7 de agosto, 2016
Jóvenes,
les he escrito
porque son
fuertes,
y la
Palabra de Dios permanece en ustedes,
y ustedes
han vencido al Maligno.
I Juan 2.14, El Libro del Pueblo de Dios
El principio formal de la Reforma Protestante
Una de
las características de las iglesias derivadas de las reformas religiosas del
siglo XVI es su apego irrestricto a la Biblia, así como su defensa permanente
de la primacía de las Escrituras en cualquier asunto de fe y doctrina. Suscribir
la afirmación contenida en el principio Solo
Scriptura es también una de las marcas de cualquier comunidad cristiana que
se precie de ser “reformada”, no sólo en el sentido confesional sino en el más
amplio de ser una iglesia renovada por el Espíritu Santo de la manera en que
aquellos movimientos reivindicaron su soberanía sobre la existencia y misión de
la iglesia. Acaso uno de los momentos más dramáticos de los inicios de la
reforma luterana fue aquel cuando el exmonje agustino afirmó con plena
convicción de lo que hacía. En la Dieta de Worms (abril de 1521, mientras
Hernán Cortés estaba por sitiar Tenochtitlan), a la pregunta sobre si se
retractaría de lo enseñado en sus escritos reformistas y de los supuestos
errores que contenían, respondió: “A menos que se me persuada por testimonios
de las Escrituras o por razonamientos evidentes, porque no me bastan únicamente
las afirmaciones de los papas y de los concilios, puesto que han errado y se
han contradicho a menudo, me siento vinculado con los textos escriturísticos
que he citado y mi conciencia continúa cautiva de las palabras de Dios. Ni
puedo ni quiero retractarme de nada, porque no es ni seguro ni honrado actuar
en contra de la propia conciencia”.[1]
Nacía así en el interior de esa tradición en formación uno de los
principios mayores de lo que sería el protestantismo, puesto que no puede haber
mejor definición de la relación de un creyente con la revelación escrita de
Dios que ésa: tener la “conciencia cautiva de la Palabra de Dios” significa
someter todo pensamiento, doctrina y acción al escrutinio radical del mensaje
bíblico, fruto de una sana, seria y respetuosa lectura e interpretación de los
textos bíblicos en su contexto y como parte del mensaje divino de salvación. A
todo ello, algunos teólogos lo denominaron el “principio formal” de la Reforma
Protestante, es decir, la prevención contra cualquier forma de literalismo que
dañe la comprensión de los textos bíblicos.[2] Dos
protestantes franceses hacen un magnífico resumen: “El principio característico
del protestantismo como confesión cristiana es el valorar las Sagradas
Escrituras haciendo de ellas la fuente por excelencia, incluso el único origen,
de todo valor, tanto en el plano teológico como moral y cultural, tanto de
forma colectiva como individual. Allí en donde el catolicismo concede valor a
la institución eclesiástica, su tradición y su jerarquía, el protestantismo
destaca, con exclusión de cualquier otro principio, la Biblia como expresión o
continente de la Palabra de Dios”.[3]
El otro gran principio es el “material”, relativo a Cristo como
contenido de la fe y a la justificación obtenida mediante la gracia de Dios.[4] La
autoridad de la Biblia, así, se impuso rotundamente sobre la institución y
sobre la tradición para hacer surgir, como parte del principio y la práctica
del libre examen, un conjunto de lecturas serias, críticas y responsables que
debían conducir la marcha de la iglesia. Qué tanto se ha logrado eso con la
marcha de los tiempos es algo difícil de determinar, pero el lugar que la
Biblia alcanzaría gracias a la Reforma lo ha resumido muy bien George Steiner,
en su pequeño libro introductorio al Antiguo Testamento:
En Occidente, pero
también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido introducido, la Biblia determina, en buena
medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los
instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita. Hasta la
época moderna, estos instrumentos estaban tan profundamente grabados en nuestra
mentalidad, incluso —tal vez especialmente— entre gentes no alfabetizadas o pre-alfabetizadas,
que la referencia bíblica hacía las veces de auto-referencia, de pasaporte en
el viaje hacia el ser interior de la persona.[5]
La presencia de la Biblia en la vida
cristiana
El
reconocimiento que hace la primera carta de Juan a varios sectores de la
comunidad cristiana a la cual se dirige es digno de destacarse, pues a uno de
ellos, el de los jóvenes les señala específicamente su apego a las Sagradas
Escrituras (I Juan 2.14), su constancia en la lectura y familiaridad hacia
ella, en una época en que ni siquiera se contaba aún con la totalidad de las
mismas. Seguramente ellos/as únicamente conocían el Antiguo Testamento y quizá
algunas epístolas apostólicas, por lo que su esfuerzo espiritual y cultural
para acceder al mensaje antiguo de Dios fue digno de notarse. Se trataba de
nuevas generaciones empeñadas en reforzar el contenido de su fe y de esa manera
fortalecerla ante los embates que trataban de apartarlos del Evangelio de
Jesucristo que habían recibido en el seno de la comunidad a la que pertenecían.
Si a las demás generaciones se les reconoce por otros motivos igualmente
destacables (los mayores conocen a Jesús, 2.12), sobresale el hecho de que
quienes mayor resistencia presentan a la tentación y la prueba son los jóvenes
por su lectura fresca de las Escrituras. Ambas generaciones conocen al Padre y
a su Hijo, el Salvador y eso los capacita para resistir y crecer. En nuestro ambiente,
y siguiendo esa línea de pensamiento, deberíamos esperar que la profundización
en el estudio de la Biblia sustituyera al acceso juvenil a la misma que
consistía, en otras épocas, en los concursos de “conocimiento bíblico” (en
todas sus variantes), basado en una acumulación de datos y en la medición de
las habilidades para memorizar y localizar citas bíblicas.
En el protestantismo, la experiencia de la fe es acompañada por el
surgimiento de una auténtica “cultura bíblica” cuyo impacto debe ser visible en
todas las áreas de la vida. La Biblia tiene un profundo potencial movilizador
de las conciencias pues enseña, en orden de prioridades (aunque casi siempre
sucede simultáneamente) a creer, hablar, orar y a pensar. Semejantes
capacidades, al conjuntarse, forman un conjunto realmente revolucionario, en
todas las formas.
Escuchemos a Carlos Monsiváis dando testimonio de la forma en que
lo impactó su lectura de la Biblia, y especialmente de la llamada “versión
antigua” (revisión, en realidad) de 1909:
Me parece que para mí fue
un aprendizaje de la lengua excepcional porque me tocó leer la Biblia en la
versión de Casidoro de Reina y Cipriano de Valera que considero inmejorable y
cuyo uso me parecería todavía necesario. No me gusta la actualización de la Biblia,
la versión actual, no porque discrepe de las correcciones, las anotaciones, las
puestas al día de vocabulario, sino porque lo otro era el caudal de la lengua y
la manera inmejorable de decir: “Los cielos cuentan la gloria
de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra
al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría”. Me
parece que allí se ha llegado a una perfección del idioma tan declarada que
buscar equivalentes que sean más comprensibles es simplemente relegar lo que da
de profundidad una versión hecha de una manera soberbia por Reina y Valera. (www.youtube.com/watch?v=Sa_nFJQ98sQ, a
partir del minuto 1:49)[6]
[1] “Lutero ante la Dieta de Worms”, en www.luther.de/es/leben/worms.html.
[2] Olivier Millet y Phillipe de Robert, Cultura bíblica. [2001] Madrid,
Universidad Complutense, 2003, p. 282.
[3] Ibíd.,
p.
274.
[4] Cf. J. Hoffmann, “Coincidencias y
divergencias entre las iglesias”, en Iniciación
a la práctica de la teología. Dogmática. 2. Madrid, Cristiandad, 1984, pp.
329-330.
[5] G. Steiner, Prefacio
a la Biblia Hebrea. Madrid, Siruela, , p. .
[6] Cf. Óscar Moha, “Entrevista a Carlos Monsiváis”, en www.youtube.com/watch?v=UEtlnZTW7FY.
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