25 de julio, 2010
1. La violencia
en la oración sálmica
El salmo 119 es famoso por su extensión y porque está dedicado íntegramente
a celebrar la importancia de obedecer los mandatos divinos plasmados en la Ley.
Pero el salmo también exhibe como parte de esta relación con la Ley, una
protesta explícita contra la violencia, pues la presenta como un fuerte
obstáculo potencial para la obediencia a la Palabra divina: “Líbrame de la
violencia humana pues quiero cumplir tus preceptos”, dice en el v. 134. Esta posibilidad sugiere que la
violencia, como un estado ya muy arraigado en la vida humana, es capaz de
alejar a la humanidad de Dios para instalar en el mundo la espiral interminable
de violencia y el cinismo que ella conlleva. Aceptar los cánones del mundo en
cuanto a la naturaleza violenta de la sociedad representa ponerse del lado
opuesto a Dios.
Sin embargo, las abundantes historias de violencia
sistemática desatadas contra grupos humanos específicos en el A.T. parecería
que contradicen lo que el salmista enuncia, pero por el contrario, fortalecen
la crítica de la situación imperante, pues el creyente que escribe parece estar
cansado de lo que sucede y levanta su protesta mediante una observación radical
del espíritu de su época, de muchas más y, por supuesto, con alcances hasta la
nuestra. Acostumbrarse a la violencia es ya en sí un pecado porque supone
aceptar un estado de cosas contrario a la voluntad de Dios. Sumarse a dicha
atmósfera, así sea en el nivel más pequeño, implica ir en sentido contrario de
la búsqueda divina por superar el predominio de la violencia por encima del
diálogo. Como parte de su programa “Decenio para superar la violencia”, un
documento del Consejo Mundial de Iglesias dice lo siguiente, una serie de
observaciones que pueden hacernos pensar y actuar:
La violencia nos repele, pero
también nos atrae.
La violencia
nos alarma, pero también nos entretiene.
La violencia
nos destruye, pero también nos protege.
Como seres
humanos, nuestra valoración de la violencia parece indecisa. Muchos creen que
la violencia es inevitable. Mirando al mundo, a nuestras comunidades locales y
a nosotros mismos, no es sorprendente llegar a esa conclusión. Es fácil ser
pesimista sobre la naturaleza humana cuando vemos lo que somos capaces de
hacernos unos a otros.
La fe nos
dice que hay otra manera de ver la naturaleza humana. Al considerar el lugar de
la humanidad en la creación, el Salmista proclama que somos la mayor obra de la
creatividad divina (Sal 8). Si los seres humanos han sido hechos a imagen de
Dios (Gn 1:27), tenemos derecho a buscar expresiones de lo divino en nuestra
naturaleza. Ceder por completo a una visión negativa de la humanidad es adorar
a un dios mezquino, vengativo y glorificador de la violencia, y no al Dios que
estaba en Cristo.
Esto no
significa que debamos vivir en un mundo de fantasía en el que todo sea bondad y
alegría. A partir de nuestra visión de lo que la humanidad puede ser, debemos
transformar nuestra cultura de violencia en una cultura de paz. Para ello,
nuestro realismo tiene que ser tan completo como nuestra esperanza.
Quizá hemos
de empezar por aceptar nuestra complicidad en la violencia y asumir nuestra
responsabilidad. Siempre es tentador culpar a los demás de lo que hay de malo
en el mundo. Son los demás miembros de la familia. Es la iglesia. Es el
gobierno. Es el capitalismo mundial. O bien culpamos a nuestros genes o a
nuestro medio ambiente. Esto no es decir que no necesitemos un análisis claro de
los efectos de todos estos factores en la creación de un mundo violento. Pero
no han de ser una excusa para que no aceptemos nuestra propia responsabilidad.
El sentirnos victimas creemos que tiene dos inconvenientes. Uno es que nos
impotentes para cambiar las cosas, con lo que la situación de víctima es una
profecía autocumplida. El otro es que parece haber algo en la psicología humana
que convierte a las víctimas en victimarios, de manera que un niño maltratado a
menudo se convierte en un padre maltratador, un grupo antes oprimido pasa a ser
opresor.[1]
La superación de la violencia en la
utopía apocalíptica
Erradicar la violencia, el viejo sueño de
los salmistas y profetas es un horizonte de fe que reaparece con mucha fuerza
en la visión apocalíptica con que cierran las Escrituras. La intensidad del
deseo con que escribe el habitante de Patmos es directamente proporcional al
grado de sadismo con que estaba siendo perseguida la Iglesia en esos momentos.
Como escribe Jorge Pixley al referirse a que no todos los cristianos
resistieron la persecución y el odio del Imperio Romano:
Las persecuciones romanas contra los cristianos
llevaron a miles de cristianos (los cálculos varían entre diez mil y doscientos
mil) a las torturas y muerte durante trescientos años. Sin embargo, es preciso
distinguir cambios importantes en la naturaleza de estas persecuciones. En
tiempos de Tiberio (14-37) vivieron Jesús y sus seguidores en la provincia de
Judea, no siendo ellos aún “cristianos” sino judíos. El imperio, apenas estaba conformándose
como tal. Fue aparentemente solo durante el reinado de Trajano (98-117) que el
imperio se dio por enterado de la existencia de cristianos como tales. Trajano
y sus sucesores Adriano (117-138), Antonino Pío (138-161), Marco Aurelio
(161-180) y Cómodo (177-192) gobernaron durante el período de mayor gloria
cuando la paz romana fue una realidad alabada por casi todos. […] Las
persecuciones durante los reinados de Decio (249-251) y de Diocleciano
(285-305) fueron las más sangrientas de todas.[2]
Esta confrontación aparece
esquematizada en el Apocalipsis como una “guerra baja intensidad”, es decir,
como la administración de la violencia del Estado en “dosis necesarias” para
estos opositores de la pax romana, máscara
ideológica y operativa del sistema de explotación del momento. Ante ello, el
vidente “llama a las iglesias de Asia a resistir las asechanzas de Satanás y ser
fieles para lograr su premio (Ap 2 y 3). Se indigna por la suerte de los que
fueron degollados por causa de la palabra (Ap 6,9-11). Y califica al imperio
como una bestia con diez cuernos y siete cabezas que tiraniza a los santos, y
también como la Gran Ramera que se sienta sobre siete colinas (Ap 13 y 17,
respectivamente). Clemente convive tranquilamente con el Imperio; Juan y los suyos
son exiliados y degollados. ¿Por qué?”.[3]
La violencia estatal sólo es superada, según Apoc, mediante una intervención
divina, pero la militancia de fe es una acción en permanente oposición a dicha
violencia, aunque el texto ve más allá de los sucesos y proyecta su esperanza
hacia un futuro muy amplio. Queda claro que “la hostilidad al imperio de parte
de Juan es mucho más básico que un cuestionamiento de las prerrogativas que
exigía el emperador. No veía en la bestia o la ramera a un emperador demente o
ególatra sino a toda una institución imperial pecaminosa”.
El gran
pecado del Imperio es la violencia contra inocentes, no sólo contra los/as
cristianos/as. La defensa que viene a realizar Dios contra ese sistema violento
abarca a toda la humanidad: el ideal que presenta Apoc no es el martirio impune
sino la reivindicación que viene a realizar Dios de todos los masacrados de la
historia, pues quienes no están del lado de la violencia están de su lado y
obtienen, más que la salvación desde una idea reducida o exclusivista, el
“visto bueno” de Dios que es lo más importante para avivar y establecer su
causa como justa: 11.18: contra los que destruyen la tierra; y 18.24: los
masacrados injustamente. Por eso Dios toma partido por quienes han sido las
víctimas, aunque los victimarios se sientan sostenidos por bases religiosas.
Dios mismo viene a enjugar las lágrimas de los seres humanos violentados (21.4)
y a hacer justicia contra los criminales y violentos, quienes han trastornado
el orden de Dios para el mundo (21.8). La justicia divina viene a acabar
definitivamente con la violencia, pero esa acción básica y permanente debe ser
proclamada y vivida por el pueblo de Dios en todas sus formas.
[1] ¿Por qué violencia? ¿Por qué no paz? Una
guía de estudio para la reflexión y la acción de personas y grupos de iglesia
en el Decenio para Superar la Violencia. Ginebra, Consejo Mundial de
Iglesias, 2003, en www2.wcc-coe.org/dov.nsf/f2b3c6f6c91ade2ec1256bea002bc786/8c6df3fd5f5d1ae5c1256d41004d6ceb?OpenDocument#%C2%BFEs%20inevitable%20la%20violencia%3F.
[2] J. Pixley, “Las
persecuciones: el conflicto de algunos cristianos con el Imperio”, en RIBLA, núm. 7, http://www.claiweb.org/ribla/ribla7/las%20persecuciones.htm
[3] Idem.
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