CONCENTRAN
OCHO ENTIDADES 61% DE LOS FEMINICIDIOS
QUE SE COMETEN
Fabiola
Martínez
La Jornada, 8 de marzo de 2013
Edomex, Chihuahua, Distrito Federal,
Guerrero, Baja California, Michoacán y Veracruz presentan alto número de casos,
que siguen al alza en sus formas más crueles y dolorosas.
En México, los
feminicidios siguen al alza en sus formas más crueles y dolorosas. Ocho
entidades, encabezadas por el estado de México, concentran 61 por ciento de los
homicidios de mujeres por causa de género.
En el interior de
este grupo (Estado de México, Chihuahua, Distrito Federal, Guerrero, Baja
California, Jalisco, Michoacán y Veracruz), varios de sus municipios tienen el
mayor número de casos, es decir, zonas que están significativamente por arriba
del promedio nacional. Sin embargo, alerta la Secretaría de Gobernación, los
crímenes cometidos contra las mujeres –acrecentados por la violencia social de
la década reciente– se expanden de modo preocupante en un esquema de contagio
que afecta zonas que hace una década no tenían esta situación.
Lo anterior se
desprende del Estudio nacional sobre todas las fuentes, orígenes y factores que
producen y reproducen la violencia contra las mujeres —presentado en noviembre
pasado—, así como de las proyecciones de los funcionarios encargados de atajar
esta problemática.
“En 2012 hubo una
réplica similar a 2011 (de feminicidios) y ahora va la misma tendencia al alza
(…) De lo más valioso que arroja el estudio es advertir acerca de este repunte
terrible (homicidios por causas de género)”, advirtió Dilcya García Espinoza de
los Monteros, comisionada nacional para prevenir y erradicar la violencia
contra las mujeres.
El problema persiste
y, además, está inserto en lo más profundo de nuestra cultura. Lo tenemos que
atender a partir del combate a la impunidad, pero también mediante prevención,
clave de la erradicación, y no en las cadenas perpetuas o en la pena de muerte
para los agresores, dijo en entrevista.
Aunque en algunas
entidades, como Baja California, las autoridades no tienen claridad en cuanto a
las subidas y bajadas de los homicidios contra mujeres (en determinados meses
los feminicidios suben y de pronto desaparecen), lo más preocupante es el
factor contagio.
El Estado de México
tiene 20 por ciento de los feminicidios que se cometen en el país; en el
interior de la entidad están a tres ayuntamientos: Ecatepec (12.4 por ciento de
los casos), Nezhualcóyotl (7.6) y Toluca (5.2). La segunda entidad más violenta
en esta lista es Chihuahua con 9.44 de las muertes; la mayoría de los ataques
son reportados en Ciudad Juárez, seguido de Distrito Federal (8.35), con el
fenómeno concentrado en las delegaciones Izatapalapa y Gustavo A. Madero.
En Baja California,
el foco rojo es Tijuana; en Guerrero, Acapulco; para Jalisco, Guadalajara y
Zapopan; Michoacán, Morelia y Lázaro Cárdenas; Oaxaca, su capital, y Veracruz,
el puerto. En cuanto al contagio persiste la problemática en 12 puntos,
identificados como hot spots, ubicados en igual número de entidades, donde los
municipios contiguos a los focos rojos empiezan a registrar una tasa de
crecimiento de homicidios.
La funcionaria,
encargada en este tema de la coordinación y operación política entre gobierno
federal y estatales, señala que esta proclividad al contagio ha provocado que
el estado de México continúe a la cabeza de la lista de feminicidios. Entonces,
añadió, empieza a subir la mancha de la violencia en estos municipios. Se ha
demostrado –dijo– que el gobierno tiene un año para trabajar en las áreas
recién afectadas, porque de lo contrario el problema escala a una situación más
crítica.
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¿UNA
“PRIMAVERA VATICANA”?
Hans
Küng
El País, 1 de marzo de 2013
La primavera
árabe sacudió toda una serie de regímenes autoritarios. Ahora que ha
dimitido el papa Benedicto XVI, ¿será posible que ocurra algo similar en la
Iglesia católica, una primavera vaticana?
Por supuesto, el sistema de la Iglesia católica, más
que a Túnez o Egipto, se parece a una monarquía absoluta como Arabia Saudí. En
ambos casos, no se han hecho auténticas reformas, sino concesiones sin
importancia. En ambos casos, se invoca la tradición para oponerse a la reforma.
En Arabia Saudí, la tradición solo se remonta a 200 años atrás; en el caso del
papado, a 20 siglos. Ahora bien, ¿es cierta esa tradición? En realidad, la
Iglesia vivió durante un milenio sin un papado de tipo monárquico absolutista
como el que conocemos.
Fue a partir del siglo XI cuando una “revolución desde
arriba”, la “reforma gregoriana” iniciada por el papa Gregorio VII, nos legó
las tres características históricas del sistema de Roma: un papado centralista
y absolutista, un clericalismo forzoso y la obligación del celibato para los
sacerdotes y otros clérigos seglares.
Los esfuerzos de los concilios reformistas del siglo
XV, los reformadores del siglo XVI, la Ilustración francesa en los siglos XVII
y XVIII y el liberalismo del siglo XIX tuvieron éxito solo en parte. Incluso el
Concilio Vaticano II, de 1962 a 1965, a pesar de abordar muchas preocupaciones
de los reformadores y los críticos modernos, se vio obstaculizado por la curia,
el órgano rector de la Iglesia, y no logró poner en práctica más que parte de
los cambios exigidos.
Hoy, la curia, que también es un producto del siglo
XI, sigue siendo el principal obstáculo para cualquier reforma de fondo de la
Iglesia católica, cualquier acuerdo ecuménico con las demás iglesias cristianas
y religiones mundiales y cualquier actitud crítica y constructiva frente al
mundo moderno. Con los dos últimos papas, Juan Pablo II
y Benedicto XVI, se ha producido un fatal regreso a los viejos hábitos
monárquicos de la Iglesia.
En 2005, en una de sus escasas muestras de audacia,
Benedicto mantuvo una amigable conversación de cuatro horas conmigo en su
residencia de verano, en Castelgandolfo, cerca de Roma. Yo había sido colega
suyo en la Universidad de Tubinga y también su crítico más feroz. Durante 22
años, después de que criticara la infalibilidad del Papa y me retirasen la
autorización eclesiástica para dar clase, no habíamos tenido el menor contacto
privado.
Antes del encuentro, decidimos dejar de lado nuestras
diferencias y hablar de temas sobre los que podíamos estar de acuerdo: la
relación positiva entre la fe cristiana y la ciencia, el diálogo entre
religiones y civilizaciones y el consenso ético entre fes e ideologías. Para
mí, y para todo el mundo católico, la entrevista fue una señal de esperanza.
Pero, por desgracia, el pontificado de Benedicto estuvo marcado por crisis y
malas decisiones. Logró irritar a las iglesias protestantes, los judíos, los
musulmanes, los indios de Latinoamérica, las mujeres, los teólogos reformistas
y todos los católicos partidarios de las reformas.
Los mayores escándalos de su papado son conocidos:
para empezar, el hecho de que Benedicto reconociera a la archiconservadora
Sociedad de San Pío X del arzobispo Marcel Lefebvre, que se opone de manera
rotunda al Concilio Vaticano II, y a un personaje que niega el Holocausto, el
obispo Richard Williamson.
Luego estuvo la inmensa ola de abusos sexuales a
menores por parte de sacerdotes, que el Papa ayudó en gran parte a encubrir
cuando era el cardenal Joseph Ratzinger. Y después el caso Vatileaks,
que reveló un espantoso número de intrigas, luchas de poder, corrupción y
deslices sexuales en la curia, y que parece ser una de las principales razones
por las que Benedicto ha decidido abandonar.
Esta primera dimisión de un papa en casi 700 años deja
al descubierto la crisis fundamental que se cierne sobre una Iglesia
anquilosada. Y ahora, todo el mundo se pregunta: ¿Será posible que el próximo
Papa, a pesar de todo, inaugure una nueva primavera para la Iglesia católica?
No se pueden ignorar las desesperadas necesidades de la Iglesia. Existe una
desastrosa escasez de sacerdotes, en Europa, Latinoamérica y África. Son
muchísimas las personas que han dejado la Iglesia o han emprendido una
“emigración interna”, sobre todo en los países industrializados. Ha habido una
inequívoca pérdida de respeto hacia obispos y sacerdotes, el distanciamiento, en
particular, de las mujeres jóvenes, y la incapacidad de incorporar a los
jóvenes a la Iglesia.
No debemos dejarnos engañar por el poder mediático de
los grandes acontecimientos papales de masas ni por los aplausos enloquecidos
de los grupos juveniles católicos. Detrás de la fachada, la casa está
viniéndose abajo.
En esta dramática situación, la Iglesia necesita un
Papa que no viva desde el punto de vista intelectual en la Edad Media, que no
defienda ningún tipo de teología, liturgia ni constitución eclesiástica propias
de la época medieval. Necesita un Papa abierto a las preocupaciones de la
reforma, a la modernidad. Un Papa que defienda la libertad de la Iglesia en el
mundo no solo mediante sermones sino luchando con hechos y palabras por la
libertad y los derechos humanos dentro de la Iglesia, por los teólogos, por las
mujeres, por todos los católicos que desean decir la verdad abiertamente. Un
Papa que no siga obligando a los obispos a obedecer una línea oficial
reaccionaria, que ponga en práctica una democracia apropiada dentro de la
Iglesia, construida según el modelo del cristianismo primitivo. Un Papa que no
se deje influir por ningún otro “Papa en la sombra” del Vaticano como Benedicto
y sus leales seguidores.
La procedencia del nuevo Papa no debería ser un factor
crucial. El Colegio Cardenalicio debe elegir al mejor, sin más. Por desgracia,
desde la época del papa Juan Pablo II, se emplea un cuestionario para hacer que
todos los obispos sigan la doctrina oficial de Roma en los asuntos polémicos, un
proceso sellado por el voto de obediencia incondicional al Papa. Por eso, hasta
ahora, no ha habido disidentes públicos entre los obispos.
Sin embargo, la jerarquía católica ha recibido
advertencias sobre la brecha existente entre ella y los seglares en asuntos
importantes relacionados con posibles reformas. Una encuesta reciente en
Alemania muestra que el 85% de los católicos son partidarios de dejar que los
curas se casen, el 79%, de que los divorciados puedan volver a casarse por la
Iglesia, y el 75%, de que las mujeres puedan ordenarse. Probablemente, las
cifras serían similares en muchos otros países.
¿Será posible que tengamos un cardenal o un obispo que
no esté dispuesto a seguir por la misma senda trillada de siempre? ¿Alguien que
sepa lo profunda que es la crisis de la Iglesia y conozca vías para salir de
ella? Estas preguntas deben discutirse abiertamente, antes del cónclave y
durante él, sin que nadie amordace a los cardenales, como se hizo en 2005 para
que se atuvieran a las directrices.
Soy el último teólogo en activo de los que participó
en el Concilio Vaticano II (junto con Benedicto) y, como tal, me pregunto si no
será posible que haya al comienzo del cónclave, igual que hubo al comienzo del
Concilio, un grupo de cardenales valientes que se enfrenten a los miembros más
inflexibles de la jerarquía católica y exijan un candidato dispuesto a
aventurarse en nuevas direcciones. ¿Tal vez a través de un nuevo concilio
reformista o, mejor aún, una asamblea representativa de obispos, sacerdotes y
seglares?
Si el próximo cónclave elige a un Papa que vuelva a lo
de siempre, la Iglesia nunca experimentará una nueva primavera, sino que caerá
en una edad de hielo y correrá el peligro de encogerse hasta convertirse en una
secta cada vez más irrelevante.
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