28 de marzo, 2013
Entre tanto, Pedro estaba abajo, en el patio de la casa.
Llegó una criada del sumo sacerdote y, al ver a Pedro calentándose junto al
fuego, lo miró atentamente y dijo: —Oye, tú también estabas con Jesús, el de
Nazaret. Pedro lo negó, diciendo: —Ni sé quién es ese ni de qué estás hablando.
Y salió al vestíbulo. Entonces cantó un gallo. La criada lo volvió a ver y dijo
de nuevo a los que estaban allí: —Este es uno de ellos. Pedro lo negó otra vez.
Poco después, algunos de los presentes insistieron dirigiéndose a Pedro: —No
cabe duda de que tú eres de los suyos, pues eres galileo. Entonces él comenzó a
jurar y perjurar: —¡No sé quién es ese hombre del que ustedes hablan!
Marcos 14.66-71
La noche
previa al martirio de Jesús, la experiencia espiritual de Pedro, el discípulo,
atravesó por uno de los momentos cruciales, pues ante la exigencia de dar
testimonio de los avances de su seguimiento, retrocedió hasta el punto de
desconocer todo lo que había vivido y aprendido. La reconstrucción de los
sucesos para armar un panorama completo requiere consultar varios de los
evangelios. Ante el arresto de Jesús, el Cuarto Evangelio (Jn 18.10-11) es el
único en identificarlo como quien reaccionó violentamente y trató de influir,
una vez más, en el destino de su maestro. La reprensión de éste fue en el mismo
sentido que la de Mateo 16.23 cuando lo acusó de tratar de impedir los
propósitos divinos: “Envaina la espada. ¿Es que no he de beber esta copa de
amargura que el Padre me ha destinado?” (Jn 18.11b). En esta ocasión, es muy
claro que la violencia que utiliza no coincide, primero con lo que había
aprendido, y segundo, responde más bien a la violencia de los soldados que
llegan por Jesús y no a las enseñanzas que había recibido en relación con la
forma en que se introduciría el Reino de Dios al mundo. Mateo agrega que Jesús
tiene que conminarlo a abandonar la violencia física: “¿Acaso piensas que no
puedo pedir ayuda a mi Padre, y que él me enviaría ahora mismo más de doce
legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las Escrituras según
las cuales las cosas tienen que suceder así?” (Mt 26.53-54). No había bastado
la enseñanza del gran discurso del cap. 17 y la ceremonia eucarística para
fortalecer su fe y ponerla a la altura de las circunstancias. “Juan ha
demostrado ya el poder de Jesús para cambiar el curso de los acontecimientos;
ahora Jesús ordena a Pedro deponer la espada y alude a la necesidad de beber
del “cáliz” que el Padre le ha destinado”.[1] Pero esta falta de comprensión de los designios de Dios no
será nada al lado de su negación explícita que viene después.
En el momento de la dispersión de los seguidores/as de Jesús
(Mr 14.50 es lapidario: “Y todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”),
cuando es él quien va al encuentro de sus perseguidores, tomando el control de
la situación, las cosas cambiaban diametralmente, pues ya no habría un líder
visible que pudiera poner orden y dictar el rumbo del grupo. Antes de ser
aprehendido Jesús responde con el mesiánico “Yo soy”, con lo que los soldados
caen al suelo (Jn 18.6). Luego intercede por ellos y pide que los dejen ir para
cumplir la profecía de que a todos los había cuidado. Pedro asume una postura
completamente distinta ante el riesgo en que ponía su propia vida. Quería estar
cerca de Jesús, pero ya no necesariamente iba a compartir su destino, que no es
lo mismo. Hasta el momento, había compartido instantes, situaciones, enseñanzas
básicas sobre los planes de Dios en la obra de Jesús, pero habían llegado los
momentos definitorios, la Pasión del mesías Jesús en el acto de la entrega
completa. Eso resultó demasiado para Pedro, pero aun así tuvo que afrontar la
pregunta y la mofa por haber sido de uno de sus seguidores: “Tú estabas con
él”, “Él es uno de ellos”, “No cabe duda de que eres de los suyos”, fueron las
expresiones ante las cuales él niega rotundamente ser lo que era. Es su hora
más amarga, sin duda alguna.
En el contexto de persecución propio de la comunidad
joánica, la negación de Pedro se interpretaba como una advertencia y una
exhortación a la fidelidad. […] La negación de Pedro es más dramática en Juan
que en los sinópticos. Juan no presenta a Pedro como un discípulo asustado que
sigue de lejos a Jesús para saber qué le ocurre mientras que los demás sólo
piensan en huir. Tampoco nos indica que la vida de Pedro corra ninguno peligro
en caso de responder la verdad. […]
De forma irónica, uno de los que
debería estar más preparado para “dar testimonio” del “bien” que Jesús ha
obrado, continuará negando cualquier relación con él (Ibid., pp. 580-581).
El
cuarto evangelio lleva el dramatismo al límite, pues intercala el relato de la
tortura de Jesús y lo hace simultáneo con la tristemente anunciada triple
negación, atestiguada unánimemente en los cuatro evangelios (Mr 14.27-31; Mt
26.31-35; Lc 22-31-34; Jn 13.36-38). El remate de Juan es sumamente intenso: “Pero
uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro cortó la
oreja, le replicó: —¿Cómo que no? ¡Yo mismo te vi en el huerto con él! Pedro
volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó un gallo” (Jn 18.26-27). ¡Esa otra
persona lo había visto la misma noche en el huerto y aun así lo negó! La fuerza
del relato es cortada abruptamente por lo que viene después. Marcos (y los
demás sinópticos lo siguen) dice que Pedro se echó a llorar (Mr 14.72c), y
Mateo y Lucas agregan: “amargamente” (Mt 26.75c; Lc 22.62).
La
actuación del futuro apóstol pone en juego varias realidades fundamentales, y una
consecuencia de las demás: la comunión como resultado del seguimiento, a lo que
debía continuar la fidelidad, la cual en este momento no se realizaría. Pedro,
al igual que cualquier creyente, llega a una hora suprema en que debe dar fe de
su verdadera fidelidad en medio de circunstancias poco propicias, pero
definitorias. Al salir mal librado, su vocación de discípulo no desapareció y
habría tiempo para ser reivindicado, con todo y que su imagen quedó bastante
maltrecha. Pero eso no fue impedimento para retomar el seguimiento y el
compromiso, porque a momentos como éste le debe seguir un buen periodo de
reflexión y de recuperación de la esperanza.
[1] P. Perkins, “Evangelio de Juan”, en R.E.
Brown, J.A. Fitzmyer y R.E. Murphy, eds., Nuevo
comentario bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella,
Navarra, 2004, p.
580.
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