Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965): la santidad a prueba de fuego

Debido a problemas de dinero, esta película no pudo rodarse según el plan original, lo que obligó a Buñuel a reducirla considerablemente. Simón debía regresar al desierto y después de morir dos naciones se declararían la guerra para conservar sus reliquias. Otra versión dice que el diablo ocuparía el lugar del anacoreta para descarriar a los fieles. A pesar de estas limitaciones, Buñuel consigue retratar muy bien la oposición entre lo espiritual y lo material, al cuestionar el “oficio de santo”. Su manejo de lo misterioso había aparecido ya en El ángel exterminador (1962), película de título apocalíptico donde expone el encierro y la frustración propios de la burguesía, pero que se presta también para una interpretación teológica. En una larga entrevista, al referirse al retorno de Simón al siglo XX, le sugieren su relación con la secularización, Buñuel señala: “En efecto, hoy lo sagrado cuenta muy poco. Aunque no seamos creyentes, podemos sentir esto como una pérdida. Un pobre hombre católico de la Edad Media sentía que su vida, por dura que fuese…, tenía un sentido, formaba parte de un orden espiritual. Para ese hombre, la voluntad y la mirada de Dios estaba en todas partes. Vivía ‘con Dios’. No era como un huérfano. La fe le daba una fuerza interior tremenda”.
Además, Simón en su aislamiento, representa una suerte de crítica al orden establecido, pues su soledad y su aislamiento lo emparentan en cierto modo con los hippies de los años sesenta. Por ello, no se aferra a convenciones como la propiedad, pues no necesita más que el aire, un poco de agua y algo de lechuga. Su libertad es fascinante y temible.
(LCO)
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