sábado, 1 de febrero de 2014

Qué necesitamos para ser constantes: Una autocrítica personal y comunitaria, L. Cervantes-O.

2 de febrero, 2014

Volvió entonces a donde estaban los discípulos y, al encontrarlos dormidos, dijo a Pedro: —¿Ni siquiera han podido velar una hora conmigo? Velen y oren para que no desfallezcan en la prueba. Es cierto que tienen buena voluntad, pero les faltan las fuerzas.
Mateo 26.40-41, La Palabra (Hispanoamérica)

Es verdad que el Señor Jesús se lo anticipó a sus discípulos: “Satanás los ha reclamado a ustedes para zarandearlos como a trigo” (Lc 22.31). También es verdad que varias veces algunos de ellos hicieron alarde de fidelidad y constancia toda prueba (Mr 14.29-31) y que fallaron en el momento más exigente y sentido (Mr 14.50). Y es cierto que la condición humana es inestable y no siempre dada a la persistencia, a menos que se desarrolle con esfuerzo y hasta con técnicas que instalen la disciplina en la vida, algo que resulta a veces artificial. Ante todo ello, puede resultar útil una mínima indagación en algunas aportaciones bíblicas para tratar de superar la inestabilidad y la inconstancia con que frecuentemente se asume la vida de fe o, para decirlo de otra manera, el compromiso derivado del seguimiento de Jesús, que es justamente lo esbozado por los Evangelios a la hora de mostrar la respuesta, las luchas y la consolidación del grupo de discípulos/as que después conformarían la iglesia.

Quizá una primera y sana forma de abordar el problema sea la necesidad de practicar una buena autocrítica de la manera en que se ha experimentado el compromiso con el Evangelio. Algo que no salta a la vista tan fácilmente en el tristemente famoso episodio del huerto de Gethsemaní es que sus acompañantes, al abandonarlo y dejarlo solo en manos de sus enemigos, es que se resistieron a advertir un rostro del Señor que no habían imaginado, ni mucho menos considerado: acostumbrados como estaban a un maestro fuerte y enérgico, la posibilidad de verlo en la más profunda debilidad los alejó sustancialmente. “Los discípulos asisten al reverso de la Transfiguración (17,1-8). Son testigos no de la gloria sino del abandono de Jesús, pero ni en su gloria ni en su abandono lo entendieron. La perseverancia de Jesús en la oración contrasta con el sueño de sus discípulos. Jesús se abandona a su Padre Dios, sus tres discípulos se abandonan al sueño. Jesús lucha con todas sus fuerzas, sus tres discípulos desisten por completo de luchar”.[1]

Luego de tantas vivencias de poder, ahora los discípulos tendrían que lidiar con la “debilidad” de Dios. Como comentan J. Mateos y F. Camacho:

Aparecen aquí la fuerza y la debilidad de Dios. Por ser puro amor, no tiene más fuerza que la de su amor mismo. Al ofrecerse al hombre sin forzarlo, su eficacia queda a la merced de la respuesta del hombre. Si éste lo acepta  y lo hace norma de su vida, el amor encuentra cauce para desplegar su ilimitada potencia (cf. 19.26). […] El Padre que se revela en Getsemaní es completamente distinto del Dios que la humanidad conocía. […]
Jesús recomienda a los tres discípulos que estén en vela con él. Deben presenciar la terrible sensación de fracaso que supone una muerte como la suya. […] También ellos, seguidores de Jesús, deben aceptar esa situación como propia; su destino será el mismo de Jesús.[2]

De reflexiones como ésta puede surgir el ímpetu para efectuar una sólida autocrítica de nuestra inconstancia recurrente. No ser constantes no consiste sólo en perder el ánimo o dejar de creer en la iglesia o en nuestra capacidad religiosa. Consiste, más bien, en advertir hasta dónde pueden llegar nuestro convencimiento y nuestras convicciones basados ambos en una experiencia inamovible de fe que será capaz de movilizarnos siempre. Porque acaso hemos caído y seguido en el juego de la anti-bíblica separación clero-laicos, en donde los integrantes del primero, al asumir sus tares como una “profesión” u “oficio” la cumplen como una labor incluso asalariada, mientras que los miembros del segundo grupo no necesariamente participarían de una responsabilidad continua en relación con la fe o con la iglesia. El desengaño aparece, así, como una riesgosa ruta crítica de desahogo y acción más bien intermitente en nuestra militancia cristiana. Tal como lo expresa Fausto Liriano mediante unas preguntas incisivas fruto de observaciones atentas:

¿Por qué el odio por la iglesia los hizo apartarse también de Dios? ¿Por qué ya no hay fe en aquel viejo profesor de teología o en el antiguo director de alabanza? ¿Qué paso con la chica que siempre predicaba en los cultos de jóvenes o con mi maestro de Escuela Dominical de la adolescencia, ése que parecía tan ferviente?
Conforme vas creciendo, Dios está en todas partes y a veces en ninguna. Con eso me refiero a que de pronto muchas cosas van ocupando tu mente mientras los conceptos de Dios se van haciendo menos entendibles y más complejos. Empiezas a tener accidentes emocionales en los que pierdes la inocencia, las preguntas empiezan a surgir y de repente te interés que todo tenga una explicación. Es ahí donde la iglesia empieza a tener menos significado porque la pérdida de la inocencia te ayuda a llegar a ciertas conclusiones por ti mismo, y generalmente sacas de tu vida las cosas que no te gustan… ¡Perdón!, que no tienen sentido.  […]
Yo dejé de ir a la iglesia, y lo cambié por ser la iglesia. Yo soy la iglesia.[3]

Practiquemos, pues, una sólida autocrítica de nuestra trayectoria cristiana viéndonos en el espejo de aquellos discípulos inconstantes y renovemos a partir de ahora nuestro compromiso de fe.



[1] José Cárdenas Pallares, “Lo propio de San Mateo en el relato de la Pasión”, en RIBLA, núm. 27, 1997, www.claiweb.org/ribla/ribla27/lo%20propio%20de%20san%20mateo.html.
[2] J. Mateos y F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Cristiandad, 1981, pp. 259-260.
[3] F. Liriano, “Dejando de ‘ir’ a la iglesia”, en http://lareddelcamino.net/es2/images/lrdc/pdf/newsletter/n016.pdf.

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