9 de febrero, 2014
Si morimos con Cristo, viviremos con él;
si nos mantenemos firmes (jupoménomen), reinaremos con él;
si lo negamos, también él nos negará;
si le somos infieles, él permanece fiel,
pues no puede faltar a su palabra.
II Timoteo 2.11b-13, La Palabra (Hispanoamérica)
En
el camino hacia la constancia, la fidelidad y el compromiso cristianos, el
discipulado es una práctica ineludible, pues además de haber sido el modelo
instaurado por el propio Jesús de Nazaret (Mr 1.17), incluye el elemento
personal o personalizado, el rostro humano del acompañamiento en el seguimiento
suyo en busca de los valores y la presencia efectiva y creciente del Reino de
Dios en el mundo (Mt 28.19: “Vayan, pues, y hagan discípulos a los habitantes
de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”). En
este sentido, en el mismo grupo que estuvo alrededor de Jesús la evidencia evangélica
misma puedan mostrar los diversos “niveles de compromiso” que mostraron los
hombres y mujeres que lo siguieron con base en su cercanía y participación en
el movimiento. Entre los primeros, los discípulos como tales, que prácticamente
vivían con él, estaban los doce. Entre los segundos, donde sin duda hubo varias
mujeres, había gente que lo asistía y lo acompañaba. Y todavía un tercer grupo,
.el de simpatizantes, “que aceptaban y apoyaban su proyecto sin abandonar su
residencia ni sus ocupaciones cotidianas”. Ellos lo recibían a él y a
sus discípulos en sus casas: “Estos simpatizantes formaban una red de familias
vinculadas a la causa de Jesús, que fue muy importante en la expansión de su
movimiento en Palestina durante la primera generación cristiana”.[1]
El discipulado fue y es, en suma, el conjunto
de esfuerzos encaminados a consolidar a una persona en el compromiso con Jesús
y su proyecto orientado hacia el establecimiento pleno del Reino de Dios en el
mundo y en la vida de un mayor número de seres humanos. Si se enumeran las
características de los discípulos/as de Jesús en un mundo convulsionado, como
siempre lo es, las exigencias para ser constantes no sólo se acrecientan o
complican sino que, en rigor, especifican con mayor claridad el camino hacia
los propósitos para los cuales cada quien es llamado. De esta manera, la
primera característica exigida fue que ellos/as hubieran sido testigos de lo
que Jesús hizo y dijo; esta salvedad se convierte hoy en la necesidad de
conocer al máximo el contenido de los Evangelios para apreciar en toda su
magnitud el testimonio directo de los textos que dan cuenta de la actuación del
Jesús histórico.
La segunda es que, a la luz de lo anterior, los
discípulos compartieran el estilo de vida de Jesús, cuyos rasgos también están
esbozados en los Evangelios, pero que muchas veces siguen ocasionando problemas
de interpretación, como sucedió recientemente con el libro de José Antonio Pagola,
Jesús: aproximación histórica (Madrid,
PPC, 2007, diez ediciones ya) que hasta una amonestación le valió a su autor. Y es que, cuando Marcos reconstruyó por
primera vez el acontecimiento de Jesús y mostró que entró en conflicto con su
propia familia (3.20-21; 31-35), no tenía domicilio fijo, comía con personas “poco
recomendables” y practicaba una religiosidad irrespetuosa hacia algunas normas
y prácticas, todo ello implica una práctica diferenciada hacia lo impuesto como
común o dominante: “La ruptura con la casa y los demás rasgos del
comportamiento contracultural de Jesús y sus discípulos estaban al servicio de
este objetivo: encarnar proféticamente la novedad del Reinado de Dios”.[2]
Pero acaso la nota más difícil del seguimiento y
discipulado sea que quienes siguen a Jesús deberán compartir su destino, una
ruta de la cual también debían y deben participar los seguidores de cada
generación. A este último aspecto alude la exhortación de II Timoteo 2.1-13, donde
el perfil del discípulo que se esboza manifiesta una clara continuidad con los
procedimientos que el autor ha desarrollado previamente, lo que implicaba que
la siguiente etapa de la vida de la iglesia tendría que insistir en el
discipulado como una norma de conducta permanente que no eliminase la
radicalidad del llamamiento para instalar los valores del Reino de Dios en el
mundo. “Esforzarse en la gracia” (II Tim 2.1) es una fórmula de simbiosis entre
la acción humana y la garantía de la presencia de Dios, sin excluirse mutuamente.
“Mantenerse fuerte” (endynamou) es una acción persistente basada en un poder
real para que todo lo escuchado de los labios de su discipulador lo transmita a
otros mediante un nuevo ejercicio del discipulado para que ellos, a su vez, discipulen
a los que vienen detrás, como parte de una cadena interminable. Como los
soldados, los atletas y los labradores (vv. 3-6), que no claudican en su labor,
así este discípulo ha recibido un encargo que deberá desarrollar
constantemente, aunque acaso no se comprenda a plenitud la responsabilidad
recibida (v. 7).
Y en todo esto, se agrega, la figura que domina
todo el panorama es la de Jesús mismo, a quien se sigue con los pasos de la fe,
y quien es el fundamento del esfuerzo y la misión (vv. 8-10). De ahí surge la
cita de un antiguo cántico que sirvió para estimular a los creyentes desde un
horizonte escatológico acorde con las esperanzas del momento en que se vivía la
expectativa del inminente retorno de Cristo (vv. 11-13). Mantenerse firme es un
paso crucial para comenzar a disfrutar de los beneficios de la redención. Un
buen discipulado será aquel que coloque a la persona en el camino de la
constancia y fidelidad a toda prueba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario