14 de agosto, 2016
El rey aceptó firmar la ley. Daniel lo
supo, pero de todos modos se fue a su casa para orar a Dios. Daniel
acostumbraba orar tres veces al día, así que entró en su cuarto, abrió la
ventana y, mirando hacia Jerusalén, se arrodilló y comenzó a orar.
Daniel 6.9-10, Traducción en Lenguaje Actual
1. La Palabra de Dios y
la literatura apocalíptica
Fase
evolutiva y bien diferenciada de la literatura profética, su antecedente
inmediato, se distinguió porque sus autores descreyeron radicalmente de la
acción política y porque proyectaron sus esperanzas hacia un futuro que no
alcanzarían a ver, aun cuando sus producciones textuales dejan ver que creían
firmemente en la intervención divina en la historia. Sobre ésta, tales
creyentes la veían como una sucesión de imperios sometidos al designio superior
de Dios, aunque no dejaban de advertir los espacios de autonomía de las
diversas hegemonías que se disputaron el control del mundo conocido en su
época. Presente en porciones de profetas como Isaías (24-27) y Ezequiel
(38-48), la actitud apocalíptica
impregnó buena parte de la mentalidad y la fe del antiguo Israel desde antes
del exilio y llegó hasta los tiempos de Jesús, quien también compartió la
visión y la espera de la intervención extraordinaria de Dios en medio de los
sucesos socio-políticos. Son apocalípticas sus famosas palabras contenidas en
Mr 13 y en sus derivaciones de Mt 24-25 y Lc 21. Se trataba de visiones a largo
plazo “en las cuales Israel, amenazado por las naciones paganas, sería salvado
por una intervención divina”.[1] Lo apocalíptico era una
fe y una mirada muy específica sobre la realidad que produjo algunas doctrinas
tales como la creencia en los ángeles, en la resurrección, además de redefinir
la concepción de la historia de los profetas antiguos.
El libro de Daniel, redactado alrededor de unos
170 años antes de Cristo (por lo que pertenece al bloque de los Escritos en la
Biblia Hebrea), “evoca, mediante las visiones de un joven judío exiliado en
Babilonia y unas expresiones e imágenes codificadas, el destino del pueblo
judío perseguido por los Seléucidas y su milagrosa salvación”.[2] Como parte de su
herencia profética, el autor creyó conveniente “utilizar el procedimiento
literario apocalíptico para expresar sus ideas religiosas sobre la necesidad de
ser fieles a la Ley de Dios y sobre el triunfo definitivo de Dios sobre los
enemigos que históricamente se oponen a la implantación del ‘reino de los
santos’”.[3] El concepto de
revelación llegó a un punto en que se identificó casi por completo con las
visiones que son el vehículo privilegiado para transmitir la voluntad divina,
paso a paso con los acontecimientos que marcan el destino de los personajes
principales: “Ya no se trata de transmitir la voluntad de Dios para el tiempo
presente, sino de anunciar a largo plazo una intervención divina que supondrá
la salvación de Israel, provocando el fin del mundo pecador y el comienzo de
una nueva era. La forma literaria es la visión, que presenta una interpretación
global de la historia acompañada de indicaciones sobre la fecha de los acontecimientos
venideros”.[4] Nada de esto acontecía
en la literatura profética anterior.
2. La fidelidad a la
Palabra en medio de la oposición imperial
La
sección histórica del libro de Daniel (caps. 1-6) se refiere al periodo
babilónico-persa, en donde ubica una serie de acontecimientos que muestran la
resistencia cultural y religiosa del judaísmo exílico, lo que aparece desde el
inicio mismo ante la decisión del monarca babilonio de llevar consigo a algunos
jóvenes intelectuales judíos (1.17) que servirían en la corte (1.18-21). Daniel,
particularmente, dominaba el arte de interpretación de los sueños (2) y en el
cap. 3 aparece la prueba de fuego (literalmente) para él y sus compañeros. En
el cap. 4, Daniel demuestra nuevamente su superioridad sobre los adivinos de
Babilonia ante la enfermedad del rey. El siguiente relato se ocupa de la caída
de Belsasar, uno de los sucesores de Nabucodonosor y del ascenso de la dinastía
medo-persa. El relato del cap. 6 sintoniza totalmente con el del 3, a pesar de
sus diferencias: “La conclusión repite el mismo esquema anterior: una alabanza
por parte del rey, y la prosperidad para Daniel. El castigo en el horno
caliente y en la fosa de los leones es, sin lugar a dudas, una referencia a los
mártires que fueron torturados en la guerra contra el imperio seléucida y, al
mismo tiempo, es una invitación a mantener la resistencia”.[5]
El personaje Daniel es “un hombre excepcional, de
espíritu superior, intachable en su administración del imperio persa e
inquebrantable en su fe”.[6] La terrible prueba a la
cual se ve sometido es “la última historia edificante que confirma la fidelidad
de nuestro protagonista a la fe judía, antes de ser él mismo el receptor de las
revelaciones divinas de la segunda parte del libro”. editado por un judío. El
tema es muy evidente: estamos ante un episodio de “persecución contra el judío
observante, tomando como ocasión de ella la contraposición entre la ley de los
medos y los persas y la ley del Dios de los judíos. A través de esta oposición
entre ambas legislaciones se enfrentan dos religiones, el culto del emperador y
el culto del Dios vivo”.[7] La persecución religiosa,
que en última instancia ocultaba la pretensión hegemónica del poder, podía estar
ambientada bajo la dominación de Antíoco IV Epífanes (cf. Sal 74; 1 Mac 1.41ss;
2 Mac 6-7). El culto monoteísta judío causó muchos problemas a los
descendientes de Alejandro el Grande, lo que más tarde desencadenaría la revuelta
nacionalista judía de los Macabeos y dio origen a una larga lista de mártires. La
exigencia espiritual profunda consistió en demandar de los creyentes exiliados
una fidelidad absoluta a la ley divina, en este caso concreto al mandamiento de
no adorar dioses ajenos, máxime ante el culto político de los medo-persas, que
en esta ocasión muestran un rostro menos amable, con todo y que la figura del
emperador se presenta con cuidado. La fidelidad a la ley antigua por parte de
toda una generación de exiliados (que juraron lealtad al imperio: 6.22) sería
el modelo para las que vendrían más tarde, en medio de un contexto de
desesperanza y sometimiento a los poderes de turno.
Finalmente, el testimonio de Daniel alcanza al
propio monarca y, así, se afirmará uno de los grandes postulados de la fe
apocalíptica en relación con el reino venidero de Dios, proyectado en un futuro
utópico pero cierto: “El reconocimiento del Dios de Daniel por parte de Darío
constituye una confesión de fe en el único Dios [6.26-27]. Reviste esta
confesión de fe la forma de un breve himno en el cual se afirma que el Dios de
Daniel es el Dios vivo que vive para siempre, su reino es un reino que no será
destruido y su imperio no tendrá fin”.[8] Como resume bien Jean Meyer: "Los cristianos deberían ser iconoclastas; el ídolo del Estado-nación no puede ser suyo, y tampoco los otros ídolos. Tienen que emprender de nuevo el combate de los profetas y salir de la trampa religiosa para jugar su papel destructor de las obsesiones sagradas". [9]
[1] Olivier Millet y Philippe de Robert, Cultura bíblica. Madrid, Universidad Complutense, pp. 34-35.
[1] Olivier Millet y Philippe de Robert, Cultura bíblica. Madrid, Universidad Complutense, pp. 34-35.
[2] Ibíd., p. 35.
[3] “Daniel”, en www.mercaba.org/Biblia/Comentada/profetas_daniel.htm.
[4] O. Millet y P. de Roberto, op. cit., p. 134.
[5] José Ademar Kaefer, “‘Bienaventurado
aquel que persevera’ (Dn 12.12): una introducción al libro de Daniel”, en RIBLA, núm. 52, 2005-3, p. 128, www.claiweb.org/images/riblas/pdf/52.pdf.
[6] José Héctor Lüdy, “Daniel”,
en Comentario al Antiguo Testamento. II. Estella,
La Casa de la Biblia, 1997, p. 271, www.ebam.org/libros/Comentario-Al-Antiguo-Testamento-II-profetas-sap%ecenciales-poeticos.pdf.
[7] Ídem.
[8] Ibíd., p. 272.
[9] J. Meyer, "Religión y nacionalismo", en De una revolución a otra. México, El Colegio de México, 2013.
[9] J. Meyer, "Religión y nacionalismo", en De una revolución a otra. México, El Colegio de México, 2013.
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