jueves, 18 de abril de 2019

La oración de Jesús por sus discípulos, L. Cervantes-O.

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Georges Rouault (1871-1958), Cristo y los apóstoles (1937-1938)



18 de abril, 2019

Tu mensaje es la verdad; haz que, al escucharlo, ellos se entreguen totalmente a ti. Los envío a dar tu mensaje a la gente de este mundo, así como tú me enviaste a mí. Toda mi vida te la he entregado, y lo mismo espero que hagan mis seguidores.                                                      
Juan 17.17-19, TLA


La extensa oración de Jesús recogida en Juan 17 es un auténtico monumento teológico y un manifiesto de la espiritualidad que manejó y que quiso dejar a sus discípulos como muestra de la forma en que se relacionaba con Dios, el Padre. Es una de las grandes oraciones de todos los tiempos, modelo y consumación espiritual de la relación de Jesús con Dios. Forma parte de las amplias recomendaciones que, se supone, transmitió a ellos/as la noche en que compartió la cena pascual y en la que sería aprehendido. Lo sucedido es un gran conjunto de acontecimientos simbólicos y discursivos que forman un todo completamente inseparable: 1) cap. 13: lavamiento de los pies de sus seguidores (Jn 13.1-20); anuncio de la traición de Judas (13.21-30); el nuevo mandamiento (13.31-35); y anuncio de la negación de Pedro (13.36-38); 2) cap. 14: diálogo con Tomás y Felipe (14.1-14); promesa del envío del Espíritu y salida (14.15-31); cap. 15: la vid verdadera (15.1-17); explicación del rechazo popular (15.18-27); y cap. 16: la obra del Espíritu (16.1-16); la tristeza se convertirá en gozo (16.17-24); ha vencido al mundo (16.25-33). Juan Mateos denomina a la primera sección: La nueva comunidad, fundación y camino (13-14); la segunda: La nueva comunidad en medio del mundo (15-16); y tercera: La oración de Jesús (17).[1]

La plegaria del Señor puede dividirse en cuatro partes bien definidas: un prefacio (17.1-5), una oración por la comunidad presente (17.6-19) y por la comunidad del futuro (17.20-23), terminando con el deseo de Jesús de que el Padre honre a los que lo han reconocido y con el propósito de llevar a cabo su obra (17.24-26).[2] “La oración que pronuncia Jesús está íntimamente ligada a sus instrucciones anteriores (Así habló), en las que ha dejado establecido el fundamento de su comunidad (13.33-35), le ha señalado el camino (14.1-14), ha expuesto las condiciones para la misión (15.1-17) y ha predicho el odio del mundo y la ayuda que en medio de la dificultad va a recibir (15.18-16.15). La realidad de todo ese programa depende de la verificación del acontecimiento salvador, obra común de Jesús y del Padre, a quien va a dirigirse ahora”.[3]

Lo esencial del prefacio se encuentra en las apalabras: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (1a), que manifiestan la cristología juanina en la que el proceso de la salvación mediado por la cruz era parte de la “glorificación” del Hijo de Dios en el mundo a fin de recuperar su gloria previa (5b). Para Juan, Jesús sube a la cruz como subiendo a un trono de gloria, en un esquema de salvación completamente distinto al de los demás evangelios (véase Jn 3.14: la serpiente de bronce). La oración por la comunidad del momento (6-19) tiene como fundamento la fe y práctica de la comunidad por obra de la actividad de Jesús mismo. Los vv. 6-8 son extremadamente optimistas por la respuesta de la comunidad juanina al mensaje evangélico: “Los discípulos van cumpliendo el mensaje del Padre, que es el de Jesús (14.24: y el mensaje que estáis oyendo no es mío, sino del que me mandó, del Padre. Es el mensaje del amor (14.24), cuyo cumplimiento realiza el designio de Dios sobre el hombre”.[4] En los vv. 9-12 confronta a los discípulos con el mundo opuesto a ese mensaje que puede actuar en su contra, para lo cual requerirán estar unidos: “Pero mis seguidores van a permanecer en este mundo. Por eso te pido que los cuides, y que uses el poder que me diste para que se mantengan unidos, como tú y yo lo estamos” (11). Su presencia en el mundo le recuerda a éste su transitoriedad y el abismo que hay entre lo que ellos viven en la fe y lo que el mundo promueve (16: “Yo no soy de este mundo, y tampoco ellos lo son”), lo cual está en perfecta consonancia con una de las afirmaciones centrales de este evangelio: “Mi Reino no es de este [tipo de] mundo” (18.36). “El distintivo de la comunidad cristiana es que en ella brilla la gloria de Jesús (13.35)”.[5] Jesús se va del mundo y deja a los discípulos en un espacio hostil y seductor, al mismo tiempo. la petición para esa comunidad es típicamente juanina, en relación con la verdad: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (v. 17). Y ése es el fundamento de su misión (17-19): “comunicar el Espíritu que hace descubrir la verdad sobre Dios y sobre el hombre (14.17)”.[6]

La sección de la oración por la comunidad futura (20-23) es previsora y profética, pues se anticipa el éxito en su crecimiento en medio de las controversias: “El éxito les habría probado que ellos eran la verdadera comunidad juánica que cumplía la oración de Jesús que preveía una cadena de conversiones (Jn 17.20). Estarían convencidos de que sus conversos eran el regalo del Padre a Jesús que de esa manera continuaba dando a conocer su nombre como un signo para el mundo (17.23, 26)”.[7] La visión es la misma, en relación con su testimonio y misión, con su unidad y la práctica del amor. Al mismo tiempo, como parte de la “negociación teológica” entre las comunidades cristianas que refleja el texto, la búsqueda de la unidad por parte de Jesús mismo (17.21) “expresaba el deseo de los cristianos juánicos de la unión con los cristianos apostólicos, si estos últimos aceptaban la cristología alta de la preexistencia del cuarto evangelio”.[8] Por todo ello, la unidad visible de la iglesia es una condición ineludible para que el mundo crea: “La unión de la comunidad es condición para la unión con el Padre y Jesús. Si existe, la comunidad vive unida con ellos. Si no existe, esa unión es imposible. Quienes no aman no pueden tener verdadero contacto con el Padre y Jesús, cuyo ser es el amor leal. […] La unidad perfecta es el único argumento capaz de convencer a la humanidad”.[9]

La conclusión de la oración (vv. 24-26) es un alegato por la continuidad entre su obra y la de la comunidad, juanina en este caso, que estaba alcanzando acuerdos de unidad con otras más (especialmente las ligadas a Pedro). La cercanía de Jesús con ella permitiría que ésta pudiera apreciar el poder espiritual del Señor, que ha experimentado desde su pre-existencia eterna, muy en la línea de la alta cristología juanina. La parte final es una crítica a la injusticia presente en el mundo (25a), que contrasta con la unidad del cuerpo de Cristo en el mundo (26). Jesús ha manifestado la gloria de Dios en el mundo mediante su vida y acciones. Ahora se aproximaba la máxima manifestación del Hijo para completar la obra para la cual fue enviado.

La gran manifestación de la gloria se verificará en la cruz, y allí el testigo la verá personalmente y dejará testimonio (19.35). El amor allí manifestado, que continúa, como sigue abierto el costado de Jesús (20.25, 27), es el que la comunidad experimenta. El grupo de Jesús goza continuamente de su presencia y de su amor, sabe que se construye en torno a él, y que en esa experiencia se funda su unidad. Su mirada converge en Jesús, el Hombre levantado en alto, señal y fuente de vida (3.14s). […]
Su cruz será la revelación plena y definitiva de la persona del Padre, manifestando todo el alcance de su amor. La afirmación de Jesús: y se lo daré a conocer, es un grito ante la muerte próxima, que será su victoria definitiva sobre el mundo (16.33).[10]




[1] Juan Mateos y Juan Barreto, El evangelio de Juan: análisis lingüístico y comentario exegético. Madrid, Cristiandad, 1979, pp. 582-583.
[2] Ibíd., p. 583.
[3] Ibíd., pp. 707-708.
[4] Ibíd., p. 713.
[5] Ibíd., p. 715.
[6] Ibíd., pp. 720-721.
[7] Raymond E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Estudio de eclesiología juánica. Salamanca, Sígueme, 1987, pp. 135-136.
[8] Ibíd., p. 149.
[9] J. Mateos y J. Barreto, op. cit., pp. 724, 725.
[10] Ibíd., pp. 726, 727.

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