24 de abril, 2016
Yo, por
mi parte,
pondré mi confianza en Dios.
Él es mi salvador,
y sé que habrá de escucharme.
Miqueas
7.7, TLA
La
afirmación de la confianza en la fortaleza proveniente de Dios atraviesa la
Biblia en todos sus matices, formas y manifestaciones. La certeza de que el
Dios de la alianza acompañaba a su pueblo para dotarlo de fuerza se expresó de
múltiples maneras para transmitir a las generaciones futuras esa confianza en
medio de condiciones adversas y críticas. La variedad de expresiones se
manifiesta en que cada creyente, al persistir en esa confianza, acude a las
enseñanzas de un pasado cierto y preciso en el que Dios nunca ha dejado de
sostener a su pueblo, a pesar de que los signos de los tiempos sean tan
ominosos, como lo percibió tan intensamente Miqueas en el siglo VIII antes de Cristo,
y señaló arduamente las características del momento.
El profeta rural, defensor de los campesinos de Israel, mira a su
alrededor y encuentra un ambiente viciado en todas las relaciones humanas. A
partir de ello, hace un recuento minucioso y desencantado, pues su propia
situación es complicada: “Yo, Miqueas,
soy un miserable,/ y quisiera calmar mi apetito./ Ando en busca de uvas o
higos,/ pero no encuentro nada que comer;/ ya todo lo han cosechado” (7-1). Casi
un pepenador, el siervo de Yahvé vive en carne propia la miseria que golpea a
buena parte del pueblo. El contexto es éticamente cuestionable, como en los
tiempos de Abraham, la piedad brilla por su ausencia y cada cual planea dañar a
los demás: “Ya no hay en este mundo/ gente buena y que ame a Dios;/ unos a
otros se hacen daño./ Sólo esperan el momento/ de matarse unos a otros” (7.2). De
los gobernantes e impartidores de justicia no se puede esperar gran cosa, pues
también se han corrompido: “Los gobernantes y los jueces/ exigen dinero para
favorecer a los ricos./ Los poderosos dicen lo que quieren/ y siempre actúan
con falsedad./ ¡Son unos maestros para hacer lo malo! (7.3). La maldad y la hipocresía
han llegado a grados extremos: “¡El más bueno y honrado de ellos/ es peor que
una mata de espinos!” (7.4a). Pero en medio de todo, el profeta abriga una
esperanza y vislumbra la salida puesto que Dios lo ha anunciado: “Pero ya está
cerca el día/ en que Dios los castigará,/ tal como lo anunciaron los profetas./
¡Ese día no sabrán qué hacer!” (7.4b). ¡El mundo que habita Miqueas está
devastado por sus gobernantes! Ya antes lo había señalado sin medias tintas en
3.3: “Maltratan mucho a mi pueblo; se lo están comiendo vivo”: “El autor es
pesimista, pero no tonto. Afirma que el caos social es provocado especialmente
por los que tienen el dinero y el poder. Los únicos responsables que menciona expresamente
son los oficiales reales (śar) y los
jueces (šopet), acusándolos de
codicia y corrupción. Junto a ellos, los poderosos (gadôl) muestran sus ambiciones”.[1]
Estas observaciones y quejas, como tales, no
resuelven nada por sí solas, pero tampoco son expuestas para eso; funcionan,
más bien, como parte del proyecto profético doble y permanente: denunciar la justicia, anunciar la esperanza y ofrecer alternativas de resistencia. Pero
el dilema actual está claro: “Lo importante es pensar si, cuando nos lamentamos
por el caos social (cosa que hacen tantos en nuestra época), seguimos el
criterio de la nobleza egipcia o el de los profetas de Israel”.[2] La advertencia inicial se
centra en no confiar en las palabras interesadas de nadie, en desconfiar crítica
y responsablemente de un discurso que persista en seguirlos engañando con
falsas promesas, nunca ausentes de procesos similares: “Por eso, no confíen en
nadie/ ni crean en lo que otros les digan” (7.5). Es un tiempo muy propicio
para los falsos profetas que extravían al pueblo (3.5-7) y que resisten al
verdadero mensajero divino que de cualquier manera se hace presente (3.8). Hasta
deberían tener cuidado al hablar, pues incluso el ambiente familiar refleja la
situación social tan crítica y urgente como parte de la descomposición a que se
ha llegado: “Tengan cuidado de lo que hablan,/ porque los hijos y las hijas/ no
respetan a sus padres,/ las nueras desprecian a sus suegras,/ y nuestros peores
enemigos/ los tenemos en la familia./ ¡Por eso no confíen en nadie,/ ni en su
propia esposa!” (7.5b-6).
El oráculo precedente dejó claro que no hay
derecho ni justicia. Éste confirma que no hay lealtad entre los hombres. Y lo
hace con profunda amargura, detectándolo en todos los niveles y extendiéndolo a
todas las personas. Ya estamos acostumbrados a oír hablar de asesinatos,
extorsiones, corrupción de la justicia, fraudes. Pero es la primera vez que nos
dicen que la mentira llega a los reductor más íntimos, afectando a la misma
familia. Y, por vez primera, nadie escapa a este veredicto (v. 2).[3]
Yahvé desea continuar con el pacto, pero desde
nuevas bases:
Dios habla sin querer romper su relación con todo
el pueblo. Detecta la infidelidad, pero desea que se supere. Por eso interroga,
instruye, exhorta (6.1-8). Los oráculos siguientes pretenden convencer a los
israelitas de la necesidad de volver a Dios y a la alianza, reflejando, como
diría Jeremías, “que es duro y amargo abandonar al Señor, tu Dios” (Jr 2,19).
Este aspecto se advierte sobre todo en 7.1-6: la deslealtad no merece un
castigo futuro, porque ella misma supone el mayor castigo. Cuando el hombre
advierte que no puede fiarse de su amigo, su esposa, su hijo, su familia, ha
tocado fondo en su soledad y no puede esperar nada peor.[4]
Es ahí de donde surge la afirmación personal de
confianza “Yo, por mi parte,/ pondré mi confianza en Dios./ Él es mi salvador,/
y sé que habrá de escucharme” (7.7). Si Yahvé reitera su disposición para
recomponer las cosas (con la dura condición de que la explotación simbolizada
por el templo de Jerusalén desparezca), se mantiene la certeza de que la
fortaleza divina seguirá sosteniendo al pueblo.
La oración con que concluye el libro (7.14-20), es un modelo de reconocimiento de las pasadas acciones divinas y una extraordinaria petición por que el presente y el futuro contengan nuevas intervenciones de Yahvé en la historia, pues la base de todo es su misericordia: “Dios nuestro,/ cuida de tu pueblo;/ cuida de este rebaño tuyo./ Aunque vivimos en tierras fértiles/ parecemos ovejas perdidas en el bosque./ Tú eres nuestro pastor,/ ven y ayúdanos/ como lo hiciste en otros tiempos. […] / No hay otro Dios como tú./ Somos pocos los que quedamos con vida./ Tú perdonas nuestra maldad/ y olvidas nuestro pecado./ Tan grande es tu amor por nosotros/ que tu enojo no dura para siempre./ ¡Vuelve a compadecerte de nosotros,/ y arroja todos nuestros pecados/ a lo más profundo del mar!/ Déjanos disfrutar de tu amor y fidelidad,/ porque así lo prometiste/ a Abraham, a Jacob,/ y a todos nuestros antepasados”.
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