20
de octubre, 2013
Porque vendrán tiempos en que
no se soportará (anéxomai) la auténtica enseñanza (jugiainouses didaskalías), sino que, para halagar el oído, quienes
escuchan se rodearán de maestros a la medida de sus propios antojos, se
apartarán de la verdad y darán crédito a los mitos. Pero tú permanece siempre
alerta, proclama el mensaje de salvación, desempeña con esmero el ministerio.
II
Timoteo 4.3-5
“No soportar la
auténtica enseñanza”. Este lenguaje pos-paulino manifiesta la preocupación de
las comunidades por establecer pautas de orden doctrinal y organización que con
muchas dificultades pasaron la prueba de la verticalidad jerárquica.
Ciertamente, en nuestra época ése sigue siendo un obstáculo difícil de superar
a la hora de continuar la hermosa tradición igualitaria instaurada por Jesús de
Nazaret cuando formó su grupo de seguidores/as. La “uniformidad doctrinal” ha
sido el sueño dorado de gobernantes, dirigentes eclesiásticos y de vastos
sectores de la comunidad que la aprecian como una necesidad real para la buena
marcha de la Iglesia, a veces con cierto menoscabo de los valores del Reino de
Dios.
El autor de la epístola advierte a Timoteo de
que hay una verdad y que únicamente ésta debe prevalecer. Todas las otras deben
ser combatidas. Timoteo debe tener cuidado con algunos adversarios y, al mismo
tiempo, instruir a cada grupo de su comunidad a permanecer fiel en su función
en la comunidad y en la sociedad. […].
Era necesario reprender
y advertir a aquellos que estaban enseñando otra enseñanza que no era la
indicada por el autor de la epístola. Ese grupo, denominado doctores de la ley,
es acusado de practicar la caridad, de no tener una buena fe, no tener una
buena conciencia, no tienen un corazón puro y practican una fe hipócrita. Según
el autor, esos se desviaron. El contenido de sus enseñanzas no pasa de palabras
vanas.[1]
El
texto orienta en el sentido de ejercer un control en busca del orden en medio
de situaciones conflictivas, como la participación de las mujeres en la enseñanza.
Las “otras enseñanzas” presentes en la comunidad también reclamaban ser de
herencia paulina.[2] Se promueve una
predisposición contra el diálogo con el ánimo de combatir las enseñanzas que
comienzan a ser vistas como heterodoxas (los “maestros a la medida de sus
propios antojos”): “El autor de la carta cierra cualquier posibilidad de
encontrar la verdad fuera de la iglesia”,[3] pues se considera a sí
mismo, “orientador y maestro de la verdad para todos los pueblos” (kerys, apóstolos, didaskalós: I Tim 2.7;
II Tim 1.11), en los límites de la arrogancia. Si consideramos que
existe alguna forma de continuidad y discontinuidad entre estos impulsos
surgidos a comienzos del segundo siglo de nuestra era, los correspondientes a
las reformas religiosas del siglo XVI y lo que acontece hoy en las comunidades
reformadas, será posible percibir la necesidad de redefinir continuamente el
papel de la doctrina en las vida de las iglesias, puesto que, aunque no se
logre el ideal de una uniformidad de creencias impuesta, debería ser viable
alcanzar consensos básicos que permitan una sana convivencia mediante el
estudio serio y el diálogo abierto.
La insistencia del texto en lo que se
estableció como una meta obsesiva para algunos (defender e imponer la “sana doctrina”)
debe ser vista a la luz de una auténtica responsabilidad pastoral empeñada en
guiar a las comunidades por rumbos doctrinales libres de influencias
perniciosas. Fue eso lo que movió al príncipe Federico III a encargar el que Heinrich
Bullinger, líder de la Iglesia Reformada de Zurich, calificó como “el mejor
catecismo jamás publicado”, y que llegaría a formar, junto con la Confesión
Belga (1561) y los Cánones de Dort (1619) el conjunto conocido como Tres Formas
de Unidad en la tradición reformada holandesa. “Aunque cada documento trabajó
diferentes aspectos de la doctrina bíblica, existe entre ellos una magnífica
armonía, y proveen a los creyentes confesantes afirmaciones concisas y
rigurosas sobre lo que creemos y por qué lo creemos”.[4] En medio de un proceso de
confesionalización geográfica y cultural en los diversos estados alemanes del
siglo XVI, este príncipe (“primer miembro de la iglesia”) promovió la unidad de
la iglesia y, sobre todo, el culto de la misma.[5]
Karl Barth sintetiza en siete aspectos
la sustancia de la fe reformada tal como está contenida en el Catecismo de
Heidelberg:
1) Contiene un concepto particular de
Dios, un Dios diferente de todas las criaturas que permanece libre y superior
sobre todo ser humano. Un Dios majestuoso.
2) Dios no es una divinidad escondida,
es “Dios en Cristo Jesús”, la Palabra misma (preguntas 25, 95, 117).
3) Afirma la benevolencia de Dios, aun cuando
un tanto limitada a la iglesia, pero que quiere abarcar todo el mundo. “Dios
debería ser alabado [y conocido] a través de nosotros (la iglesia)” (preguntas
86, 99, 122).
4) Rotundamente protestante, coloca al
ser humano como receptor de esa benevolencia divina a través de la fe, por
encima de cualquier obra. “Así, la libertad por la gracia es fundada en la
libertad del Dios lleno de gracia”.
5) “Pero la fe significa precisamente la
libertad humana para la acción. La charis
(gracia) es el fundamento de la eucharistia
(acción de gracias) humana y convoca como una llamada invoca un eco”. Para
él, “no existe conflicto alguno entre la majestad de Dios y que el ser humano
trabaje duro”. Es una clara guía calvinista sobre la relación entre dogmática (“teoría”)
y ética (“práctica”).
6) “El lugar de donde se encuentran las
libertades divina y humana es la comunidad”
que está al servicio del Evangelio. “El nombre de Dios es alabado mediante el
servicio de la comunidad, la comunión de los santos, y no a través del servicio
especial de teólogos y sacerdotes”.
7) Pero todo queda subordinado al
consuelo divino futuro afirmado inicialmente, que se espera con ansiedad.[6]
Y su conclusión es tajante: “Tenemos
aquí el patrimonio común de la totalidad de la Reforma. ¿Qué pueden significar
las diferencias entre las confesiones evangélicas que se han basado en estas
siete verdades básicas? ¿No es una pérdida de tiempo y de energía aferrarse
tenazmente a tales diferencias en vez de concentrarse en la gran verdad común
que fue reconocida nuevamente en la Reforma?”.[7]
[1] Clemildo Anacleto da Silva, “Tolerancia e
intolerancia entre los grupos sociales, en Timoteo y en Tito”, en RIBLA. Revista de Interpretación Bíblica
Latinoamericana, núm. 55, www.claiweb.org/ribla/ribla55/tolerancia.html.
Otro comentario señala: “…la ‘enseñanza sana’ se ve rechazada por los
hombres, que se descargan de ella como de un yugo insoportable, se hace
intolerable la predicación seria sobre el pecado y el juicio, sobre la
redención y la santificación, porque no responde o no se adapta al gusto
natural de los hombres. Estos, guiados por el egoísmo y el capricho, buscarán
la propia satisfacción intelectual, sólo querrán oír cosas ingeniosas,
interesantes y sensacionales, e irán pasando de un maestro a otro, de una
doctrina a otra”. Joseph Reuss, “Segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo”,
http://mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Timoteo/2TIMOTEO_04.htm.
[2] Elsa Tamez, Luchas de poder en los orígenes del
cristianismo. Un estudio de la 1ª carta a Timoteo. San José, DEI, 2004, p. 113.
[3] C.A: da Silva, op. cit.
[4] Burk Parsons,
“Confessionally challenged”, en Tabletalk,
abril de 2008, p. 32, www.ligonier.org/learn/articles/heidelberg-catechism.
[5] K. Barth,
“Christian doctrine according to the Heidelberg Catechism”, en The Heidelberg Catechism for today. Richmond, John Knox Press,
1964, p. 23. Cf. el contexto eclesial y socio-político del catecismo en “Reform
in the Palatinate”, www.heidelberg-catechism.com/en/history; G. Plasger, “La confesionalización
reformada en Alemania y Alemania del Sur”, www.reformiert-online.net/t/span/bildung/grundkurs/gesch/lek4/print4.pdf;
y Charles D. Gunnoe, Jr., “The Reformation of the Palatinate and the origins of
the Heidelberg Catechism, 1500-1562”, en D.L. Bierma et al., An introduction to
the Heidelberg Catechism. Sources, history, and theology. Grand Rapids, Baker
Academic, 2005, pp. 15-47.
[6] K. Barth, op. cit., pp. 25-28.
[7] Ibid., p. 28.
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