jueves, 18 de abril de 2019

La cruz de Jesús, signo de contradicción y símbolo de esperanza, R. Méndez Y. / L. Cervantes-O.

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Roy de Maistre (1894-1968), Crucifixión (1944)



19 de abril, 2019

Crucificaron también con él a dos ladrones, uno a su derecha, y el otro a su izquierda. Y se cumplió la Escritura que dice: Y fue contado con los inicuos.
Marcos15.27-28, TLA

Signo de contradicción

Introducción

Yo, Berisch, dueño judío de un restaurante en Schamgorod, acuso al Señor del universo de enemistad, de crueldad e indiferencia… Una cosa es segura: nuestra suerte no le importa. ¿Por qué entonces nos eligió?, ¿por qué a nosotros?... o bien sabe lo que nos espera, o no lo sabe. En ambos casos es culpable.[1]

Así se expresa un personaje de la obra teatral El proceso de Schamgorod, de Elie Wiesel, cuya trama se desarrolla en el contexto del holocausto nazi. Este parlamento lo recupera la teóloga Bárbara Andrade al reflexionar sobre el sufrimiento humano ante la indiferencia divina. En 1918, un comisario de Instrucción Pública del Estado Soviético, Anatoli Lunacharski, juzgó en un tribunal a Dios por crímenes contra la humanidad y lo declaró culpable y condenado a muerte.[2]

Escuchemos una conversación más reciente: “¿Puedo compartir algo contigo, Minda? Tú sabes que soy el rabí principal, pero también he sentido perderle la pista a Hashem… también he olvidado cómo verlo en el mundo. Y cuando eso te pasa piensas, que, bien, si no puedo verlo, entonces no está más, se ha ido…”. Esas palabras corresponden a Rabí Scott, de la película de los hermanos Coen, Jon y Ethan, Un hombre serio, que ha sido descrita como las peripecias de un Job moderno. La lista podría continuar con más reclamos, acusaciones y diatribas contra Dios debido a su ausencia, desamparo, olvido e inexistencia en los momentos de dolor. Pero digamos solo una más, proferida por alguien que también sintió en sí mismo la traición divina poco antes de morir: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:47).

Ante los señalamientos de culpar a Dios por el sufrimiento humano, instintivamente se activan nuestras defensas creyentes y vienen a nuestra mente argumentos del sumo bien moral, el pecado, la recompensa futura, el libre albedrío como causante del mal. Pero si no podemos detenernos a reflexionar seriamente sobre el dolor humano y la relación que tiene Dios con él, e intentamos “defender” a Dios antes que cuestionarlo, es que, simplemente, no nos estamos tomando en serio a Dios.

Procedamos a tomarnos en serio a Dios. Reflexionemos sobre el sufrimiento y el dolor en el mundo. Hablemos, pues, de las contradicciones de la cruz.

1. ¡Duele!
Hay algo mal en el mundo, ¡qué duda cabe! Las noticias de crímenes están a la orden del día, los casos de corrupción acaparan los titulares noticiosos, pero los juicios correspondientes quedan pendientes la mayor parte del caso. Hemos sido testigos de crímenes en tiempo real por asesinos que difunden en redes sociales sus actos. Discriminación, violencia, deterioro ecológico. Gracias a personas que piensan que las vacunas causan autismo, el virus del Sarampión está regresando. ¡Algo no marcha bien!

Todo esto nos duele, pero no se resolverá con oraciones en cadena mandadas por Whats App, ni tampoco respondiendo con las salidas fáciles de siempre. Pero no se trata solo del holocausto nazi y de los crímenes más terribles. Nosotros mismos en nuestra vida diaria padecemos muchas dificultades con nuestra familia, en nuestro trabajo, con los vecinos, en el amor. Hay algo que nos duele.

En la Biblia tenemos diversos casos de personas que padecieron. El caso emblemático es Job, quien vio, en una serie de eventos desafortunados, desaparecer a sus hijos, sus propiedades, sus empleados, y también su propia salud y reputación. Quizá la única persona que comprendió a Job y quien estableció la mayor empatía con él, fue su esposa. No esos “consoladores” que llegaron a su tienda a enjuiciarlo y decirle que se merecía todo lo que le estaba pasando y dejara de increpar al Eterno. Eliú, aparece como el más insensible porque, según él “Job no quería admitir que había pecado y que Dios tenía razón” (Job 32:2), y lanza un tremendo sermón apologético, enarbola una incontrovertible teodicea o defensa de Dios, y lanza a diestra y siniestra salmos de alabanza en honor al altísimo para lograr hacerle ver a Job su miseria y su insensatez.

Pero estás equivocado, y te mostraré el porqué,
pues Dios es más grande que todo ser humano.
Así que, ¿por qué presentas cargos contra él? (Job 33:12-13a).

¿Qué se puede argumentar contra eso? ¡Todo está dicho! No hay mas qué hacer. Aceptemos todo lo malo, y sigamos creyendo sin inquietud. Es más, ¡disfrutemos de nuestras penas!, y convirtámoslas en virtudes cristianas. Hablemos del sufrimiento como el fuego por el que el oro se limpia de la escoria, y entendamos la tribulación como una pedagogía divina. Dios nos muestra su poder mediante el dolor, es su “megáfono”, decía C.S. Lewis. En México decimos, “la letra a sangre entra”.

Derivar virtudes del sufrimiento, tal es la piedra filosofal de la teología. En la Edad Media, la piedra filosofal era un mítico y oculto tesoro que permitía convertir el plomo en oro, los cristianos sabemos sacar bendición del dolor de un modo tal, que, parece que es la senda del dolor la única forma de acercarnos a Cristo. En mis tiempos pentecostales, vi pasar a varias personas al frente de la iglesia durante el momento del testimonio y quebrantarse en llanto porque decían que la estaban pasando muy bien, y que probablemente Dios ya les había olvidado, o se estaban olvidando de Dios, por sus diversiones. ¿Pasarla bien? ¡Los testimonios cristianos que causan admiración deben estar marcados por el dolor!

Pero la esposa de Job no fue así. Y por eso ha tenido mala reputación desde tiempos antiguos. Ella miró romperse al hombre que amaba, sintió, como él, pesar por la muerte de sus hijos y patrimonio. La esposa de Job, su compañera de vida vio el cuerpo de su amado caer en la enfermedad y el sufrimiento. Comprendió su angustia y desesperación. Solo ella, quien le dice sorprendida y compadecida, “¿aún mantienes tu integridad?”. Porque sabe que su esposo ya no da más. Ha llegado al límite. “¡Maldice a Dios y muérete!” (Job 2:9) le exclama a Job su esposa, seguramente entre llanto. Maldice a Dios porque yo misma también lo maldigo por lo que nos ha hecho, y por lo que te ha hecho, que también es un acto contra mí. “¡Muérete!” como salida al sufrimiento terrible, pues ya no soporta verlo más en esa situación.

“Como cualquier mujer fatua hablas, ¿recibiremos de Dios solamente lo bueno y no lo malo?”, responde Job desde su masculinidad, con una frase o refrán de esos que usamos cuando no lo sentimos, pero queremos mostrarnos fuertes y sabios. La esposa de Job sabía que no era así, que su esposo también estaba molesto con Dios, y todo el resto del libro será una muestra de ello. Pero, así somos los hombres. ¡Queremos ser los fuertes!

“Maldice a Dios y muérete” no es la frase de una mujer tonta, sino que define todo el hilo narrativo de los ciclos argumentativos que vienen en los capítulos posteriores del libro. Puesto que, en efecto, para los oídos de sus amigos, Job está maldiciendo a Dios con sus preguntas y acusaciones.

¡Hay algo que duele en este mundo!, pero no queremos afrontarlo. Simulamos que es una prueba, una bendición, que Jehová dio y Jehová quitó y que todo está bien. No, no todo está bien.
Bárbara Andrade comprende al pecado original como la dimensión antropológica del malestar en el mundo, pero también como un acto de sumo perdón que hemos de ejercitar.[3] Y no puede haber perdón, sin reconocimiento del daño.

2. Dolo
Ante el dilema del mal no hay muchas salidas lógicas. O Dios es bueno, pero no es todopoderoso, porque entonces no quiere el mal, pero no puede evitarlo; o bien, es todopoderoso, pero no bueno, porque puede evitar el mal, pero no quiere hacerlo. Es el famoso “dilema de Epicuro. Y se han esgrimido muchas estrategias y argumentos para desmontarlo. Pero un dilema no existe para resolverse, sino para que reflexionemos sobre él.

Hay quienes, incluso, prefieren creer en un Dios débil a creer en un Dios malo. Así lo ha expresado, Alfonso Ropero (quien ha hablado también con esta comunidad) en una muy buena y honesta disertación filosófica sobre el dilema de Epicuro.[4] El Dios débil, como nos enseña Jürgen Moltmann, está en la cruz, representado por Cristo y su dolor (pathos).[5] La cruz es la “contradicción infinita”[6] de Dios y su omnipotencia. En la cruz, asistimos a la derrota de Dios a manos de los hombres. La frase “Dios ha muerto” de Federico Nietzsche es una declaración absolutamente cristológica. Dios humano, Dios débil, un Dios que muere. A este Dios podríamos reclamarle lo mismo que Jaime Sabines le reclamó a su padre al morir:

Algo le falta al mundo, y tú te has puesto
a empobrecerlo más […]”
(“Algo sobre la muerte del mayor Sabines”)

Pero también está la otra posibilidad, la de que Dios sí sea fuerte y monstruoso y esté detrás del dolor. Al llegar a ese punto y convencimiento, la fe puede llegar a ser tal que, incluso ante el dolo, alevosía y ventaja con el que Dios nos determina, predestina o ejecuta el sufrimiento, preferimos asumirnos como cómplices antes que dejar de creer. Esto lo retrata de forma escalofriante Sören Kierkergaard en Temor y temblor, cuando nos presenta la siguiente teoficción sobre Abraham a punto de sacrificar a su hijo Isaac.

Entonces se apartó brevemente Abraham de junto al hijo, pero cuando Isaac contempló de nuevo el rostro de su padre, lo encontró cambiado: terrible era su mirar y espantosa su figura. Aferrando a Isaac por el tórax lo arrojó a tierra y dijo: “¿A caso me crees tu padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra! ¿Crees que estoy obrando así por un mandato divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana! 
Tembló entonces Isaac y en su angustia clamo: “Dios del cielo! ¡Apiádate de mí! ¡No tengo padre aquí en la tierra! ¡Sé tú mi padre!
Pero Abraham musitó muy quedo: “Señor del cielo, te doy las gracias; preferible es que me crea sin entrañas, antes que pudiera perder su fe en ti”.[7]

Cargamos el peso del Abraham de Kierkergaard sobre nosotros, ¡preferimos hacernos los malos antes que perder la fe en Dios! Es difícil llegar a la cruz. Porque en la cruz no hay alabanzas, ni salmos de alegría, tampoco argumentos inteligentes para explicar el mal. En la cruz hay contradicción, pena, sufrimiento, vergüenza. Cuando vemos una cruz de alegría y liberación, nos engañamos a nosotros mismos porque en la cruz no hay sosiego ni felicidad. Pero no es fácil llegar a ella y reconocer que Dios ha actuado con dolo en mi sufrimiento, que no fue un error, sino que estaba en su decreto. No siempre tenemos la fuerza para estar en la cruz, alzar nuestra vista el cielo y exclamar desde nuestras entrañas: ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

3. Duelo
El duelo representa una fase en la cual, tras una situación de pérdida y dolor, tenemos que reintegrarnos a nuestro entorno social y sanar emocionalmente. Más recientemente se ha popularizado el término “resiliencia” que es una metáfora tomada de la física. La resiliencia es la capacidad que tiene un objeto de volver a su forma original tras una deformación. La resiliencia emocional, consistiría en recuperarnos después de un gran pesar.

Pero el primer paso para un trabajo del duelo es reconocer que hubo una pérdida, un pesar, un dolor, una agresión. La cruz, antes de ser un acto redentor, ¡es un signo criminal!, el instrumento de tortura y muerte para un hombre justo, Jesús, quien llega a ese madero en representación “fiduciaria” por cada uno de nosotros (no habría cristología sin los contadores y sus metáforas).

A veces no nos tomamos en serio la cruz de Cristo y pasamos por alto el dolor que representa. No solo para Jesús, ¡sino para nosotros! En la cruz vemos a nuestro salvador colgado. Los discípulos lo entendieron, ¡se sintieron traicionados!, defraudados por aquel a quien habían seguido y que, a última hora, decidió entregarse y no luchar. El arresto, juicio y muerte de Jesús provocó una conmoción en los seguidores del nazareno, y puso en contradicción todas las esperanzas que tenían, pues en lugar de un Rey, del que sí esperaban un actuar político y no meramente espiritual,[8] recibieron un condenado a muerte. ¿Eso es lo que vino a predicar?, ¿esa cruz el destino que nos prometió?, ¿esa es la recompensa que Dios, su Padre le da al Maestro?, ¿y lo que nos espera a nosotros?

¡La cruz es un atentado de Dios contra la humanidad!

No es raro decir que Dios nos ha atacado. Noé supo que Dios iba a destruir a la humanidad y tuvo que acatar su orden. Pero siempre sabiendo que era Dios quien estaba destruyendo a toda la humanidad ¿Cómo se supone que se vive después de eso? Steven Lunger, médico de la salud en el Hartford Medical Group, se ha tomado en serio el cuestionamiento a Dios, y en un ensayo titulado “Diluvio, sal y sacrificio. Desorden postraumático en Génesis”, habla del trauma psicológico que tuvieron que afrontar Noé, la esposa de Lot, y desde luego el joven Isaac debido a los mandatos divinos.[9] Si seguimos el recorrido bíblico, habría que incluir a Moisés, quien, sin previo aviso, fue atacado por Dios, quien quería matarlo (Éxodo 4.24-26).

Ésa es la gran contradicción de la cruz, un acto de salvación a partir de un símbolo de ataque. Por eso la cruz debe primeramente ponernos a reflexionar una situación que no podemos pasar por alto: ¡Dios nos está atacando!

Ante el ataque divino, los primeros en salir al campo de batalla son los profetas y apóstoles que conforman el batallón de defensa y se enfrentan a la manifestación divina. Pero son derrotados y van pasando la voz a quienes los seguimos en la retaguardia, a nosotros. Y nos dan el testimonio del ataque de Dios, y nos dicen lo que vivieron, lo que experimentaron y aprendieron en el campo de batalla. Y ese testimonio llega a nosotros y nosotros le llamamos “revelación”. Así es como Karl Barth presenta la revelación, como un ataque de Dios a nosotros mediante el cual le conocemos. La irrupción tangencial, no por eso menos impactante, de Dios en nuestra historia.[10]

El primer efecto que la Revelación de Dios mediante la cruz de Cristo debe provocar en nosotros es un verdadero trabajo del duelo. La Revelación es algo maravilloso, pero, al mismo tiempo imponente y monstruoso, la presencia de Dios en el mundo, la encarnación de lo eterno en lo histórico, por eso también le llaman Mysterium tremendum et fascinans: un misterio tremendo y fascinante, que nos maravilla lo mismo que nos aterra. El corazón de la cruz es esta contradicción entre esperar de ella la salvación y recibir de su parte el ataque definitivo de Dios hacia nosotros.

No puede entenderse la revelación sino afrontamos esa contradicción y espanto. Necesitamos de un trabajo de duelo del estrés postraumático que significa comprender este hecho rotundo, contundente y devastador: Dios nos ha hablado a través de su Revelación en la Cruz.

***

Símbolo de esperanza

¿Qué es un símbolo? Desde la filosofía y la hermenéutica, Paul Ricoeur, protestante reformado francés, y siguiendo la tercera crítica de Emmanuel Kant, ha respondido: “‘El símbolo da qué pensar’. Esta sentencia que tanto me cautiva dice dos cosas: el símbolo da; no planteo yo el sentido, es él el que lo da; pero lo que da es ‘qué pensar’, aquello en qué pensar. […]”.[11] Los símbolos, especialmente los más elementales, son “el lenguaje insustituible del ámbito de la experiencia […] del reconocimiento”.[12] El símbolo representa una realidad que está tras él, con la salvedad de que ésta se esconde (u oscurece, según se vea o se le quiera proyectar) a fin de abrirse a nuevas percepciones e interpretaciones. La cruz (staurós), entendida como símbolo, parte de una práctica sistemática de tortura y muerte desarrollada con fines didácticos para escarmiento de los testigos. El símbolo se opone al concepto, por lo tanto, estamos ante una expresión sensible de una realidad que busca atrapar nuestra atención en cuanto depósito de un sentido amplio, que puede rebasarnos, incluso, pero no dejarnos indiferentes. Tal vez por ello incomoda tanto al protestantismo más tradicionalista (“Oh, yo siempre amaré esa cruz…”, decía antes el himno). Las diversas interpretaciones del símbolo saltan a la vista:

¿Cómo ha de entenderse esta muerte (la de Jesús)? ¿Fue el castigo de un criminal, que no se atuvo a las leyes religiosas y civiles en vigor? ¿Fue el final de un agitador político que suscitaba el levantamiento contra la soberanía romana? ¿O tal vez la muerte libremente aceptada, suicida, de un desesperado que se entregó a sí mismo en manos de sus adversarios? ¿O es la muerte de Jesús el asesinato de un incómodo maestro de la verdad, la prueba de credibilidad de un ideal, por el que un idealista luchó durante toda su vida, el sacrificio voluntario de un mártir, que permaneció fiel a sus ideales hasta llegar a un amargo fin?[13]

Jesús no fue subido a un símbolo para morir violentamente, porque la cruz histórica, como instrumento de tortura, fue una realidad física tomada de las prácticas criminales de un imperio real, efectivo, que mataba a aquellas personas que ponían en entredicho su proyecto de dominación: “El hecho de que la crucifixión se realizara según la practica romana hace que aparezca como segura la flagelación de Jesús (indicación del lugar incierta), el despojamiento de sus vestiduras y la vigilancia llevada a cabo por soldados romanos en el lugar de la ejecución, aun cuando la narración no se apoye en testigos de vista, sino en el conocimiento del procedimiento usual”.[14] La cruz alcanza, también, de manera ambivalente (como todo símbolo), la estatura de un símbolo de protesta, de aquello que no debe volver a suceder en la historia humana. Y es, al mismo tiempo, una profecía a la inversa: anuncia la posibilidad de que puede repetirse indefinidamente, pero también de que puede obligar a cesar la imposición de muertes violentas como la acontecida con Jesús y otros miles como él.

Según el primer evangelio, Marcos, el horizonte de la cruz como destino estuvo, para Jesús, muy claro, desde tiempo antes de la decisión de ir a Jerusalén (8.31-35; 9.30-32; 10.32-34). A cada paso que daba, desde la radicalidad de sus acciones, se perfilaba progresivamente el conflicto de mayor intensidad que se avecinaba entre él y sus adversarios que, ya desde otros momentos, comenzaron a planear su asesinato. Siendo el primer relato de estos sucesos, cobra gran relevancia el hecho de que será el modelo de los posteriores, especialmente por la magnitud que alcanza en cuanto a su extensión, comparada con la relativa brevedad de todo el documento. De él se desprenderán, especialmente para Mateo y Lucas, los elementos básicos más conocidos por la tradición posterior.

El primer bloque (15.1-5), coloca frente a frente a Jesús con Pilato en un diálogo imposible; el segundo (15.6-20), da fe de los entretelones de la decisión final sobre Jesús, a partir de la manipulación de la multitud y la inserción de episodio de Barrabás; el último bloque (21-41) incluye los detalles de la crucifixión, lentificados, paso a paso, en una suerte de acumulación intencionada de acciones y gestos simbólicos: Simón de Cirene (actual Libia) ayuda a cargar la cruz (21: la gentilidad africana presente); el lugar de la Calavera (22); vino y mirra (23: agudización del “sabor” del sufrimiento); repartición de sus ropas (24: menosprecio de la persona); la hora de la crucifixión (25: clímax cronológico); el título no explicado de la cruz (26: ironía y afirmación mesiánica); compañía de los ladrones (27: estirpe contradictoria); cumplimiento de la Escritura (28: el cántico del “siervo sufriente”); burlas y provocaciones de los testigos (29-32: cumplimiento del rechazo); y la oscuridad inesperada (33: sacudimiento cósmico). Esta acumulación llega a ser exasperante, pues reclama la explicación minuciosa de cada detalle para no dejar escapar el significado.

Es entonces cuando se hace referencia al salmo 22 (lamento individual por excelencia), elemento también inaugurado por Marcos (15.34), quien lleva a cabo una profunda relectura del sufrimiento expresado por el autor originario: “El salmo 22 no es una pieza sapiencial, pero tampoco es un texto místico. No hay en él sufrimiento místico. […] el salmo ‘nos dice que Dios persigue fines opuestos con el sufrimiento; está plenamente presente en él y actúa para superarlo. El carácter cruciforme de la vida es por doquier aparente. La acción resucitadora de Dios es más difícil de ver’ [Patrick Miller]”.[15] A partir de la relectura de los evangelios, el sufrimiento del hablante del salmo 22 cobra un nuevo significado: “En el sufrimiento de Cristo, el sufrimiento de Israel recibe su marca registrada, marca que a lo largo del tiempo esperó con confianza y seguridad. […] Así es cómo el sufrimiento de Israel se convierte en paradigma del sufrimiento humano”.[16] A esa cita, ya clásica, le precedió, como se ha mencionado, la presencia del Antiguo Testamento, la de Isaías 53.12, que colocaba al crucificado, “siervo de Yahveh”, como parte de “los inicuos”.

En su turno para el análisis del salmo 22.1a, Ricoeur afirma:

Por lo que se refiere al “gran grito” de Jesús en la cruz, es digno de ser notado que no se reduce a la “cita” de un solo versículo, como sucede en muchos otros casos en que el Nuevo Testamento toma textos de la Biblia hebrea, en especial para mostrar que las antiguas Escrituras se “cumplieron” en el acontecimiento de Cristo. No se trata de una conexión hecha por el narrador, sino más bien de una nueva actualización de las mismas palabras, hecha por el personaje central de los relatos de la Pasión. Jesús agonizante envuelve su sufrimiento con las palabras del salmo, que él reviste, por así decir, desde dentro.[17]

La esperanza es retomada desde el hecho de que el “abandono” o “desamparo” es la ausencia de shalom, por lo que, al momento de ir en busca de la cruz como “símbolo de esperanza”, tenemos que buscar eso mismo ya desde el “espíritu positivo” del salmo que, al final, apunta hacia una especie de reivindicación (vv. 29-32): “Todos los pueblos, se dice en él, se unirán en la alabanza y ni siquiera los muertos quedarán excluidos de un júbilo que, para ser universal, ha de ser total y eterno”.[18] La clave para avanzar en ese sentido, ante la puerta abierta de la esperanza, es el comportamiento divino alrededor, cerca, arriba, encima y desde la cruz, como un “acompañante incierto” del sufrimiento de su Hijo en el madero de tortura. En esa línea se orientan las palabras de Bárbara Andrade:

…el Padre, como “el (que está) liberando” del sufrimiento y de la opresión, se ha mostrado en la cruz de su Hijo como “el (que está) resucitando”, es decir, el que es capaz de transformar un asesinato en el inicio eficaz de su “Reino” de la misericordia sin medida. Éste es un acto creador por excelencia y es el acto de un poder incomparable. El Padre es Dios en cuanto que transforma una sociedad violenta en una sociedad en la que él “habita” y en cuanto que desclava de la cruz a los crucificados como su Hijo. Ambas cosas juntas explican el poder de su misericordia sin medida y explican cómo es “por nosotros”. Este “por nosotros” apareció en el servicio de Jesús a favor del “Reino” —o de la “sociedad de contraste”—, en la que sana, perdona y comparte. El Espíritu Santo concreta este mensaje nuclear de la fe: en cuanto Espíritu del Hijo crea en los creyentes —en los que están “llenos del Espíritu Santo”— el servicio incondicional de Jesús por el “Reino” de su Padre; y en cuanto Espíritu del Padre nos capacita para hacer lo que hace el Padre: desclavar a crucificados y así transformar nuestra sociedad en una sociedad en la que “habita” Dios.[19]

Pero los símbolos del texto, que también demandan explicación, no se detienen: el velo del templo se rasgó (v. 38: ¿pleno acceso a la presencia absoluta de lo sagrado?), el centurión romano reconoció su mesianismo (v. 39: ¿exculpación del imperio o triunfo de la fe judeo-cristiana en el sentido misionero?) y las mujeres muestran su enorme fidelidad (v. 40-41: la fe ejemplar desde los márgenes de la sociedad aceptada). La cruz, como auténtico y efectivo símbolo de esperanza, está ahí, esperándonos siempre…




[1] Bárbara Andrade, “Algunas reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, en Proyección Teológica y Mundo actual, año XLIX, no. 205, abril-junio, 2002, p. 127.
[2] Israel Viana, “Lunacharski, el comunista que juzgó a Dios por crímenes contra la humanidad”, en ABC, 12 de septiembre de 2013.
[3] Bárbara Andrade, Pecado original. ¿O gracia del perdón? Salamanca, Secretariado Trinitario, 2004.
[4] Alfonso Ropero, Filosofía y cristianismo. Terrassa, CLIE, 2009.
[5] Jürgen Moltmann, “El Dios crucificado”, en Concilium, núm. 76, pp. 335-347.
[6] Sören Kierkegaard, Tratado de la desesperación. México, Tomo, 2006.
[7] Sören Kiekegaard, Temor y temblor. Madrid, Alianza Editorial, 2014.
[8] Reza Aslan, El zelote. La vida y época de Jesús de Nazaret. Indicios, 2014.
[9] Steven Lunger, “Flood, Salt and Sacrifice: Post traumatic stress disorders in Genesis”. Disponible en researchgate.net
[10] Karl Barth, Carta a los Romanos. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1999.
[11] P. Ricoeur, El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 262.
[12] Ídem.
[13] H.-G. Link, “Para la praxis pastoral”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. I. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 369.
[14] E. Brandenburger, “Cruz”, en L. Coenen, op. cit., p. 361.
[15] A. Lacocque, “Dío mío, Dios, ¿por qué me has desamparado?”, en A. Lacocque y P. Ricoeur, Pensar la Biblia. Estudios exegéticos y hermenéuticos. Barcelona, Herder, 2001, p. 202.
[16] Ibíd., p. 217.
[17] P. Ricoeur, “La lamentación como plegaria”, en A. Lacoque y P. Ricoeur, op. cit., p. 221.
[18] Ibíd., p. 230.
[19] B. Andrade, “Algunas reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, p. 131, https://dioscaminaconsupueblo.files.wordpress.com/2014/02/reflexiones-ba.pdf.

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