POR
PRIMERA VEZ, UNA MUJER ELECTA COMO PRESIDENTA
EN LA IGLESIA EVANGÉLICA NACIONAL PRESBITERIANA DE GUATEMALA
Azucena
Rosal
ALC Noticias, 28 de febrero de 2013
La recién pasada Asamblea Plenaria del
Presbiterio Central de la Iglesia Evangélica Nacional Presbiteriana, reunida 23
y 24 de febrero 2013, trae vientos de esperanza y justicia en la búsqueda de
ser una comunidad fiel a los principios del evangelio del Reino de Dios.
En la renovación del liderazgo del Comité Ejecutivo, resultó electa, por
primera vez una mujer. Se trata de la Presbítera Gobernante Esther Polo de
Sánchez, con mucha experiencia dentro de la iglesia nacional y en su
congregación local la Primera Iglesia Presbiteriana de Antigua Guatemala
(recién fundada en el mes de octubre del 2012).
Han sido llamadas a conformar el Comité Ejecutivo las Presbíteras
Gobernantes: Consuelo de Molina, de la iglesia El Mesías; Ruth Ixcot de la
iglesia Eben-Ezer y actual moderadora de la Unión Femenil Presbiterial del
Centro y Bessie Orozco de la iglesia Central. Ofició el acto de instalación el
PD Baudilio Recinos.
En la misma Asamblea, se acordó la fecha de ordenación e instalación
como Ministra de la Palabra y los Sacramentos de la hasta ahora Licenciada
Predicadora Azucena Rosal, en la iglesia Peniel, siendo la primera mujer
ordenada a éste ministerio en la historia del Presbiterio Central. La iglesia
crece como manifestación de la buena voluntad de Dios cuando son tomadas en cuenta
todas las personas que Dios, en su amor ha llamado.
Foto: Aparecen
de izquierda a derecho, los/as integrantes del Comité Ejecutivo del Presbiterio
Central de la IENP: PD Óscar Flores y Ramiro Bolaños, PG Ruth Ixcot y Consuelo
de Molina, PD Julio Paz, PG Esther Polo de Sánchez (moderadora) y Bessie
Orozco, PD Ovidio Magaña y Tito Calderón.
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EL
HOMBRE QUE ESTORBABA
Mario
Vargas Llosa
El País, 24 de febrero de 2013
No sé por qué ha
sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI; aunque excepcional, no era
imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como extraviado en medio de esas
multitudes en las que su función lo obligaba a sumergirse, haciendo esfuerzos
sobrehumanos para parecer el protagonista de esos espectáculos obviamente
írritos a su temperamento y vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo
II, que se movía como pez en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos
que congrega el Papa en todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía totalmente
ajeno a esos fastos gregarios que constituyen tareas imprescindibles del
Pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor su resistencia a aceptar la
silla de San Pedro que le fue impuesta por el cónclave hace ocho años y a la
que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo abandonan el poder absoluto, con la
facilidad con que él acaba de hacerlo, aquellas rarezas que, en vez de
codiciarlo, desprecian el poder.
No era un hombre carismático ni de tribuna, como Karol
Wojtyla, el Papa polaco. Era un hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión
y de estudio, seguramente uno de los Pontífices más inteligentes y cultos que
ha tenido en toda su historia la Iglesia católica. En una época en que las
ideas y las razones importan mucho menos que las imágenes y los gestos, Joseph
Ratzinger era ya un anacronismo, pues pertenecía a lo más conspicuo de una
especie en extinción: el intelectual. Reflexionaba con hondura y originalidad,
apoyado en una enorme información teológica, filosófica, histórica y literaria,
adquirida en la decena de lenguas clásicas y modernas que dominaba, entre ellas
el latín, el griego y el hebreo.
Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia
cristiana pero con un criterio muy amplio, sus libros y encíclicas desbordaban
a menudo lo estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones
sobre los problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que
lectores no creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido—
turbación. Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su pequeña
autobiografía y sus tres encíclicas —sobre todo la segunda, Spe Salvi, de 2007,
dedicada a analizar la naturaleza bifronte de la ciencia que puede enriquecer
de manera extraordinaria la vida humana pero también destruirla y degradarla—,
tienen un vigor dialéctico y una elegancia expositiva que destacan nítidamente
entre los textos convencionales y redundantes, escritos para convencidos, que
suele producir el Vaticano desde hace mucho tiempo.
A Benedicto XVI le ha tocado uno de los períodos más
difíciles que ha enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de
historia. La secularización de la sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo
en Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos decenios.
Este proceso se ha agravado con los grandes escándalos de pedofilia en que
están comprometidos centenares de sacerdotes católicos y a los que parte de la
jerarquía protegió o trató de ocultar y que siguen revelándose por doquier, así
como con las acusaciones de blanqueo de capitales y de corrupción que afectan
al banco del Vaticano.
El robo de documentos perpetrado por Paolo Gabriele,
el propio mayordomo y hombre de confianza del Papa, sacó a la luz las luchas
despiadadas, las intrigas y turbios enredos de facciones y dignatarios en el
seno de la curia de Roma enemistados por razón del poder. Nadie puede negar que
Benedicto XVI trató de responder a estos descomunales desafíos con valentía y
decisión, aunque sin éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y
la inteligencia no son suficientes para orientarse en el dédalo de la política
terrenal, y enfrentar el maquiavelismo de los intereses creados y los poderes
fácticos en el seno de la Iglesia, otra de las enseñanzas que han sacado a la
luz esos ocho años de pontificado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Osservatore Romano describió como “un
pastor rodeado por lobos”.
Pero hay que reconocer que gracias a él por fin
recibió un castigo oficial en el seno de la Iglesia el reverendo Marcial Maciel
Degollado, el mejicano de prontuario satánico, y fue declarada en
reorganización la congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta
entonces había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana.
Benedicto XVI fue el primer Papa en pedir perdón por los abusos sexuales en
colegios y seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de víctimas y en
convocar la primera conferencia eclesiástica dedicada a recibir el testimonio
de los propios vejados y de establecer normas y reglamentos que evitaran la
repetición en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es cierto que
nada de esto ha sido suficiente para borrar el desprestigio que ello ha traído
a la institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales
de que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los
esfuerzos de las autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o
disimular las fechorías de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y
castigarlas.
Tampoco parecen haber tenido mucho éxito los esfuerzos
de Benedicto XVI por poner fin a las acusaciones de blanqueo de capitales y
tráficos delictuosos del banco del Vaticano. La expulsión del presidente de la
institución, Ettore Gotti Tedeschi, cercano al Opus Dei y protegido del
cardenal Tarcisio Bertone, por “irregularidades de su gestión”, promovida por
el Papa, así como su reemplazo por el barón Ernst von Freyberg, ocurren
demasiado tarde para atajar los procesos judiciales y las investigaciones
policiales en marcha relacionadas, al parecer, con operaciones mercantiles ilícitas
y tráficos que ascenderían a astronómicas cantidades de dinero, asunto que sólo
puede seguir erosionando la imagen pública de la Iglesia y confirmando que en
su seno lo terrenal prevalece a veces sobre lo espiritual y en el sentido más
innoble de la palabra.
Joseph Ratzinger había pertenecido al sector más bien
progresista de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II, en el que fue asesor
del cardenal Frings y donde defendió la necesidad de un “debate abierto” sobre
todos los temas, pero luego se fue alineando cada vez más con el ala
conservadora, y como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) fue un adversario resuelto de la
Teología de la Liberación y de toda forma de concesión en temas como la
ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio homosexual e, incluso, el uso
de preservativos que, en algún momento de su pasado, había llegado a considerar
admisible.
Esto, desde luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo en
que se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran tontas ni
superficiales y quienes las rechazamos, tenemos que tratar de entenderlas por
extemporáneas que nos parezcan. Estaba convencido que si la Iglesia católica
comenzaba abriéndose a las reformas de la modernidad su desintegración sería
irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía
y dislocación internas capaz de transformarla en un archipiélago de sectas
enfrentadas unas con otras, algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas
circenses, con las que el catolicismo compite cada vez más –y no con mucho éxito—
en los sectores más deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única forma de
impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual, teológico y
artístico fecundado por el cristianismo se desbaratara en un aquelarre
revisionista y una feria de disputas ideológicas, era preservando el
denominador común de la tradición y del dogma, aun si ello significaba que la
familia católica se fuera reduciendo y marginando cada vez más en un mundo
devastado por el materialismo, la codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema es
algo que, claro está, corresponde sólo a los católicos. Pero los no creyentes
haríamos mal en festejar como una victoria del progreso y la libertad el
fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo representaba
la tradición conservadora de la Iglesia, sino, también, su mejor herencia: la
de la alta y revolucionaria cultura clásica y renacentista que, no lo
olvidemos, la Iglesia preservó y difundió a través de sus conventos,
bibliotecas y seminarios, aquella cultura que impregnó al mundo entero con
ideas, formas y costumbres que acabaron con la esclavitud y, tomando distancia
con Roma, hicieron posibles las nociones de igualdad, solidaridad, derechos
humanos, libertad, democracia, e impulsaron decisivamente el desarrollo del
pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar con la barbarie
e impulsar la civilización.
La decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto
en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia que
parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor primordial de
su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con
todo lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y
vocación por la cultura y las ideas.
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