7 de abril, 2019
Como pueden ver,
ahora vamos a Jerusalén. Y a mí, el Hijo del hombre, me entregarán a los
sacerdotes principales y a los maestros de la Ley. Me condenarán a muerte y me
entregarán a los enemigos de nuestro pueblo, para que se burlen de mí, y para
que me escupan en la cara y me maten; pero después de tres días resucitaré.
Marcos 10.33-34, TLA
Jesús no pudo
disfrutar de una vejez tranquila. Murió violentamente en plena madurez. No lo
abatió una enfermedad. Tampoco fue víctima de un accidente. Lo ejecutaron en
las afueras de Jerusalén, junto a una vieja cantera, unos soldados a las
órdenes de Pilato, máxima autoridad romana en Judea.
Era probablemente el
7 de abril del año 30. Esa misma mañana, el prefecto lo había condenado a
muerte como culpable de insurrección contra el Imperio. Su vida apasionante de
profeta del reino de Dios terminaba así en el patíbulo de la cruz.[1]
José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
Recordatorio,
preparación, reflexión de fe: todo ello está delante como una posibilidad al
momento de acercarnos a la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de
Jesús. Ante ello, ¿qué evoca, qué nos produce cada aspecto: profetismo, cruz,
vida recuperada? ¿Cómo lo hemos asimilado en nuestra experiencia particular,
concreta? ¿Cómo se ha reproducido cada uno de ellos en nuestra existencia
cristiana? Pues de alguna manera nos recuerdan que el camino de Jesús también
es el nuestro en una medida proporcional a la fe con que contemos o cómo
hayamos avanzado en el conocimiento de la su obra redentora. La autoconciencia
de Jesús acerca de adónde lo conduciría su obediencia al proyecto de Dios de
contribuir a hacer presente el Reino de Dios en el mundo aparece, en la versión
inicial del Evangelio en Marcos, con enorme claridad y certeza. Su anuncio del
Reino de Dios concretado en una actuación al servicio de los necesitados, su
combate a la hipocresía y su rechazo de la religiosidad institucional le
granjearon una oposición que lo llevaría a la muerte violenta, inevitablemente.
Estos aspectos se entrelazan profundamente en los evangelios y vienen ahora a
reclamarnos una conexión directa con ellos mediante la persona de Jesús de
Nazaret.
Profetismo
En
la versión de Marcos, Jesús vivió, de manera continua en la clandestinidad. En
ese sentido, de no divulgar muchas cosas que hacía, iban sus advertencias (1.34b,
44; 8.30). Su labor profética, es decir, de enseñanza, denuncia y resistencia
hacia lo que acontecía en su tiempo en las esferas socio-política y religiosa,
fue en aumento. Habló de las malas prácticas de los dirigentes y su accionar
hizo visibles algunos signos del Reino de Dios, a contracorriente del desprecio
de los políticos y religiosos por el pueblo. En suma, se puso al lado de los
más desfavorecidos: poseídos, mujeres, niños, enfermos, solitarios, pecadores/as.
A todos ellos les enseñó, sanó, alimentó, acompañó y devolvió su dignidad
humana. Marcos ocupa nueve capítulos para mostrar la forma en que esa tarea comenzó
a producir preocupación entre los poderosos. Juan Bautista muere en el capítulo
6 (vv. 14-29) y eso coloca mayor atención sobre él; su camino sería muy
similar. Luego de la confesión mesiánica de Pedro, Jesús consideró que debía
advertir a sus seguidores lo que iba a suceder (Mr 8.31-38; 9.30-32),
transformando dicho anuncio en una firme llamada a los discípulos a tomar su propia
cruz (8.34).
José Antonio Pagola
ha hecho algunas de las preguntas obligadas ante la intensidad de su labor
profética:
Pero, ¿qué había
podido suceder para llegar a este trágico final? ¿Ha sido todo un increíble
error? ¿Qué ha hecho el profeta de la compasión de Dios para terminar en ese
suplicio que solo se aplicaba a esclavos criminales o a rebeldes peligrosos
para el orden impuesto por Roma? ¿Qué delito ha cometido el curador de enfermos
para ser torturado en una cruz? ¿Quién teme al maestro que predica el amor a
los enemigos? ¿Quién se siente amenazado por su actuación y su mensaje? ¿Por
qué se le mata?[2]
Cruz
Jesús anuncia a los temerosos
doce discípulos lo que sucederá con él mientras “sube a Jerusalén” (10.32a), en
una especie de premonición de lo que vendrá. Esa subida representa el
acercamiento a la crisis máxima de su vida, cuando saldrá de la clandestinidad
para afrontar las consecuencias de sus acciones proféticas y el horizonte de la
cruz como instrumento de tortura y asesinato se haría más claro. La entrega, el
sufrimiento y el martirio se presentarán como la única alternativa para él. Afrontar
con tanta certeza ese destino no fue fruto del estoicismo sino de una profunda y
dolorosa constatación: los poderes se ensañarían con él. La fórmula estaba bien
definida: “Me entregarán a los sacerdotes
principales y los maestros de la Ley.
Me condenarán a muerte y me entregarán a los enemigos de nuestro pueblo” (33b, énfasis agregado). Todo
ello signado por estilo apocalíptico para referirse a sí mismo. A partir de ese
momento, ya todo está dominado por la perspectiva de la cruz: en esa clave debe
leerse el resto del evangelio, comenzando con la supuesta “entrada triunfal” a
Jerusalén. La “cruz” es todo lo contrario de la “gloria” en esa misma clave.
La fe cristiana está
marcada profundamente por la cruz, por la “teología de la cruz”, como decía
Lutero, y como han desarrollado Jürgen Moltmann, en el protestantismo, y
Bárbara Andrade (1934-2014), teóloga mexicana, desde el catolicismo. Nada puede
ocultar, edulcorar o minimizar el ignominioso “escándalo de la cruz” al que se
refiere San Pablo (Gál 5.11). Siempre debemos estar prevenidos contra la tentación
de ver a Dios como un Dios sádico. Escribe Andrade: “En la cruz, el Hijo de
Dios ha tomado sobre sí el mal y el sufrimiento en su propia muerte dolorosa e
injusta, y por el Hijo el Padre ha sido incluido en el sufrimiento en la cruz. Este
rasgo, subrayado en varias teologías de la cruz […], es importante en el
sentido de que plantea que nuestro sufrimiento le toca también a Dios y de que
no se mantiene una contraposición entre un Dios “impasible” —o cruel y
arbitrario— y su creatura sufriente”.[3]
Vida recuperada
“Su trágico final no
fue una sorpresa. Se había ido gestando día a día desde que comenzó a anunciar
con pasión el proyecto de Dios que llevaba en su corazón. Mientras la gente lo
acogía casi siempre con entusiasmo, en diversos sectores se iba despertando la
alarma. La libertad de aquel hombre lleno de Dios resultaba inquietante y
peligrosa. Su conducta original e inconformista los irritaba. Jesús era un
estorbo y una amenaza”.[4]
Así se vuelve a referir Pagola a lo hecho por Jesús que ocasionó su muerte violenta.
En América Latina, al parecer, y a nuestro pesar, deberíamos ser “especialistas”
en la teología de la cruz desde el sufrimiento gratuito e involuntario. Lo que
aconteció con Jesús debería calar hondo en nuestras sociedades y comunidades,
para así poder acompañarlo en la recuperación de su vida. Afirmar la
resurrección, en palabras de Andrade, es creer firmemente que Dios desclavó a
su Hijo de la cruz para así hacer posible el desclavamiento de todos los
crucificados de la historia: “En un mundo desgarrado por la falta de fe y de
comunión, en el que el envío y el anuncio de Jesús ‘debía’ terminar en el
escándalo de la cruz, la participación en la cruz de Cristo es —para los
creyentes— ella misma la consolación, porque Dios se ha convertido en Padre de
los crucificados al desclavar a Jesús de la cruz. El kerygma de la cruz no
permite ni la glorificación, ni la banalización del sufrimiento, sino que vence
el sufrimiento en la comunión y la esperanza”.[5]
Prepararse para
volver a ver con los ojos de la fe a Jesús en la cruz, nos debe servir para ver
también en ella al propio Dios, algo a lo que no estamos acostumbrados: “Dios
clavado en la cruz permite que lo echen del mundo […]. Dios es impotente y
débil en el mundo, y solo así Dios está con nosotros y nos ayuda […]. Cristo no
nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y sus sufrimientos” (D.
Bonhoeffer).[6]
[1] J.A. Pagola, Jesús, aproximación histórica. Madrid,
PPC, 2007, p. 333.
[2] Ídem.
[3] B. Andrade, “Algunas
reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, en Proyección. Teología y mundo actual, año XLIX, núm. 205,
julio-diciembre de 2002, p. 131, https://dioscaminaconsupueblo.files.wordpress.com/2014/02/reflexiones-ba.pdf.
[4] J.A. Pagola, op. cit.
[5] B. Andrade, Dios en medio de nosotros. Esbozo de una
teología trinitaria kerygmática. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1999, p.
267.
[6] D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas desde la
prisión. Salamanca, Sígueme, 1983, p. 252.
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