domingo, 24 de marzo de 2013

Pedro celebra (y acompaña) la entrada de Jesús a Jerusalén, L. Cervantes-O.


24 de marzo, 2013

Y los que iban delante y los que iban detrás gritaban: —¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Gloria al Dios Altísimo!
Marcos 11.9-10

De entre los varios momentos en los que el antiguo pescador Simón Pedro, hijo de Jonás y seguidor de Jesús por elección propia, fue testigo de exaltaciones y legitimaciones de su maestro, la entrada a Jerusalén para celebrar la Pascua es quizá la más comprometedora. Mientras que en las demás (el bautismo, la tormenta en el mar, la transfiguración, la afirmación de su mesianismo) solamente tuvo que ser un observador pasivo, en la llegada a la capital de Israel su participación tuvo que ser más activa, y esto en varios sentidos. En primer lugar, esa entrada era el resultado de una trayectoria espiritual que había iniciado con la respuesta afirmativa al llamado que recibió para unirse al grupo de seguidores/as de Jesús y a la constancia que demostró durante ese tiempo. En segundo lugar, esa pertenencia le había granjeado la confianza del Señor, a pesar de algunas muestras de inseguridad, por lo que en esta ocasión recibe, junto con otros discípulos, el encargo de preparar la llegada a la ciudad y de preparar la Pascua. Finalmente, se trata de una de las etapas del peregrinaje espiritual de quien llegaría a ser apóstol de la Iglesia de Jesucristo y uno de los autores del Nuevo Testamento.
La transformación de este pescador galileo en una figura central para el desarrollo del cristianismo es notable por el tiempo tan reducido que se considera para lo que sería su “formación”, “capacitación” o “discipulado”, como suele decirse. El episodio de Marcos 11 es ejemplar pues, a diferencia de otras ocasiones en que se menciona explícitamente a quiénes encarga Jesús alguna tarea, en este caso solamente se señala que la encomienda la recibieron dos de los discípulos (v. 1b), con lo que el primer relato del suceso (y los siguientes en los tres evangelios, hay que decirlo) no hace distinciones a posteriori ni impone jerarquías o rangos. En otras palabras, Pedro sigue ocupando un lugar en medio del pueblo y su participación en este momento tan significativo en el que Jesús “toma” la ciudad es parte de un proyecto de Iglesia popular, comunitaria, y sobre todo, ligada al plan supremo de Dios: establecer su Reino en el mundo.
Por lo anterior, es muy importante subrayar que la celebración popular, la romería con que se recibe a Jesús, es una fiesta que anticipa la venida del Reino al mundo y es una muestra de éste, porque con toda libertad el pueblo expresa sus preferencias por el tipo de líder o dirigente que anhela, esto es, alguien venido directamente de Dios y que verdaderamente surge de la entraña social sin fingimientos ni obsesiones por el acceso al poder. También es importante destacar que las palabras mismas de la celebración, expresadas como consigna política y espiritual al mismo tiempo, ciertamente aluden a la persona (“¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, v. 9b), en un “culto a la personalidad” casi inevitable, pero no se quedan ahí, porque se proyectan hacia la comprensión de un proceso más amplio que acompaña la figura de Jesús, por supuesto, pero que también orienta la visión del pueblo hacia una definición más clara sobre los propósitos divinos. La frase. “¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene!” (v. 10b) se quedó sin una respuesta inmediata por parte del poder real (Roma) y fáctico (Sanedrín), como estrategia política, aunque ya se fraguaba el arresto, la represión y la muerte del profeta venido de Nazaret.
El discípulo y futuro apóstol Pedro formaba parte del pueblo en esta oportunidad, pues al compartir las esperanzas mesiánicas manifestadas en el tumulto de recibimiento, también estaba aprendiendo y probando la intensidad con que éstas se hacían visibles, a pesar del sometimiento al imperio extranjero. Los deseos y anhelos acumulados durante tanto tiempo, explotaban ahora ante los ojos de los legionarios romanos, que esperaban su turno para imponer el orden autoritario y criminal en la persona del dirigente visible que por fin salía de la clandestinidad para afrontar un destino no por previsible menos cruento. La fuerza de la obra de Jesús, su trasfondo colectivo y el apoyo que había prestado al empoderamiento espiritual y social del pueblo fueron aspectos que inevitablemente lo llevarían a la muerte. Y eso ya lo sabían los discípulos porque Jesús lo anticipó, llegando al extremo, según el Cuarto Evangelio, de advertirles y plantearles la terrible pero realista disyuntiva: se quedan o se van (Jn 6.66-67). En aquella ocasión, es Pedro quien marca una pauta: “¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6.68-69), que es el equivalente a la confesión de fe consignada por Mateo.
Seguir a Jesús le permitió a Pedro estar en la primera línea del compromiso con el Reino de Dios, pero sin ninguna forma de superioridad sobre sus hermanos y compañeros. Estar en medio del pueblo y acompañar la entrada de Jesús a Jerusalén debió producirle un sabor agridulce pues sabía que ya no había retorno en ese camino de martirio y sacrificio. Su fe y su carácter se templarían en esos días en circunstancias sumamente difíciles, pues era el comienzo mismo de la Pasión redentora del Señor y Él estaría cerca de todo ello, a pesar de sus limitaciones, igual que cada uno de nosotros. Celebremos, entonces, y comprometámonos también.

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