sábado, 8 de febrero de 2014

Un ejercicio sólido del discipulado, L. Cervantes-O.

9 de febrero, 2014

Si morimos con Cristo, viviremos con él;
si nos mantenemos firmes (jupoménomen), reinaremos con él;
si lo negamos, también él nos negará;
si le somos infieles, él permanece fiel,
pues no puede faltar a su palabra.
II Timoteo 2.11b-13, La Palabra (Hispanoamérica)

En el camino hacia la constancia, la fidelidad y el compromiso cristianos, el discipulado es una práctica ineludible, pues además de haber sido el modelo instaurado por el propio Jesús de Nazaret (Mr 1.17), incluye el elemento personal o personalizado, el rostro humano del acompañamiento en el seguimiento suyo en busca de los valores y la presencia efectiva y creciente del Reino de Dios en el mundo (Mt 28.19: “Vayan, pues, y hagan discípulos a los habitantes de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”). En este sentido, en el mismo grupo que estuvo alrededor de Jesús la evidencia evangélica misma puedan mostrar los diversos “niveles de compromiso” que mostraron los hombres y mujeres que lo siguieron con base en su cercanía y participación en el movimiento. Entre los primeros, los discípulos como tales, que prácticamente vivían con él, estaban los doce. Entre los segundos, donde sin duda hubo varias mujeres, había gente que lo asistía y lo acompañaba. Y todavía un tercer grupo, .el de simpatizantes, “que aceptaban y apoyaban su proyecto sin abandonar su residencia ni sus ocupaciones cotidianas”. Ellos lo recibían a él y a sus discípulos en sus casas: “Estos simpatizantes formaban una red de familias vinculadas a la causa de Jesús, que fue muy importante en la expansión de su movimiento en Palestina durante la primera generación cristiana”.[1]
El discipulado fue y es, en suma, el conjunto de esfuerzos encaminados a consolidar a una persona en el compromiso con Jesús y su proyecto orientado hacia el establecimiento pleno del Reino de Dios en el mundo y en la vida de un mayor número de seres humanos. Si se enumeran las características de los discípulos/as de Jesús en un mundo convulsionado, como siempre lo es, las exigencias para ser constantes no sólo se acrecientan o complican sino que, en rigor, especifican con mayor claridad el camino hacia los propósitos para los cuales cada quien es llamado. De esta manera, la primera característica exigida fue que ellos/as hubieran sido testigos de lo que Jesús hizo y dijo; esta salvedad se convierte hoy en la necesidad de conocer al máximo el contenido de los Evangelios para apreciar en toda su magnitud el testimonio directo de los textos que dan cuenta de la actuación del Jesús histórico.
La segunda es que, a la luz de lo anterior, los discípulos compartieran el estilo de vida de Jesús, cuyos rasgos también están esbozados en los Evangelios, pero que muchas veces siguen ocasionando problemas de interpretación, como sucedió recientemente con el libro de José Antonio Pagola, Jesús: aproximación histórica (Madrid, PPC, 2007, diez ediciones ya) que hasta una amonestación le valió a su autor. Y es que, cuando Marcos reconstruyó por primera vez el acontecimiento de Jesús y mostró que entró en conflicto con su propia familia (3.20-21; 31-35), no tenía domicilio fijo, comía con personas “poco recomendables” y practicaba una religiosidad irrespetuosa hacia algunas normas y prácticas, todo ello implica una práctica diferenciada hacia lo impuesto como común o dominante: “La ruptura con la casa y los demás rasgos del comportamiento contracultural de Jesús y sus discípulos estaban al servicio de este objetivo: encarnar proféticamente la novedad del Reinado de Dios”.[2]
Pero acaso la nota más difícil del seguimiento y discipulado sea que quienes siguen a Jesús deberán compartir su destino, una ruta de la cual también debían y deben participar los seguidores de cada generación. A este último aspecto alude la exhortación de II Timoteo 2.1-13, donde el perfil del discípulo que se esboza manifiesta una clara continuidad con los procedimientos que el autor ha desarrollado previamente, lo que implicaba que la siguiente etapa de la vida de la iglesia tendría que insistir en el discipulado como una norma de conducta permanente que no eliminase la radicalidad del llamamiento para instalar los valores del Reino de Dios en el mundo. “Esforzarse en la gracia” (II Tim 2.1) es una fórmula de simbiosis entre la acción humana y la garantía de la presencia de Dios, sin excluirse mutuamente. “Mantenerse fuerte” (endynamou)  es una acción persistente basada en un poder real para que todo lo escuchado de los labios de su discipulador lo transmita a otros mediante un nuevo ejercicio del discipulado para que ellos, a su vez, discipulen a los que vienen detrás, como parte de una cadena interminable. Como los soldados, los atletas y los labradores (vv. 3-6), que no claudican en su labor, así este discípulo ha recibido un encargo que deberá desarrollar constantemente, aunque acaso no se comprenda a plenitud la responsabilidad recibida (v. 7).
Y en todo esto, se agrega, la figura que domina todo el panorama es la de Jesús mismo, a quien se sigue con los pasos de la fe, y quien es el fundamento del esfuerzo y la misión (vv. 8-10). De ahí surge la cita de un antiguo cántico que sirvió para estimular a los creyentes desde un horizonte escatológico acorde con las esperanzas del momento en que se vivía la expectativa del inminente retorno de Cristo (vv. 11-13). Mantenerse firme es un paso crucial para comenzar a disfrutar de los beneficios de la redención. Un buen discipulado será aquel que coloque a la persona en el camino de la constancia y fidelidad a toda prueba.



[1] Santiago Guijarro Oporto, “Las instrucciones sobre el discipulado”, en www.mercaba.org/FICHAS/upsa/tema_05_2.htm.
[2] Idem.

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