domingo, 26 de julio de 2015

La fe constante y el amor de Dios en las personas y en la iglesia, L. Cervantes-O.

26 de julio, 2015

Nosotros, en cambio, que pertenecemos al día, vivamos sobriamente, armados con la coraza de la fe y del amor y con el casco protector de la esperanza de la salvación.
I Tesalonicenses 5.8, La Palabra (Hispanoamérica)

La primera carta a la comunidad de Tesalónica, ciudad griega de Macedonia, concluye con una exhortación a la fidelidad en la espera continua de la nueva manifestación del Señor Jesucristo, anunciada por él y en la que se basa la esperanza fundamental de las iglesias de todos los tiempos. Semejante fundamento de la fe debía ser para ellos/as el ancla principal de su existencia para sobrevivir en medio de todas las circunstancias porque uno de los puntos esenciales de la carta es la afirmación sobre el contraste que definiría a los creyentes: “Así no estarán tristes como lo están los que carecen de esperanza” (4.13b). Precisamente la esperanza debería caracterizarlos como seguidores de Jesús de Nazaret en el mundo. La gran diferencia entre ellos y sus vecinos y contemporáneos tenía que aflorar en cualquier momento. Esta carta estaba “inspirada por la apocalíptica judaica y por el trasfondo de algunos cultos populares de salvación en Macedonia, y afirmada por la promesa del Crucificado que resucita, levanta su esperanza como espacio de vida frente a las fuerzas de la opresión y la muerte”.[1]

Las primeras palabras del cap. 5 son elocuentes para advertir que la certeza de la fe en la segunda venida ya está afianzada en sus corazones (vv. 1-2) y que, ante cualquier signo exterior que pudiera poner en crisis su esperanza y fe (paradójicamente, la afirmación de que todo marcha maravillosamente, v. 3), la comunidad cuenta con recursos espirituales sólidos para resistir y sobreponerse. La certeza de lo que Dios ha hecho en términos de salvación en el pasado reciente y hará en el futuro es la garantía de que serán sostenidos como comunidad a partir de ese momento.

Efectivamente ¿qué esperanza de sobrevivir, de llegar a imponer su existencia e ideología en el contexto del Imperio Romano tiene este grupo humano —la naciente iglesia cristiana—? ¿qué sentido tienen esta fe, estas luchas, estos padecimientos y hasta la misma muerte para estos artesanos de Tesalónica y para sus hermanos de otras regiones, que no pasan de ser una minúscula fracción social perdida en la poderosa maquinaria del principado romano y frente a la sólida hegemonía de su clase fundamental?[2]

Sólo una fe constante y luminosa, “hermana del día”, podría sostener y consolidar esta comunidad que luchaba contra la corriente dominante de las tinieblas (v. 4). Los hijos/as de Dios pertenecen al imperio de la luz (v. 5) y están vigilantes ante cualquier acechanza de las fuerzas oscuras (v. 6). Nada de lo que hacen corresponde a ellas (v. 7) y su ética individual y social debe ser impecable: “…vivamos sobriamente, armados con la coraza de la fe y del amor y con el casco protector de la esperanza de la salvación” (v. 8). Fe y amor consistentes (la coraza), además de una esperanza a toda prueba en la salvación son los pilares de la existencia cristiana. Ése es el origen de la esperanza en alcanzar plenamente la salvación (el casco protector) obtenida por el Señor (v. 9), quien se entregó totalmente para obtenerla y superar los lazos de la muerte para que en cualquier dimensión los creyentes estén con él (v. 10). El ánimo mutuo y la praxis solidaria de fe proceden de todo ello (v. 11) y en ellos basa la iglesia todas sus posibilidades de sobrevivencia.



[1] Néstor Míguez, “Para no quedar sin esperanza. La apocalíptica de Pablo en 1 Ts como lenguaje de esperanza”, en RIBLA, núm. 7, www.claiweb.org/ribla/ribla7/para%20no%20quedar%20sin%20esperanza.htm.
[2] Idem.

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