La Iglesia Presbiteriana Ammi-Shadday es una comunidad cristiana que adora y sirve al Dios único y verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ella se reúnen hombres y mujeres de todas las edades y de todas las condiciones para celebrar agradecida, gozosa y conscientemente el amor divino revelado en Jesucristo, y para ofrecer humilde pero sinceramente el afecto fraterno a todas las personas que buscan el consuelo de Dios y el calor de la comunidad humana.
lunes, 29 de abril de 2019
jueves, 25 de abril de 2019
domingo, 21 de abril de 2019
El máximo testimonio de la vida recuperada y triunfante, L. Cervantes-O.
William Blake (1757-1827), Cristo aparece a sus discípulos después de la resurrección (1795)
21 de abril, 2019
Luego, Jesús se les
apareció a los once discípulos mientras ellos comían. Los reprendió por su
falta de confianza y por su terquedad; ellos no habían creído a los que lo
habían visto resucitado. Marcos 16.14, TLA
En la segunda parte del capítulo final de Marcos se
narra, como propuesta alternativa, otra posibilidad más esperanzadora en
relación con la resurrección de Jesús. En la primera propuesta, el v. 8 ofrece
un panorama no del todo afirmativo sobre esa realidad de fe: las mujeres se
fueron del sepulcro asustadas y con la enorme duda sobre el paradero del cuerpo
de Jesús, pues incluso guardaron silencio y no compartieron el importante mensaje
del joven misterioso sobre la resurrección de Jesús (vv. 6-7).
A
una práctica truncada violentamente por el asesinato corresponde un relato
incompleto, truncado por el miedo de las mujeres y por la huida de los
discípulos. Pero esa incompletitud del relato no remite a la resignación, sino
que empuja al lector, para que se encargue de su proseguimiento, si quiere saber de Jesús. Es inútil que narre la
experiencia pascual, porque ésta no se da. válidamente, más que en Galilea, en
el seguimiento de Jesús prosiguiendo
su práctica.[1]
“Marcos pone al lector en
su justo lugar, que es el de las mujeres que recorren cierto itinerario... El
sepulcro empuja hacia afuera... es preciso ir allá, pero para ser arrebatado
por otro proyecto...”.[2]
El mensaje anunciado por ese ser misterioso se desplegará, en la segunda parte,
a partir del encuentro del Jesús resucitado con María Magdalena (vv. 9-11), dos
de sus discípulos (vv. 12-13), y el grupo de 11 seguidores (v. 14), sucesivamente.
La aparición de Jesús vuelto a la vida fue in
crescendo, por decirlo así, para fortalecer la fe de sus seguidores y
confirmar los anuncios que se habían hecho al respecto. La sucesión de
apariciones marca un ritmo encaminado a instalar la misión de Jesús en la
conciencia de los discípulos, pero sólo a partir de una sana comprensión de la vida
recuperada de su maestro. Sin la vida de él, reencaminada por el Padre que desclavó
y resucitó a su Hijo, la vida y misión de ellos/as no será nada. Previo al
anuncio explícito de la misión que recibirían para realizar, debía realizarse
el encuentro con el Crucificado ahora Resucitado, quien gracias a esa experiencia
renovó el camino que habían iniciado desde que aceptaron seguirlo, acompañarlo
y aprender de él.
En el v. 14 las palabras
de Jesús son duras acerca de la falta de confianza y de la terquedad de los
discípulos, pues “no habían creído a los que lo habían visto resucitado” (14b),
lo que otorga continuidad a la enseñanza del Señor mientras anduvo con ellos y
les transmitió su mensaje. “De ese grupo fragmentado, de incrédulos y duros de
corazón, nació la Iglesia, nacimos nosotros”.[3]
Éste es el realismo con que se asumirá la misión de la iglesia: se trata de una
comunidad con múltiples defectos y siempre en conflicto con su eventual
desobediencia y alejamiento del sentido de la misión encomendada por el Resucitado.
El jesuita mexicano Carlos
Bravo Gallardo (1938-1997) desglosa lo acontecido por las etapas del propio
texto y concluye con el envío de los discípulos que hace el Resucitado. Primeramente,
expone lo sucedido con María Magdalena, una presencia femenina que compromete
al relato completo y le otorga a la narrativa originaria de la resurrección un
tono que no necesariamente se aprecia en los demás evangelios (en Mt la acompaña
la otra María, 28.1; en Lc se habla de “las mujeres”, 23.55-56), excepto el del
Cuarto (Jn 20.1-18), adonde el desarrollo de la historia tiene una personalidad
propia, por su extensión y alcances.
La
primera experiencia de su presencia definitiva en la historia la tiene una
mujer de la que Jesús había expulsado siete demonios, o sea, toda maldad (v.
9), pero de una fidelidad y un amor a toda prueba. Forma parte del grupo de
seguidoras de Jesús (15.41). Es mencionada por su nombre en 15.40, 47; 16.1, 9
y es, probablemente, la misma que había ungido a Jesús anticipadamente para la
sepultura (14.3ss). Esta primicia resulta sumamente provocativa para una cultura
patriarcal machista como era la judía. La reacción de incredulidad de los
apóstoles se entiende en ese contexto cultural. Imposible que ella,
precisamente ella, una mujer y de mala reputación, hubiera visto a Jesús (y no
ellos).[4]
En segundo lugar, aparecen
dos discípulos únicamente, que iban de regreso a su pueblo, ¿a retomar su
rutina de vida anterior al llamamiento de Jesús? Con todo, se encaminaron a
compartir la visión de Jesús. “La segunda experiencia la tienen unos
discípulos, que no son de los Doce, cuando iban de regreso a su pueblo. Por
Lucas sabemos de los discípulos de Emaús. Se regresaron para comunicar su
experiencia a los demás, pero tampoco les creyeron. No eran de fiar. El factor
común es la incredulidad total. No sólo no les creen, sino que no creen en la
fuerza de Dios ni en el testimonio de los hermanos”.[5]
Finalmente, Jesús se apareció
al grupo de once, mientras comían, es decir, mientras compartían un momento de
comunión. “No pueden ser testigos de nada quienes huyen a esconderse llorando
de aflicción. Uno de ellos lo entregó a la muerte, otro lo negó tres veces seguidas,
los demás huyeron a esconderse. ¿Quién se fiaría de ellos como testigos? Pero
el incorregible Jesús se les hace presente también a ellos, aunque ya no son
los Doce, sino sólo Once, un grupo roto por la traición y la
falta de fe. El número doce es de plenitud; once
no es nada”.[6]
Así,
capacitando a los discípulos para proseguir su misión, terminó Jesús su obra
terrena. Y nos dejó. Nos dejó la historia como el espacio donde construir el
mundo nuevo que nos enseñó a soñar y a forjar. Los discípulos salieron a poner
por obra la misión confiada. Y el Señor Jesús les (nos) dejó la historia como
el espacio encargado a los hombres; como su tarea. Y desde el cielo los (nos)
acompaña, trabajando hombro a hombro con ellos (con nosotros), confirmando su
(nuestro) mensaje con los signos que acompañan su (nuestra) palabra.[7]
La resurrección de Jesús
hizo posible la resurrección de la comunidad de discípulos/as, pues sin esa
experiencia de recuperación de la vida anunciada por el Padre sería imposible
que la iglesia pudiera afrontar semejante tarea. El desafío de cómo el Padre vivificó
a su Hijo mediante la resurrección, fue la reivindicación total de su persona y
la proyección de su misión, ahora a cargo de los discípulos. Tal como lo
resumió Bravo Gallardo: en la resurrección somos testigos de “la rebeldía
eficaz del Padre contra la muerte injusta del Hijo al rescatarlo del sinsentido
de la condena”.[8]
Marcos registra también el ascenso del Señor a la derecha del Padre (16.19) para
que, con ello, se cierre completo el círculo de la recuperación de la vida y
dignidad de Jesús como Dios y como ser humano, y los discípulos se lanzasen a
cumplir la misión recibida de anunciar su nombre por el mundo (v. 20).
[1] Xavier Léon-Dufour,
Resurrección de Jesús y mensaje pascual. Salamanca,
Sígueme, 1974 (Biblioteca de estudios bíblicos, 1), p. 201.
[2] C. Bravo Gallardo,
Jesús, hombre en conflicto. El relato de
Marcos en América Latina. 2ª ed. corregida y aumentada. México, Centro de
Reflexión Teológica-Universidad Iberoamericana, 1996, p. 243.
[3] Ibíd., p. 246.
[4] Ibíd., pp. 245-246.
[5] Ibíd., p. 246.
[6] Ídem.
[7] Ídem.
[8] Ídem,
p.
301.
jueves, 18 de abril de 2019
La cruz de Jesús, signo de contradicción y símbolo de esperanza, R. Méndez Y. / L. Cervantes-O.
Roy de Maistre (1894-1968), Crucifixión (1944)
19 de abril, 2019
Crucificaron también
con él a dos ladrones, uno a su derecha, y el otro a su izquierda. Y se cumplió
la Escritura que dice: Y fue contado con los inicuos.
Marcos15.27-28, TLA
Signo de contradicción
Introducción
Yo,
Berisch, dueño judío de un restaurante en Schamgorod, acuso al Señor del
universo de enemistad, de crueldad e indiferencia… Una cosa es segura: nuestra
suerte no le importa. ¿Por qué entonces nos eligió?, ¿por qué a nosotros?... o
bien sabe lo que nos espera, o no lo sabe. En ambos casos es culpable.[1]
Así se expresa un personaje de la obra teatral El proceso de Schamgorod, de Elie
Wiesel, cuya trama se desarrolla en el contexto del holocausto nazi. Este
parlamento lo recupera la teóloga Bárbara Andrade al reflexionar sobre el
sufrimiento humano ante la indiferencia divina. En 1918, un comisario de
Instrucción Pública del Estado Soviético, Anatoli Lunacharski, juzgó en un
tribunal a Dios por crímenes contra la humanidad y lo declaró culpable y
condenado a muerte.[2]
Escuchemos una
conversación más reciente: “¿Puedo compartir algo contigo, Minda? Tú sabes que
soy el rabí principal, pero también he sentido perderle la pista a Hashem…
también he olvidado cómo verlo en el mundo. Y cuando eso te pasa piensas, que,
bien, si no puedo verlo, entonces no está más, se ha ido…”. Esas palabras
corresponden a Rabí Scott, de la película de los hermanos Coen, Jon y Ethan, Un hombre serio, que ha sido descrita
como las peripecias de un Job moderno. La lista podría continuar con más
reclamos, acusaciones y diatribas contra Dios debido a su ausencia, desamparo,
olvido e inexistencia en los momentos de dolor. Pero digamos solo una más,
proferida por alguien que también sintió en sí mismo la traición divina poco
antes de morir: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo
27:47).
Ante los señalamientos de
culpar a Dios por el sufrimiento humano, instintivamente se activan nuestras
defensas creyentes y vienen a nuestra mente argumentos del sumo bien moral, el
pecado, la recompensa futura, el libre albedrío como causante del mal. Pero si
no podemos detenernos a reflexionar seriamente sobre el dolor humano y la
relación que tiene Dios con él, e intentamos “defender” a Dios antes que
cuestionarlo, es que, simplemente, no nos estamos tomando en serio a Dios.
Procedamos a tomarnos en
serio a Dios. Reflexionemos sobre el sufrimiento y el dolor en el mundo. Hablemos,
pues, de las contradicciones de la cruz.
1.
¡Duele!
Hay algo mal en el mundo, ¡qué duda cabe! Las noticias
de crímenes están a la orden del día, los casos de corrupción acaparan los
titulares noticiosos, pero los juicios correspondientes quedan pendientes la
mayor parte del caso. Hemos sido testigos de crímenes en tiempo real por
asesinos que difunden en redes sociales sus actos. Discriminación, violencia,
deterioro ecológico. Gracias a personas que piensan que las vacunas causan
autismo, el virus del Sarampión está regresando. ¡Algo no marcha bien!
Todo esto nos duele, pero
no se resolverá con oraciones en cadena mandadas por Whats App, ni tampoco
respondiendo con las salidas fáciles de siempre. Pero no se trata solo del
holocausto nazi y de los crímenes más terribles. Nosotros mismos en nuestra
vida diaria padecemos muchas dificultades con nuestra familia, en nuestro
trabajo, con los vecinos, en el amor. Hay algo que nos duele.
En la Biblia tenemos
diversos casos de personas que padecieron. El caso emblemático es Job, quien
vio, en una serie de eventos desafortunados, desaparecer a sus hijos, sus
propiedades, sus empleados, y también su propia salud y reputación. Quizá la
única persona que comprendió a Job y quien estableció la mayor empatía con él,
fue su esposa. No esos “consoladores” que llegaron a su tienda a enjuiciarlo y
decirle que se merecía todo lo que le estaba pasando y dejara de increpar al
Eterno. Eliú, aparece como el más insensible porque, según él “Job no quería
admitir que había pecado y que Dios tenía razón” (Job 32:2), y lanza un tremendo
sermón apologético, enarbola una incontrovertible teodicea o defensa de Dios, y
lanza a diestra y siniestra salmos de alabanza en honor al altísimo para lograr
hacerle ver a Job su miseria y su insensatez.
Pero
estás equivocado, y te mostraré el porqué,
pues
Dios es más grande que todo ser humano.
Así
que, ¿por qué presentas cargos contra él? (Job 33:12-13a).
¿Qué se puede argumentar
contra eso? ¡Todo está dicho! No hay mas qué hacer. Aceptemos todo lo malo, y
sigamos creyendo sin inquietud. Es más, ¡disfrutemos de nuestras penas!, y
convirtámoslas en virtudes cristianas. Hablemos del sufrimiento como el fuego
por el que el oro se limpia de la escoria, y entendamos la tribulación como una
pedagogía divina. Dios nos muestra su poder mediante el dolor, es su
“megáfono”, decía C.S. Lewis. En México decimos, “la letra a sangre entra”.
Derivar virtudes del
sufrimiento, tal es la piedra filosofal de la teología. En la Edad Media, la
piedra filosofal era un mítico y oculto tesoro que permitía convertir el plomo
en oro, los cristianos sabemos sacar bendición del dolor de un modo tal, que,
parece que es la senda del dolor la única forma de acercarnos a Cristo. En mis
tiempos pentecostales, vi pasar a varias personas al frente de la iglesia
durante el momento del testimonio y quebrantarse en llanto porque decían que la
estaban pasando muy bien, y que probablemente Dios ya les había olvidado, o se
estaban olvidando de Dios, por sus diversiones. ¿Pasarla bien? ¡Los testimonios
cristianos que causan admiración deben estar marcados por el dolor!
Pero la esposa de Job no
fue así. Y por eso ha tenido mala reputación desde tiempos antiguos. Ella miró
romperse al hombre que amaba, sintió, como él, pesar por la muerte de sus hijos
y patrimonio. La esposa de Job, su compañera de vida vio el cuerpo de su amado
caer en la enfermedad y el sufrimiento. Comprendió su angustia y desesperación.
Solo ella, quien le dice sorprendida y compadecida, “¿aún mantienes tu
integridad?”. Porque sabe que su esposo ya no da más. Ha llegado al límite.
“¡Maldice a Dios y muérete!” (Job 2:9) le exclama a Job su esposa, seguramente
entre llanto. Maldice a Dios porque yo misma también lo maldigo por lo que nos
ha hecho, y por lo que te ha hecho, que también es un acto contra mí.
“¡Muérete!” como salida al sufrimiento terrible, pues ya no soporta verlo más
en esa situación.
“Como cualquier mujer
fatua hablas, ¿recibiremos de Dios solamente lo bueno y no lo malo?”, responde
Job desde su masculinidad, con una frase o refrán de esos que usamos cuando no
lo sentimos, pero queremos mostrarnos fuertes y sabios. La esposa de Job sabía
que no era así, que su esposo también estaba molesto con Dios, y todo el resto
del libro será una muestra de ello. Pero, así somos los hombres. ¡Queremos ser
los fuertes!
“Maldice a Dios y
muérete” no es la frase de una mujer tonta, sino que define todo el hilo
narrativo de los ciclos argumentativos que vienen en los capítulos posteriores
del libro. Puesto que, en efecto, para los oídos de sus amigos, Job está
maldiciendo a Dios con sus preguntas y acusaciones.
¡Hay algo que duele en
este mundo!, pero no queremos afrontarlo. Simulamos que es una prueba, una
bendición, que Jehová dio y Jehová quitó y que todo está bien. No, no todo está
bien.
Bárbara Andrade comprende al pecado original como la
dimensión antropológica del malestar en el mundo, pero también como un acto de
sumo perdón que hemos de ejercitar.[3] Y no puede haber perdón, sin reconocimiento del daño.
2.
Dolo
Ante el dilema del mal no hay muchas salidas lógicas.
O Dios es bueno, pero no es todopoderoso, porque entonces no quiere el mal,
pero no puede evitarlo; o bien, es todopoderoso, pero no bueno, porque puede
evitar el mal, pero no quiere hacerlo. Es el famoso “dilema de Epicuro. Y se
han esgrimido muchas estrategias y argumentos para desmontarlo. Pero un dilema
no existe para resolverse, sino para que reflexionemos sobre él.
Hay quienes, incluso,
prefieren creer en un Dios débil a creer en un Dios malo. Así lo ha expresado,
Alfonso Ropero (quien ha hablado también con esta comunidad) en una muy buena y
honesta disertación filosófica sobre el dilema de Epicuro.[4]
El Dios débil, como nos enseña Jürgen Moltmann, está en la cruz, representado
por Cristo y su dolor (pathos).[5]
La cruz es la “contradicción infinita”[6]
de Dios y su omnipotencia. En la cruz, asistimos a la derrota de Dios a manos
de los hombres. La frase “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche es una
declaración absolutamente cristológica. Dios humano, Dios débil, un Dios que
muere. A este Dios podríamos reclamarle lo mismo que Jaime Sabines le reclamó a
su padre al morir:
Algo le falta al mundo, y tú te has
puesto
a
empobrecerlo más […]”
(“Algo
sobre la muerte del mayor Sabines”)
Pero también está la otra
posibilidad, la de que Dios sí sea fuerte y monstruoso y esté detrás del dolor.
Al llegar a ese punto y convencimiento, la fe puede llegar a ser tal que,
incluso ante el dolo, alevosía y ventaja con el que Dios nos determina, predestina
o ejecuta el sufrimiento, preferimos asumirnos como cómplices antes que dejar
de creer. Esto lo retrata de forma escalofriante Sören Kierkergaard en Temor y temblor, cuando nos presenta la
siguiente teoficción sobre Abraham a
punto de sacrificar a su hijo Isaac.
Entonces
se apartó brevemente Abraham de junto al hijo, pero cuando Isaac contempló de
nuevo el rostro de su padre, lo encontró cambiado: terrible era su mirar y
espantosa su figura. Aferrando a Isaac por el tórax lo arrojó a tierra y dijo: “¿A
caso me crees tu padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra! ¿Crees que estoy
obrando así por un mandato divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana!
Tembló entonces Isaac y en su angustia clamo: “Dios
del cielo! ¡Apiádate de mí! ¡No tengo padre aquí en la tierra! ¡Sé tú mi padre!
Pero Abraham musitó muy quedo: “Señor del cielo, te
doy las gracias; preferible es que me crea sin entrañas, antes que pudiera
perder su fe en ti”.[7]
Cargamos el peso del
Abraham de Kierkergaard sobre nosotros, ¡preferimos hacernos los malos antes
que perder la fe en Dios! Es difícil llegar a la cruz. Porque en la cruz no hay
alabanzas, ni salmos de alegría, tampoco argumentos inteligentes para explicar
el mal. En la cruz hay contradicción, pena, sufrimiento, vergüenza. Cuando
vemos una cruz de alegría y liberación, nos engañamos a nosotros mismos porque
en la cruz no hay sosiego ni felicidad. Pero no es fácil llegar a ella y
reconocer que Dios ha actuado con dolo en mi sufrimiento, que no fue un error,
sino que estaba en su decreto. No siempre tenemos la fuerza para estar en la
cruz, alzar nuestra vista el cielo y exclamar desde nuestras entrañas: ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?
3.
Duelo
El duelo representa una fase en la cual, tras una
situación de pérdida y dolor, tenemos que reintegrarnos a nuestro entorno
social y sanar emocionalmente. Más recientemente se ha popularizado el término
“resiliencia” que es una metáfora tomada de la física. La resiliencia es la
capacidad que tiene un objeto de volver a su forma original tras una
deformación. La resiliencia emocional, consistiría en recuperarnos después de
un gran pesar.
Pero el primer paso para
un trabajo del duelo es reconocer que hubo una pérdida, un pesar, un dolor, una
agresión. La cruz, antes de ser un acto redentor, ¡es un signo criminal!, el
instrumento de tortura y muerte para un hombre justo, Jesús, quien llega a ese
madero en representación “fiduciaria” por cada uno de nosotros (no habría
cristología sin los contadores y sus metáforas).
A veces no nos tomamos en
serio la cruz de Cristo y pasamos por alto el dolor que representa. No solo
para Jesús, ¡sino para nosotros! En la cruz vemos a nuestro salvador colgado.
Los discípulos lo entendieron, ¡se sintieron traicionados!, defraudados por
aquel a quien habían seguido y que, a última hora, decidió entregarse y no
luchar. El arresto, juicio y muerte de Jesús provocó una conmoción en los
seguidores del nazareno, y puso en contradicción todas las esperanzas que
tenían, pues en lugar de un Rey, del que sí esperaban un actuar político y no
meramente espiritual,[8]
recibieron un condenado a muerte. ¿Eso es lo que vino a predicar?, ¿esa cruz el
destino que nos prometió?, ¿esa es la recompensa que Dios, su Padre le da al
Maestro?, ¿y lo que nos espera a nosotros?
¡La cruz es un atentado
de Dios contra la humanidad!
No es raro decir que Dios
nos ha atacado. Noé supo que Dios iba a destruir a la humanidad y tuvo que
acatar su orden. Pero siempre sabiendo que era Dios quien estaba destruyendo a
toda la humanidad ¿Cómo se supone que se vive después de eso? Steven Lunger,
médico de la salud en el Hartford Medical Group, se ha tomado en serio el
cuestionamiento a Dios, y en un ensayo titulado “Diluvio, sal y sacrificio.
Desorden postraumático en Génesis”, habla del trauma psicológico que tuvieron
que afrontar Noé, la esposa de Lot, y desde luego el joven Isaac debido a los
mandatos divinos.[9]
Si seguimos el recorrido bíblico, habría que incluir a Moisés, quien, sin
previo aviso, fue atacado por Dios, quien quería matarlo (Éxodo 4.24-26).
Ésa es la gran
contradicción de la cruz, un acto de salvación a partir de un símbolo de
ataque. Por eso la cruz debe primeramente ponernos a reflexionar una situación
que no podemos pasar por alto: ¡Dios nos está atacando!
Ante el ataque divino,
los primeros en salir al campo de batalla son los profetas y apóstoles que
conforman el batallón de defensa y se enfrentan a la manifestación divina. Pero
son derrotados y van pasando la voz a quienes los seguimos en la retaguardia, a
nosotros. Y nos dan el testimonio del ataque de Dios, y nos dicen lo que
vivieron, lo que experimentaron y aprendieron en el campo de batalla. Y ese
testimonio llega a nosotros y nosotros le llamamos “revelación”. Así es como
Karl Barth presenta la revelación, como un ataque de Dios a nosotros mediante
el cual le conocemos. La irrupción tangencial, no por eso menos impactante, de
Dios en nuestra historia.[10]
El primer efecto que la
Revelación de Dios mediante la cruz de Cristo debe provocar en nosotros es un
verdadero trabajo del duelo. La Revelación es algo maravilloso, pero, al mismo
tiempo imponente y monstruoso, la presencia de Dios en el mundo, la encarnación
de lo eterno en lo histórico, por eso también le llaman Mysterium tremendum et fascinans: un misterio tremendo y fascinante,
que nos maravilla lo mismo que nos aterra. El corazón de la cruz es esta
contradicción entre esperar de ella la salvación y recibir de su parte el
ataque definitivo de Dios hacia nosotros.
No puede entenderse la
revelación sino afrontamos esa contradicción y espanto. Necesitamos de un
trabajo de duelo del estrés postraumático que significa comprender este hecho
rotundo, contundente y devastador: Dios nos ha hablado a través de su
Revelación en la Cruz.
***
Símbolo de esperanza
¿Qué es un símbolo?
Desde la filosofía y la hermenéutica, Paul Ricoeur, protestante reformado
francés, y siguiendo la tercera crítica de Emmanuel Kant, ha respondido: “‘El
símbolo da qué pensar’. Esta sentencia que tanto me cautiva dice dos cosas: el
símbolo da; no planteo yo el sentido, es él el que lo da; pero lo que da es
‘qué pensar’, aquello en qué pensar. […]”.[11]
Los símbolos, especialmente los más elementales, son “el lenguaje insustituible
del ámbito de la experiencia […] del reconocimiento”.[12]
El símbolo representa una realidad que está tras él, con la salvedad de que
ésta se esconde (u oscurece, según se vea o se le quiera proyectar) a fin de
abrirse a nuevas percepciones e interpretaciones. La cruz (staurós), entendida como símbolo, parte de una práctica sistemática
de tortura y muerte desarrollada con fines didácticos para escarmiento de los
testigos. El símbolo se opone al concepto, por lo tanto, estamos ante una
expresión sensible de una realidad que busca atrapar nuestra atención en cuanto
depósito de un sentido amplio, que puede rebasarnos, incluso, pero no dejarnos
indiferentes. Tal vez por ello incomoda tanto al protestantismo más
tradicionalista (“Oh, yo siempre amaré esa cruz…”, decía antes el himno). Las
diversas interpretaciones del símbolo saltan a la vista:
¿Cómo ha de entenderse esta muerte (la de Jesús)? ¿Fue
el castigo de un criminal, que no se atuvo a las leyes religiosas y civiles en
vigor? ¿Fue el final de un agitador político que suscitaba el levantamiento
contra la soberanía romana? ¿O tal vez la muerte libremente aceptada, suicida,
de un desesperado que se entregó a sí mismo en manos de sus adversarios? ¿O es
la muerte de Jesús el asesinato de un incómodo maestro de la verdad, la prueba
de credibilidad de un ideal, por el que un idealista luchó durante toda su
vida, el sacrificio voluntario de un mártir, que permaneció fiel a sus ideales
hasta llegar a un amargo fin?[13]
Jesús no fue subido a un símbolo para morir
violentamente, porque la cruz histórica, como instrumento de tortura, fue una
realidad física tomada de las prácticas criminales de un imperio real,
efectivo, que mataba a aquellas personas que ponían en entredicho su proyecto
de dominación: “El hecho de que la crucifixión se realizara según la practica
romana hace que aparezca como segura la flagelación de Jesús (indicación del
lugar incierta), el despojamiento de sus vestiduras y la vigilancia llevada a
cabo por soldados romanos en el lugar de la ejecución, aun cuando la narración
no se apoye en testigos de vista, sino en el conocimiento del procedimiento
usual”.[14]
La cruz alcanza, también, de manera ambivalente (como todo símbolo), la
estatura de un símbolo de protesta, de aquello que no debe volver a suceder en
la historia humana. Y es, al mismo tiempo, una profecía a la inversa: anuncia
la posibilidad de que puede repetirse indefinidamente, pero también de que
puede obligar a cesar la imposición de muertes violentas como la acontecida con
Jesús y otros miles como él.
Según el primer evangelio, Marcos, el horizonte de la
cruz como destino estuvo, para Jesús, muy claro, desde tiempo antes de la
decisión de ir a Jerusalén (8.31-35; 9.30-32; 10.32-34). A cada paso que daba,
desde la radicalidad de sus acciones, se perfilaba progresivamente el conflicto
de mayor intensidad que se avecinaba entre él y sus adversarios que, ya desde
otros momentos, comenzaron a planear su asesinato. Siendo el primer relato de
estos sucesos, cobra gran relevancia el hecho de que será el modelo de los
posteriores, especialmente por la magnitud que alcanza en cuanto a su
extensión, comparada con la relativa brevedad de todo el documento. De él se
desprenderán, especialmente para Mateo y Lucas, los elementos básicos más
conocidos por la tradición posterior.
El primer bloque (15.1-5), coloca frente
a frente a Jesús con Pilato en un diálogo imposible; el segundo (15.6-20), da
fe de los entretelones de la decisión final sobre Jesús, a partir de la manipulación
de la multitud y la inserción de episodio de Barrabás; el último bloque (21-41)
incluye los detalles de la crucifixión, lentificados, paso a paso, en una
suerte de acumulación intencionada de acciones y gestos simbólicos: Simón de
Cirene (actual Libia) ayuda a cargar la cruz (21: la gentilidad africana
presente); el lugar de la Calavera (22); vino y mirra (23: agudización del “sabor”
del sufrimiento); repartición de sus ropas (24: menosprecio de la persona); la
hora de la crucifixión (25: clímax cronológico); el título no explicado de la
cruz (26: ironía y afirmación mesiánica); compañía de los ladrones (27: estirpe
contradictoria); cumplimiento de la Escritura (28: el cántico del “siervo
sufriente”); burlas y provocaciones de los testigos (29-32: cumplimiento del
rechazo); y la oscuridad inesperada (33: sacudimiento cósmico). Esta
acumulación llega a ser exasperante, pues reclama la explicación minuciosa de
cada detalle para no dejar escapar el significado.
Es entonces cuando se hace referencia al salmo 22
(lamento individual por excelencia), elemento también inaugurado por Marcos
(15.34), quien lleva a cabo una profunda relectura del sufrimiento expresado
por el autor originario: “El salmo 22 no es una pieza sapiencial, pero tampoco
es un texto místico. No hay en él sufrimiento místico. […] el salmo ‘nos dice
que Dios persigue fines opuestos con el sufrimiento; está plenamente presente
en él y actúa para superarlo. El carácter cruciforme de la vida es por doquier
aparente. La acción resucitadora de Dios es más difícil de ver’ [Patrick
Miller]”.[15]
A partir de la relectura de los evangelios, el sufrimiento del hablante del
salmo 22 cobra un nuevo significado: “En el sufrimiento de Cristo, el
sufrimiento de Israel recibe su marca registrada, marca que a lo largo del
tiempo esperó con confianza y seguridad. […] Así es cómo el sufrimiento de
Israel se convierte en paradigma del sufrimiento humano”.[16]
A esa cita, ya clásica, le precedió, como se ha mencionado, la presencia del
Antiguo Testamento, la de Isaías 53.12, que colocaba al crucificado, “siervo de
Yahveh”, como parte de “los inicuos”.
En su turno para el análisis del salmo 22.1a, Ricoeur
afirma:
Por lo que se refiere al “gran grito” de Jesús en la
cruz, es digno de ser notado que no se reduce a la “cita” de un solo versículo,
como sucede en muchos otros casos en que el Nuevo Testamento toma textos de la
Biblia hebrea, en especial para mostrar que las antiguas Escrituras se “cumplieron”
en el acontecimiento de Cristo. No se trata de una conexión hecha por el
narrador, sino más bien de una nueva actualización de las mismas palabras,
hecha por el personaje central de los relatos de la Pasión. Jesús agonizante
envuelve su sufrimiento con las palabras del salmo, que él reviste, por así
decir, desde dentro.[17]
La esperanza es retomada desde el hecho de que el
“abandono” o “desamparo” es la ausencia de shalom,
por lo que, al momento de ir en busca de la cruz como “símbolo de esperanza”,
tenemos que buscar eso mismo ya desde el “espíritu positivo” del salmo que, al
final, apunta hacia una especie de reivindicación (vv. 29-32): “Todos los
pueblos, se dice en él, se unirán en la alabanza y ni siquiera los muertos
quedarán excluidos de un júbilo que, para ser universal, ha de ser total y
eterno”.[18]
La clave para avanzar en ese sentido, ante la puerta abierta de la esperanza,
es el comportamiento divino alrededor, cerca, arriba, encima y desde la cruz,
como un “acompañante incierto” del sufrimiento de su Hijo en el madero de
tortura. En esa línea se orientan las palabras de Bárbara Andrade:
…el Padre, como “el (que está) liberando” del
sufrimiento y de la opresión, se ha mostrado en la cruz de su Hijo como “el
(que está) resucitando”, es decir, el que es capaz de transformar un asesinato
en el inicio eficaz de su “Reino” de la misericordia sin medida. Éste es un
acto creador por excelencia y es el acto de un poder incomparable. El Padre es Dios en cuanto que transforma una
sociedad violenta en una sociedad en la que él “habita” y en cuanto que
desclava de la cruz a los crucificados como su Hijo. Ambas cosas juntas
explican el poder de su misericordia sin medida y explican cómo es “por
nosotros”. Este “por nosotros” apareció en el servicio de Jesús a favor del
“Reino” —o de la “sociedad de contraste”—, en la que sana, perdona y comparte.
El Espíritu Santo concreta este mensaje nuclear de la fe: en cuanto Espíritu
del Hijo crea en los creyentes —en los que están “llenos del Espíritu Santo”— el
servicio incondicional de Jesús por el “Reino” de su Padre; y en cuanto
Espíritu del Padre nos capacita para hacer lo que hace el Padre: desclavar a crucificados y así transformar
nuestra sociedad en una sociedad en la que “habita” Dios.[19]
Pero los símbolos del texto, que también demandan
explicación, no se detienen: el velo del templo se rasgó (v. 38: ¿pleno acceso
a la presencia absoluta de lo sagrado?), el centurión romano reconoció su
mesianismo (v. 39: ¿exculpación del imperio o triunfo de la fe judeo-cristiana
en el sentido misionero?) y las mujeres muestran su enorme fidelidad (v. 40-41:
la fe ejemplar desde los márgenes de la sociedad aceptada). La cruz, como auténtico
y efectivo símbolo de esperanza, está ahí, esperándonos siempre…
[1] Bárbara Andrade, “Algunas
reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, en Proyección Teológica y Mundo actual, año XLIX, no. 205,
abril-junio, 2002, p. 127.
[2] Israel Viana, “Lunacharski,
el comunista que juzgó a Dios por
crímenes contra la humanidad”, en ABC,
12 de septiembre de 2013.
[3] Bárbara Andrade, Pecado original. ¿O gracia del perdón? Salamanca,
Secretariado Trinitario, 2004.
[4] Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo. Terrassa, CLIE,
2009.
[5] Jürgen Moltmann,
“El Dios crucificado”, en Concilium, núm.
76, pp. 335-347.
[6] Sören Kierkegaard,
Tratado de la desesperación. México,
Tomo, 2006.
[7] Sören Kiekegaard, Temor y temblor. Madrid, Alianza
Editorial, 2014.
[8] Reza Aslan, El zelote. La vida y época de Jesús de
Nazaret. Indicios,
2014.
[9] Steven Lunger, “Flood, Salt
and Sacrifice: Post traumatic stress disorders in Genesis”. Disponible en
researchgate.net
[10] Karl Barth, Carta a los Romanos. Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1999.
[11] P. Ricoeur, El conflicto de las interpretaciones. Ensayos
de hermenéutica. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 262.
[12] Ídem.
[13] H.-G. Link, “Para
la praxis pastoral”, en L. Coenen et al.,
dirs., Diccionario teológico del
Nuevo Testamento. I. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 369.
[14] E. Brandenburger,
“Cruz”, en L. Coenen, op. cit., p.
361.
[15] A. Lacocque, “Dío
mío, Dios, ¿por qué me has desamparado?”, en A. Lacocque y P. Ricoeur, Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y
hermenéuticos. Barcelona, Herder, 2001, p. 202.
[16] Ibíd., p. 217.
[17] P. Ricoeur, “La
lamentación como plegaria”, en A. Lacoque y P. Ricoeur, op. cit., p. 221.
[18] Ibíd., p. 230.
[19] B. Andrade,
“Algunas reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, p. 131, https://dioscaminaconsupueblo.files.wordpress.com/2014/02/reflexiones-ba.pdf.
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