22 de abril, 2011
Dios no se hizo hombre según la medida de nuestras ideas de la humanidad. Se hizo hombre como nosotros no queremos serlo, un rechazado, maldecido, crucificado.[1]
J. Moltmann, El Dios crucificado
Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona.[2]
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo
1. Jesús enfrenta la realidad política
En los dos capítulos que Jn dedica a la Pasión de Jesús (18-19), Jesús enfrenta la situación política en toda su crudeza y realismo. Más allá de cualquier forma de idealismo, literalmente se entrega y “acelera”, por decirlo de algún modo, los sucesos para llegar a los aspectos cruciales de su servicio al mundo. Antes de ser detenido, negocia la liberación de sus seguidores para que su palabra se cumpla (18.8-9) y, con ello, da una muestra de estrategia ante las fuerzas que se le oponen y tratarán de acabar con él. Ya delante de Anás, el sacerdote, fue interrogado acerca de las características doctrinales de su movimiento (18.19) y posteriormente llevado ante Pilato, quien en principio se negó a juzgarlo y dictaminó que se trataba de un asunto meramente religioso (18.31), con lo que este “cambio de jurisdicción” otorga a la historia un sesgo legalista (que sólo variaría la condena de un apedreamiento a la crucifixión), y ante la supuesta renuncia de los judíos a matarlo (18.31), aunque el representante de Roma estaba preocupado por los posibles énfasis nacionalistas del movimiento de Jesús y debido a ello le preguntó abiertamente si era el “rey de los judíos” (18.33). A ese interés materialista, Jesús responde con sus famosas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (18.36a), con lo que el texto evangélico traslada la dimensión de los hechos al plano eminentemente teológico y soteriológico. Las respuestas de Jesús a Pilato, ciertamente ambiguas, pero firmes (“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”, 18.37: “Aquí tenemos la definición que da el evangelista de la verdadera realeza: ésta es esencialmente la soberanía de la άλήθεία”.[3]), inquietan más a Pilato, el político y militar profesional, pragmático, y lo orillan a declararlo sin culpa (18.38), pues no toma en serio sus aspiraciones políticas al advertir su orientación meramente “religiosa”, y a proponer la tradicional amnistía para un preso del fuero común, en este caso Barrabás (18.39).
La lección del Cuarto Evangelio, confrontar los sucesos de la Pasión con la realidad política, nos haría ver hoy, como lo hizo, mediante una “lectura secular” de estos días, Adolfo Sánchez Rebolledo al referirse a los nuevos errores y abusos del régimen en cuestión religiosa, nos llevaría a contextualizar esta celebración con un tono distinto, ajeno a la sola repetición de lugares evangélicos comunes y a denunciar, por ejemplo, el uso mediático de las figuras religiosas y la violación flagrante de la laicidad del Estado, por parte del titular del Ejecutivo, para acudir a Roma en los próximos días y congraciarse con la entidad religiosa mayoritaria.[4] O el grito “¡No más viacrucis!”, de Gabriela Rodríguez, acerca de “la necesidad de exigir a los políticos que separen sus creencias religiosas de su función pública. Porque la mezcla de estas dos esferas es una amenaza para el ejercicio de las libertades de los ciudadanos, en especial de los derechos de las mujeres”.[5]
Ante la negativa de los líderes religiosos, quienes ya habían “levantado” a Jesús y se sentían dueños de su persona, ignorando sus más elementales derechos, para imponer la fuerza de los hechos a causa de su intuición sobre los riesgos políticos de que cobrara más impulso la obra de Jesús en medio del pueblo y esto acarreara una insurrección, reciben el cuerpo torturado del maestro galileo y proceden a asesinarlo con la complicidad romana. Pilato consuma la pantomima de juicio y lo presenta, paródicamente, ante el populacho, como el Hombre (18.5) en un grotesco acto de carnaval (19.5). Todavía entonces Pilato pretende detener el crimen y busca “convencer” a Jesús de algo indefinido, quizá una especie de retractación que, por supuesto, no sucede, y luego, ante la presión abiertamente política de los judíos (“Si lo sueltas, no eres amigo de César”, 18.12), lo vuelve a presentar, ahora como rey (18.14b), lo que desata la ira de los judíos, quienes ahora se confiesan descaradamente como súbditos del invasor (18.15b).
Estamos, pues, ante el desquiciamiento total del derecho, la política y el encadenamiento burdo de las fuerzas oscuras en juego para acabar con la vida de Jesús, pues finalmente es entregado a los judíos, en una nueva renuncia del derecho romano a hacer justicia.
2. La lectura teológica de la cruz de Jesús
Evidentemente, el relato juanino de los sucesos va siendo acompañado de una “lente teológica” que viene al menos desde 12.32-33 (“Y yo, si fuere levantado de la tierra…”), en donde el verbo ύψωθήναί (jupsothenai) significa “crucificar” y “exaltar”, al mismo tiempo. El relato de la crucifixión, en sí, destaca por su sobriedad y su realismo: el verbo levantar se cumple paradigmáticamente y, como advierte Dodd, “el punto más bajo del descenso es ‘exaltación’. […] Así, pues, paradójicamente en un sentido y, sin embargo, no ilógicamente, la muerte de Cristo es a la vez su descenso y su ascenso, su humillación y su exaltación, su vergüenza y su gloria; y esta verdad está simbolizada, para el evangelista, en la forma de su muerte: crucifixión, la muerte más vergonzosa, que es, no obstante, en figura (en cuanto ‘signo’), su elevación-exaltación de la tierra”.[6] Reiteradamente, el Cuarto Evangelio insiste en esto. El membrete de la cruz en los tres idiomas es una confesión de parte del imperio acerca de quién verdaderamente es rey y un reconocimiento tácito de la injusticia y el remedo de juicio de que Jesús fue objeto. El contubernio criminal entre Roma y la religión judía institucional se ha cumplido. De ahí la inconformidad de los judíos ante el letrero.
Escribe Javier Sicilia, quien ahora mismo está sintiendo lo mismo que el Padre: “Clavado en el madero, Cristo calla./ Su cruz es burda e idéntica a las otras/ donde cuelgan maltrechos dos ladrones./ La barba y el cabello por el polvo,/ la sangre y los sudores se le enredan/ sobre el pecho desnudo. Un estertor/ de muerte lo recorre, mientras busca/ con ansia entre la plebe la mirada/ de aquellos que lo amaron. No hay ninguno./ La mañana es atroz y él está solo/ con el hirviente hierro de los clavos/ (casi no logro distinguir su rostro/ ni sus ásperos rasgos de judío)./ Fatigado se hunde en el desorden/ de sus largos y múltiples recuerdos:/ piensa en el Reino que clamó y lo espera,/ en sus burdos y míseros discípulos/ y en su doctrina del perdón que salva./ El suplicio es atroz y él desespera;/ al dolor de los clavos y del tétanos/ se agrega la tortura del pecado:/ siente en su carne el peso de otra herida/ inmemorial y vasta como el hombre…”.[7]
Mientras Pilato seguía discutiendo políticamente con los religiosos judíos (19.21-22), al pie de la cruz, los aspectos realistas del relato no pueden pasar desapercibidos para el evangelista: los soldados, fieles a su vocación de rapiña, no dejan siquiera libres las ropas del condenado (19.23-24), pero al lado suyo están, como siempre, las cuatro mujeres (19.25; fielmente retratadas por Durero en su grabado). Es entonces cuando la madre de Jesús y el “discípulo amado” escuchan la palabra sobre ellos (19.26-27), en una especie de atención que legitimará el lugar y el legado del discípulo en cuestión, para, después, solicitar un poco de agua y cumplir la Escritura (Sal 69.21), aunque el vinagre vendría a reforzar la amargura del momento (19.28-29). Finalmente, la última exclamación de Jesús (19.30) refuerza lo dicho en 17.4 (“He acabado la obra que me diste que hiciese”) y declara que su muerte es la consumación del sacrificio, el inicio mismo de la vida eterna. Jesús “entregó su espíritu” (19.30c) y entró a participar del dominio de las tinieblas. Fácticamente, había caído en las garras de los poderes humanos que lo llevaron a la muerte, pero ahora ésta comenzaría a ser invadida por la fuerza de su amor y de su impacto vital.
Sigue Sicilia: “Sabe que su suplicio es casi eterno,/ que no hay consuelo alguno en ese instante./ Han dado ya las tres sobre la cima./ Su espíritu abatido busca al Padre/ que entre las sombras de su fe lo aguarda./ Nadie se ha dado cuenta que ya ha muerto,/ ni sabe de los vínculos secretos/ que en el cosmos su muerte habrá tejido./ El aire huele a sangre y a carroña./ ¿Qué puedo yo decir, que no soy nada,/ yo que gozo en mi vida sus dolores?/ Sólo Dios pudo amarme en esa forma”.[8]
Judíos y romanos siguen en contubernio, ahora para retirar el cuerpo de Jesús, por motivos disímiles: para los primeros, por motivos rituales, para los segundos, porque el espectáculo había terminado. Sangre y agua salen del cuerpo de Jesús (19.34), con lo que la referencia a 6.55 (beber su sangre) y 7.38 (“de su interior correrán ríos de agua viva”) es inevitable. Los vv. 35-38 introducen la necesaria verificación del testimonio del discípulo que escribe y relaciona, una vez más, su relato con las Escrituras antiguas, en este caso, el Pentateuco, los salmos y el profeta Zacarías, es decir, las tres partes de las mismas. Luego el cadáver es puesto, por sus amigos y seguidores de incógnito (José de Arimatea y Nicodemo), en un sepulcro nuevo (19.38-42). Allí se quedará hasta la resurrección. Pilato autorizó el traslado, pues Roma recuperó la posesión del cuerpo, como “autoridad civil” responsable.
Concluye Sicilia: “Soy del hombre que cuelga en esta tarde/ el clavo de su mano, la derecha;/ soy la lanza, la punta que lo acecha,/ en su carne el flagelo que más arde;/ soy el madero y soy de aquel judío,/ que muere con la tarde, su lamento,/ sus llagas soy, su sed, su amargo aliento,/ su purulenta sangre y su vacío;/ soy la plebe que yede y con su salva/ de befas lo contempla en esta hora/ que es la sexta, la hora más amarga,/ la terrible, la oscura, la que embarga./ Soy lo peor de su muerte ayer y ahora,/ soy su sangre vertida que me salva”.[9]
3. El Dios crucificado, fundamento radical de la abolición del sufrimiento humano
La verdad por la que mide la fe es la muerte de amor de Dios por el mundo, por la humanidad y por mí, en la noche de la cruz de Jesucristo. Todas las fuentes de la gracia brotan de esta noche: fe, esperanza y caridad. Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco desesperanzado, cuyas ilusiones todas aniquila la muerte, lo soy gracias a esta muerte que me abre el acceso a la plenitud de Dios. Yo florezco sobre la tumba de Dios que murió por mí, yo hundo mis raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. El amor que por la fe saco de ahí, no puede consiguientemente ser de otra calidad que de sepultado. Se trata del acontecimiento olvidado del cual brotamos como nueva realidad, como nueva humanidad según la expresión del apóstol.[10]
J. Moltmann, El Dios crucificado
Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona.[2]
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo
1. Jesús enfrenta la realidad política
En los dos capítulos que Jn dedica a la Pasión de Jesús (18-19), Jesús enfrenta la situación política en toda su crudeza y realismo. Más allá de cualquier forma de idealismo, literalmente se entrega y “acelera”, por decirlo de algún modo, los sucesos para llegar a los aspectos cruciales de su servicio al mundo. Antes de ser detenido, negocia la liberación de sus seguidores para que su palabra se cumpla (18.8-9) y, con ello, da una muestra de estrategia ante las fuerzas que se le oponen y tratarán de acabar con él. Ya delante de Anás, el sacerdote, fue interrogado acerca de las características doctrinales de su movimiento (18.19) y posteriormente llevado ante Pilato, quien en principio se negó a juzgarlo y dictaminó que se trataba de un asunto meramente religioso (18.31), con lo que este “cambio de jurisdicción” otorga a la historia un sesgo legalista (que sólo variaría la condena de un apedreamiento a la crucifixión), y ante la supuesta renuncia de los judíos a matarlo (18.31), aunque el representante de Roma estaba preocupado por los posibles énfasis nacionalistas del movimiento de Jesús y debido a ello le preguntó abiertamente si era el “rey de los judíos” (18.33). A ese interés materialista, Jesús responde con sus famosas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (18.36a), con lo que el texto evangélico traslada la dimensión de los hechos al plano eminentemente teológico y soteriológico. Las respuestas de Jesús a Pilato, ciertamente ambiguas, pero firmes (“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”, 18.37: “Aquí tenemos la definición que da el evangelista de la verdadera realeza: ésta es esencialmente la soberanía de la άλήθεία”.[3]), inquietan más a Pilato, el político y militar profesional, pragmático, y lo orillan a declararlo sin culpa (18.38), pues no toma en serio sus aspiraciones políticas al advertir su orientación meramente “religiosa”, y a proponer la tradicional amnistía para un preso del fuero común, en este caso Barrabás (18.39).
La lección del Cuarto Evangelio, confrontar los sucesos de la Pasión con la realidad política, nos haría ver hoy, como lo hizo, mediante una “lectura secular” de estos días, Adolfo Sánchez Rebolledo al referirse a los nuevos errores y abusos del régimen en cuestión religiosa, nos llevaría a contextualizar esta celebración con un tono distinto, ajeno a la sola repetición de lugares evangélicos comunes y a denunciar, por ejemplo, el uso mediático de las figuras religiosas y la violación flagrante de la laicidad del Estado, por parte del titular del Ejecutivo, para acudir a Roma en los próximos días y congraciarse con la entidad religiosa mayoritaria.[4] O el grito “¡No más viacrucis!”, de Gabriela Rodríguez, acerca de “la necesidad de exigir a los políticos que separen sus creencias religiosas de su función pública. Porque la mezcla de estas dos esferas es una amenaza para el ejercicio de las libertades de los ciudadanos, en especial de los derechos de las mujeres”.[5]
Ante la negativa de los líderes religiosos, quienes ya habían “levantado” a Jesús y se sentían dueños de su persona, ignorando sus más elementales derechos, para imponer la fuerza de los hechos a causa de su intuición sobre los riesgos políticos de que cobrara más impulso la obra de Jesús en medio del pueblo y esto acarreara una insurrección, reciben el cuerpo torturado del maestro galileo y proceden a asesinarlo con la complicidad romana. Pilato consuma la pantomima de juicio y lo presenta, paródicamente, ante el populacho, como el Hombre (18.5) en un grotesco acto de carnaval (19.5). Todavía entonces Pilato pretende detener el crimen y busca “convencer” a Jesús de algo indefinido, quizá una especie de retractación que, por supuesto, no sucede, y luego, ante la presión abiertamente política de los judíos (“Si lo sueltas, no eres amigo de César”, 18.12), lo vuelve a presentar, ahora como rey (18.14b), lo que desata la ira de los judíos, quienes ahora se confiesan descaradamente como súbditos del invasor (18.15b).
Estamos, pues, ante el desquiciamiento total del derecho, la política y el encadenamiento burdo de las fuerzas oscuras en juego para acabar con la vida de Jesús, pues finalmente es entregado a los judíos, en una nueva renuncia del derecho romano a hacer justicia.
2. La lectura teológica de la cruz de Jesús
Evidentemente, el relato juanino de los sucesos va siendo acompañado de una “lente teológica” que viene al menos desde 12.32-33 (“Y yo, si fuere levantado de la tierra…”), en donde el verbo ύψωθήναί (jupsothenai) significa “crucificar” y “exaltar”, al mismo tiempo. El relato de la crucifixión, en sí, destaca por su sobriedad y su realismo: el verbo levantar se cumple paradigmáticamente y, como advierte Dodd, “el punto más bajo del descenso es ‘exaltación’. […] Así, pues, paradójicamente en un sentido y, sin embargo, no ilógicamente, la muerte de Cristo es a la vez su descenso y su ascenso, su humillación y su exaltación, su vergüenza y su gloria; y esta verdad está simbolizada, para el evangelista, en la forma de su muerte: crucifixión, la muerte más vergonzosa, que es, no obstante, en figura (en cuanto ‘signo’), su elevación-exaltación de la tierra”.[6] Reiteradamente, el Cuarto Evangelio insiste en esto. El membrete de la cruz en los tres idiomas es una confesión de parte del imperio acerca de quién verdaderamente es rey y un reconocimiento tácito de la injusticia y el remedo de juicio de que Jesús fue objeto. El contubernio criminal entre Roma y la religión judía institucional se ha cumplido. De ahí la inconformidad de los judíos ante el letrero.
Escribe Javier Sicilia, quien ahora mismo está sintiendo lo mismo que el Padre: “Clavado en el madero, Cristo calla./ Su cruz es burda e idéntica a las otras/ donde cuelgan maltrechos dos ladrones./ La barba y el cabello por el polvo,/ la sangre y los sudores se le enredan/ sobre el pecho desnudo. Un estertor/ de muerte lo recorre, mientras busca/ con ansia entre la plebe la mirada/ de aquellos que lo amaron. No hay ninguno./ La mañana es atroz y él está solo/ con el hirviente hierro de los clavos/ (casi no logro distinguir su rostro/ ni sus ásperos rasgos de judío)./ Fatigado se hunde en el desorden/ de sus largos y múltiples recuerdos:/ piensa en el Reino que clamó y lo espera,/ en sus burdos y míseros discípulos/ y en su doctrina del perdón que salva./ El suplicio es atroz y él desespera;/ al dolor de los clavos y del tétanos/ se agrega la tortura del pecado:/ siente en su carne el peso de otra herida/ inmemorial y vasta como el hombre…”.[7]
Mientras Pilato seguía discutiendo políticamente con los religiosos judíos (19.21-22), al pie de la cruz, los aspectos realistas del relato no pueden pasar desapercibidos para el evangelista: los soldados, fieles a su vocación de rapiña, no dejan siquiera libres las ropas del condenado (19.23-24), pero al lado suyo están, como siempre, las cuatro mujeres (19.25; fielmente retratadas por Durero en su grabado). Es entonces cuando la madre de Jesús y el “discípulo amado” escuchan la palabra sobre ellos (19.26-27), en una especie de atención que legitimará el lugar y el legado del discípulo en cuestión, para, después, solicitar un poco de agua y cumplir la Escritura (Sal 69.21), aunque el vinagre vendría a reforzar la amargura del momento (19.28-29). Finalmente, la última exclamación de Jesús (19.30) refuerza lo dicho en 17.4 (“He acabado la obra que me diste que hiciese”) y declara que su muerte es la consumación del sacrificio, el inicio mismo de la vida eterna. Jesús “entregó su espíritu” (19.30c) y entró a participar del dominio de las tinieblas. Fácticamente, había caído en las garras de los poderes humanos que lo llevaron a la muerte, pero ahora ésta comenzaría a ser invadida por la fuerza de su amor y de su impacto vital.
Sigue Sicilia: “Sabe que su suplicio es casi eterno,/ que no hay consuelo alguno en ese instante./ Han dado ya las tres sobre la cima./ Su espíritu abatido busca al Padre/ que entre las sombras de su fe lo aguarda./ Nadie se ha dado cuenta que ya ha muerto,/ ni sabe de los vínculos secretos/ que en el cosmos su muerte habrá tejido./ El aire huele a sangre y a carroña./ ¿Qué puedo yo decir, que no soy nada,/ yo que gozo en mi vida sus dolores?/ Sólo Dios pudo amarme en esa forma”.[8]
Judíos y romanos siguen en contubernio, ahora para retirar el cuerpo de Jesús, por motivos disímiles: para los primeros, por motivos rituales, para los segundos, porque el espectáculo había terminado. Sangre y agua salen del cuerpo de Jesús (19.34), con lo que la referencia a 6.55 (beber su sangre) y 7.38 (“de su interior correrán ríos de agua viva”) es inevitable. Los vv. 35-38 introducen la necesaria verificación del testimonio del discípulo que escribe y relaciona, una vez más, su relato con las Escrituras antiguas, en este caso, el Pentateuco, los salmos y el profeta Zacarías, es decir, las tres partes de las mismas. Luego el cadáver es puesto, por sus amigos y seguidores de incógnito (José de Arimatea y Nicodemo), en un sepulcro nuevo (19.38-42). Allí se quedará hasta la resurrección. Pilato autorizó el traslado, pues Roma recuperó la posesión del cuerpo, como “autoridad civil” responsable.
Concluye Sicilia: “Soy del hombre que cuelga en esta tarde/ el clavo de su mano, la derecha;/ soy la lanza, la punta que lo acecha,/ en su carne el flagelo que más arde;/ soy el madero y soy de aquel judío,/ que muere con la tarde, su lamento,/ sus llagas soy, su sed, su amargo aliento,/ su purulenta sangre y su vacío;/ soy la plebe que yede y con su salva/ de befas lo contempla en esta hora/ que es la sexta, la hora más amarga,/ la terrible, la oscura, la que embarga./ Soy lo peor de su muerte ayer y ahora,/ soy su sangre vertida que me salva”.[9]
3. El Dios crucificado, fundamento radical de la abolición del sufrimiento humano
La verdad por la que mide la fe es la muerte de amor de Dios por el mundo, por la humanidad y por mí, en la noche de la cruz de Jesucristo. Todas las fuentes de la gracia brotan de esta noche: fe, esperanza y caridad. Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco desesperanzado, cuyas ilusiones todas aniquila la muerte, lo soy gracias a esta muerte que me abre el acceso a la plenitud de Dios. Yo florezco sobre la tumba de Dios que murió por mí, yo hundo mis raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. El amor que por la fe saco de ahí, no puede consiguientemente ser de otra calidad que de sepultado. Se trata del acontecimiento olvidado del cual brotamos como nueva realidad, como nueva humanidad según la expresión del apóstol.[10]
Así se expresó el teólogo católico Hans Urs von Balthasar al referirse a la relación que tienen los creyentes con el Dios que asumió la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret, pues en efecto, la forma en que Dios estuvo presente en la cruz de su Hijo es la razón de ser de la redención del sufrimiento humano y plantea, de manera efectiva, la posibilidad de su abolición, aun cuando siga presente en el mundo. “Dios elige para trono suyo la cruz de un malhechor, dice Barth”, nos recuerda Moltmann.[11] Los millones de crucificados por la injusticia y la maldad que han seguido a Jesús, testifican de la manera en que Dios debió afrontar la realidad histórica de la muerte en su existencia histórica encarnada. Porque solamente un Dios crucificado puede dar fe con su pasión en la persona de Jesucristo de semejante esfuerzo. La cruz de Jesús, en ese sentido, con toda su carnalidad y atrocidad, es una manifestación sumamente contradictoria, y simultánea, de la injusticia humana y de la disposición de Dios a superarla mediante el mayor de los signos que la historia ha acogido: más allá de cualquier mitología (o mitomanía), fruto de las explicaciones idealizadoras de la cultura, el origen supremo de la vida purga con su acceso a la oscuridad de la nada el sufrimiento humano.
Jürgen Moltmann ha señalado la manera en que la cruz de Jesús revela a un Dios que asume, desde la debilidad y el vacío total, la tarea redentora de la humanidad finita y condenada a la caducidad y el olvido:
La cruz ni se ama ni se puede amar. Y sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticuado de él es el que libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana.[12]
Un proyecto así, auto-crítico, profético y proclamador al mismo tiempo, se atreve a denunciar las tendencias que el propio cristianismo ha tenido siempre de mitigar, por decirlo así, el núcleo duro de su esencia básica, esto es, el abajamiento y la solidaridad radical del Dios bíblico, aquél que no dudó en transformarse en el momento más dramático de la cruz y encarnar en el sufrimiento de Jesús todo el sufrimiento humano de golpe. La intensidad de este sacudimiento intra-teológico partió en dos la historia humana para que este desgarramiento divino incida positivamente en la conciencia y la memoria humana a fin de desterrar, de una vez por todas, el sufrimiento como horizonte de vida. En la cruz nos encontramos con un Dios radicalmente distinto, aquel que no quisiéramos ver jamás: “Quien reconozca a Dios en la bajeza, debilidad y muerte de Cristo, no lo hace en la supremacía y divinidad soñada por el hombre que busca a Dios, sino en la humanidad que él mismo ha abandonado, rechazado y despreciado. Y esto destruye su soñada semejanza con Dios, que lo convirtió en un monstruo, y lo hace volver a su humanidad, que hizo suya el verdadero Dios”.[13]
Pero lamentablemente, la “domesticación” de que ha sido objeto la cruz es un fenómeno cultural que enajena a la humanidad de su vocación libre para superar la injusticia y la maldad. Porque, como agrega Moltmann, la propia teología tiene una gran responsabilidad:
Hacer hoy teología de la cruz implica sobrepasar la preocupación por la salvación personal, preguntando por la liberación del hombre y su nueva relación con la realidad de los inextricables círculos en su sociedad. ¿Quién es el verdadero hombre a la luz del hijo del hombre rechazado y resurgido para la libertad de Dios?
Realizar hoy teología de la cruz significa, por último, tomar en serio a la teología reformada en sus exigencias crítico-reformadoras, haciendo que sobrepasen la crítica a la iglesia para convertirse en crítica a la sociedad. ¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina por encima de muchos cadáveres?[14]
Y decimos esto, ahora, desde un país que, como nunca antes, enfrenta el golpe brutal de una espiral de violencia que no parece someterse ante nada. Estamos, literalmente, sometidos al imperio de la violencia sin visos de encontrar respuesta y tenemos ante nosotros la “ruta espiritual de la cruz” como una de las pocas alternativas viables para superarla, pues como escribió Albert Camus:
Cristo vino para resolver dos problemas fundamentales: el mal y la muerte, y ambos son los problemas de la rebelión. Su solución consistió, en primer lugar, en cargar con ellos. El hombre-Dios sufre también, y lo hace pacientemente. El mal como la muerte no le pueden ser imputados totalmente, puesto que también él es destrozado y muere. La noche del Gólgota tiene para la historia de los hombres tanta importancia sólo porque la divinidad en su tiniebla experimenta la angustia de la muerte hasta sus últimas consecuencias, incluyendo toda desesperación, renunciando visiblemente a todos los privilegios tradicionales. Así se explica el Lama sabactani y la duda horripilante de Cristo en la agonía. Esta sería fácil, si fuera soportada por la esperanza eterna. Para que Dios sea un hombre, tiene que desesperar.[15]
Jürgen Moltmann ha señalado la manera en que la cruz de Jesús revela a un Dios que asume, desde la debilidad y el vacío total, la tarea redentora de la humanidad finita y condenada a la caducidad y el olvido:
La cruz ni se ama ni se puede amar. Y sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticuado de él es el que libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana.[12]
Un proyecto así, auto-crítico, profético y proclamador al mismo tiempo, se atreve a denunciar las tendencias que el propio cristianismo ha tenido siempre de mitigar, por decirlo así, el núcleo duro de su esencia básica, esto es, el abajamiento y la solidaridad radical del Dios bíblico, aquél que no dudó en transformarse en el momento más dramático de la cruz y encarnar en el sufrimiento de Jesús todo el sufrimiento humano de golpe. La intensidad de este sacudimiento intra-teológico partió en dos la historia humana para que este desgarramiento divino incida positivamente en la conciencia y la memoria humana a fin de desterrar, de una vez por todas, el sufrimiento como horizonte de vida. En la cruz nos encontramos con un Dios radicalmente distinto, aquel que no quisiéramos ver jamás: “Quien reconozca a Dios en la bajeza, debilidad y muerte de Cristo, no lo hace en la supremacía y divinidad soñada por el hombre que busca a Dios, sino en la humanidad que él mismo ha abandonado, rechazado y despreciado. Y esto destruye su soñada semejanza con Dios, que lo convirtió en un monstruo, y lo hace volver a su humanidad, que hizo suya el verdadero Dios”.[13]
Pero lamentablemente, la “domesticación” de que ha sido objeto la cruz es un fenómeno cultural que enajena a la humanidad de su vocación libre para superar la injusticia y la maldad. Porque, como agrega Moltmann, la propia teología tiene una gran responsabilidad:
Hacer hoy teología de la cruz implica sobrepasar la preocupación por la salvación personal, preguntando por la liberación del hombre y su nueva relación con la realidad de los inextricables círculos en su sociedad. ¿Quién es el verdadero hombre a la luz del hijo del hombre rechazado y resurgido para la libertad de Dios?
Realizar hoy teología de la cruz significa, por último, tomar en serio a la teología reformada en sus exigencias crítico-reformadoras, haciendo que sobrepasen la crítica a la iglesia para convertirse en crítica a la sociedad. ¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina por encima de muchos cadáveres?[14]
Y decimos esto, ahora, desde un país que, como nunca antes, enfrenta el golpe brutal de una espiral de violencia que no parece someterse ante nada. Estamos, literalmente, sometidos al imperio de la violencia sin visos de encontrar respuesta y tenemos ante nosotros la “ruta espiritual de la cruz” como una de las pocas alternativas viables para superarla, pues como escribió Albert Camus:
Cristo vino para resolver dos problemas fundamentales: el mal y la muerte, y ambos son los problemas de la rebelión. Su solución consistió, en primer lugar, en cargar con ellos. El hombre-Dios sufre también, y lo hace pacientemente. El mal como la muerte no le pueden ser imputados totalmente, puesto que también él es destrozado y muere. La noche del Gólgota tiene para la historia de los hombres tanta importancia sólo porque la divinidad en su tiniebla experimenta la angustia de la muerte hasta sus últimas consecuencias, incluyendo toda desesperación, renunciando visiblemente a todos los privilegios tradicionales. Así se explica el Lama sabactani y la duda horripilante de Cristo en la agonía. Esta sería fácil, si fuera soportada por la esperanza eterna. Para que Dios sea un hombre, tiene que desesperar.[15]
Notas
[1] J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana. 2ª ed. Salamanca, Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 41), p. 284.
[2] J. Saramago, El evangelio según Jesucristo. Baracelona, Seix-Barral, 1991, p. 13.
[3] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 435.
[4] A. Sánchez Rebolledo, “Semana Santa”, en La Jornada, 21 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol. “Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitución protege. […] Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación”.
[5] G. Rodríguez, “¡No más viacrucis!”, en La Jornada, 22 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol.
[6] C.H. Dodd, op. cit., pp. 434-435.
[7] J. Sicilia, “Viernes Santo”, en La presencia desierta. Poesía 1982-2004. México, FCE, 2004, p. 86.
[8] Ibid., p. 87.
[9] Ibid., p. 88.
[10] H.U. von Balthasar, El momento del testimonio cristiano, cit. por Hesiquio Bencomo Tervizo, “La Pasión (II)”, en El Diario, Ciudad Juárez, 16 de abril de 2011, www.diario.com.mx/notas.php?f=2011/04/16&id=ce5c7a9692309a462c1fb4ee23c22f09.
[11] J. Moltmann, op. cit., p. 283, n. 16.
[12] Ibid., p. 9.
[13] Ibid., p. 296.
[14] Ibid., p. 13.
[15] Cit. por J. Moltmann, op. cit., p. 318.
[2] J. Saramago, El evangelio según Jesucristo. Baracelona, Seix-Barral, 1991, p. 13.
[3] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 435.
[4] A. Sánchez Rebolledo, “Semana Santa”, en La Jornada, 21 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol. “Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitución protege. […] Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación”.
[5] G. Rodríguez, “¡No más viacrucis!”, en La Jornada, 22 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol.
[6] C.H. Dodd, op. cit., pp. 434-435.
[7] J. Sicilia, “Viernes Santo”, en La presencia desierta. Poesía 1982-2004. México, FCE, 2004, p. 86.
[8] Ibid., p. 87.
[9] Ibid., p. 88.
[10] H.U. von Balthasar, El momento del testimonio cristiano, cit. por Hesiquio Bencomo Tervizo, “La Pasión (II)”, en El Diario, Ciudad Juárez, 16 de abril de 2011, www.diario.com.mx/notas.php?f=2011/04/16&id=ce5c7a9692309a462c1fb4ee23c22f09.
[11] J. Moltmann, op. cit., p. 283, n. 16.
[12] Ibid., p. 9.
[13] Ibid., p. 296.
[14] Ibid., p. 13.
[15] Cit. por J. Moltmann, op. cit., p. 318.
No hay comentarios:
Publicar un comentario