargar con ellas. Sería muy
bueno hacer estudios sencillos que nos ofrezcan los datos duros y reales, por
ejemplo, el promedio de edad, de escolaridad y de “años en la fe” de una
comunidad para darnos cuenta, el porcentaje de jóvenes, su grado de influencia,
aunque todo esto ya lo intuyamos de antemano, de cuánto hemos envejecido y nos
hemos regazado en esta lucha contra algo que no conocemos bien. Porque el “rostro
denominacional” de la iglesia también es rechazado por estas tendencias. Como
decía Carlos Monsiváis: “O ya no entiendo lo que está pasando, o ya pasó lo que
estaba entendiendo”.
Hablamos de “contradicción de términos”: o se
es joven o se está en la iglesia, puesto que parece que hay una clara
incompatibilidad. Las iglesias podrían aceptar, con suficiente humildad, que no
han cubierto las expectativas juveniles y que esa es apenas una de las razones
del abandono. En otras épocas se pensó (y en muchos sitios se sigue pensando) que
entregándole a los jóvenes los momentos dedicados a la alabanza el asunto
estaba más que resuelto. Pero la realidad ha demostrado que no es así. En otro momento
se manejó el concepto de “liderazgos” que desembocó en el surgimiento de
misioneros poco preparados y mayor deserción hacia nuevos espacios o iglesias. Porque
finalmente se cae en el conformismo: “Ya regresarán cuando sean adultos y la
vida los trate mal”, casi como si se deseara esto muy en el fondo de los
discursos eclesiales.
Dos veces se dirige la segunda carta de Juan a
los jóvenes (neanískoi) para reconocerles
méritos en su militancia cristiana: la primera, porque “han vencido al maligno”
(2.13b) y después, por ser “valientes”, por “permanecer fieles a la palabra de
Dios” y nuevamente por haber vencido al maligno (2.14b). Este reconocimiento
forma parte de una serie de afirmaciones que señalan el comportamiento adecuado
de sectores de creyentes en medio de una vida eclesial conflictiva. La fórmula
se repite claramente: el autor escribe a)
a los “hijitos” (porque han sido perdonados por Cristo, v. 12, y porque
conocen al Padre; b) a los mayores,
la primera generación (porque conocen al que existe desde el principio, v. 13,
y porque permanecen en su conocimiento); c)
y a los jóvenes. Esta ubicación de edades muestra cómo la iglesia se
preocupó por la continuidad histórica del mensaje cristiano y la capacidad
efectiva de las nuevas generaciones para dar testimonio de Evangelio.
Cuando un joven o muchacha deja la iglesia por
una decepción amorosa, por ejemplo, la crítica sobre su inmadurez es
devastadora e inclemente. No se busca la comprensión o la explicación de lo
sucedido sino en términos de falta de fe o claridad en los propósitos de la
presencia en la comunidad cristiana. Olvidamos a veces que cada joven o
muchacha necesita un “socio” o “socios”, esté donde esté, para encontrar y
consolidar un buen sentido de pertenencia. Y los adultos no podemos, aunque queramos,
ser ese socio, acompañante o cómplice. Ésa fue y ha sido siempre la función La
simbología, la música, el lenguaje, las modas en todos los sentidos, expresan hoy
cosas muy diferentes a las que se conocieron en décadas pasadas.
Afortunadamente, también hay personas y recursos que pueden ayudar a que al
menos nos acerquemos al problema.[5] Se está estudiando la
relación entre la fe y las culturas juveniles y por allí se vislumbran caminos
de comprensión, atención y acompañamiento. Escribe Corpus:
…enmarcar la vinculación de los jóvenes con la religión bajo una Iglesia
no es lo más viable para comprender la manera en que se presenta esta relación.
Al menos, no en un concepto tradicional del término. El dato en sí da cuenta de
cómo los jóvenes continúan con ciertas prácticas o ideas, producto de su
socialización religiosa, que no necesariamente se remiten a cuestiones
litúrgicas, sino donde lo simbólico y las narrativas juegan un papel importante
en la configuración de sus propias identidades. El hecho es que los jóvenes se
alejan de los cuadros burocráticos pero no necesariamente de los símbolos
religiosos; éstos cambian y emergen de maneras diversas en los mundos juveniles
que se adscriben a ellos y se institucionalizan al ser maneras, conductas, formas,
reglas y prescripciones de sentido elaborados por y para los jóvenes. (p. 216)
[1] Jacqueline Alencar, “Daniel Oval: ‘el
60% de jóvenes deja la iglesia’”, en Protestante
Digital, 22 de abril de 2013, reproducido en el número especial de verano de
esta revista, núm. 1, julio de 2013, pp. 14-18, www.protestantedigital.com/ES/Sociedad/articulo/16852/Ya-puedes-leer-pd-verano01.
[2] Cf. el sitio Especialidades Juveniles (www.especialidadesjuveniles.com) que, con
un perfil adenominacional, pero no ecuménico, propone acciones a través de
diversos “ministerios”.
[3] Cf. el blog de pastoral juvenil del
Consejo Latinoamericano de Iglesias más enfocado a la participación social y
ecuménica: http://claijuventud.blogspot.mx.
[4] Cit. por Samuel Escobar, “Las nuevas generaciones
evangélicas”, en Irrupción juvenil. Miami,
Caribe, 1977, p. 43.
[5] Dos ejemplos: Ariel Corpus, “Jóvenes y religión en América Latina: un debate
necesario”, en C.
Mondragóny C. Olivier, eds., Minorías
religiosas. El protestantismo en América latina. México, UNAM, 2013; y Raúl
Méndez, “Lámpara es a mis pies tu palabra. La Biblia en dos generaciones”,
ponencia presentada en la RIFREM, mayo de 2013.
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