sábado, 24 de septiembre de 2016

La fidelidad de Dios hacia su pacto sobrepasa todas las edades, L. Cervantes-O.

25 de septiembre, 2016

Haré con ellos un pacto que durará para siempre. Estaré con mi pueblo en todo momento, y lo ayudaré; haré que me respete, y que no vuelva a alejarse de mí. Con todo mi corazón volveré a establecerlo en esta tierra, y mi mayor alegría será que mi pueblo esté bien.
Jeremías 32.40-41, Traducción en Lenguaje Actual

Los caps. 31 a 33 de Jeremías son famosos porque anuncian una nueva alianza entre Yahvé y su pueblo. El más famoso es el 31, pues fue citado varias veces en el Nuevo Testamento, pero el 32 contiene un diálogo extraordinario entre Yahvé y el profeta en el que le explica, con lujo de detalles, su proceder ante la crisis causada por la caída y desaparición de la monarquía israelita. Se trata de un relato peculiar sobre las decisiones divinas El capítulo completo se centra en el rescate de un campo familiar. La narración comienza con Jeremías encarcelado por causa de anunciar la venida victoriosa de Nabucodonosor y la inutilidad de la resistencia contra él (vv. 1-5), es decir, era visto como un traidor a su patria.

En los vv. 6-15 se describe el gesto profético de acordar la compra de un terreno, en medio de la situación tan crítica, con el propósito de demostrar que Dios había hablado auténticamente con Jeremías (v. 8b) y que había prometido que en el país podría volverse a comprar casas, terrenos y viñedos (v. 15). “Es un acto profético de indudable sentido esperanzador, aunque a primera vista resulta absurdo”.[1] A continuación, se registra la oración del profeta, en la que se hace un firme y apasionado reconocimiento de las acciones de Dios, un auténtico modelo de oración teo-céntrica, más allá de poses o doctrinas mal digeridas y aplicadas: “Dios de Israel, tú, con tu extraordinario poder, has creado el cielo y la tierra. ¡No hay nada que tú no puedas hacer! Demuestras tu gran amor a miles de personas, pero también castigas a los hijos por el pecado de sus padres. ¡Tú eres grande y poderoso! ¡Por eso te llaman Dios del universo! Tus planes son maravillosos, pero aún más maravilloso es todo lo que haces. Tú estás al tanto de todo lo que hacemos, y a cada uno nos das lo que merecen nuestras acciones” (17-19).

“El profeta, para seguir confiando en la palabra del Señor, tiene que remontarse en su oración a los fundamentos de la fe, a los prodigios del éxodo y de la liberación inicial” (vv. 20-22),[2] al comportamiento del pueblo en la tierra entregada por Dios (23a), así como a los acontecimientos más recientes, especialmente el sitio de Jerusalén por los babilonios (23b-24a). La oración concluye con la pregunta sobre la razón que ha tenido para comprar ese terreno mientras la ciudad está a punto de caer (25). En medio de la crisis, Jeremías experimenta el dilema de salvaguardar los intereses de las dos partes de la alianza: de Yahvé, quien, cumpliendo siempre sus obligaciones, está aplicando sanciones a su contraparte; y del pueblo, que vive una situación extrema por causa de su desobediencia a las cláusulas del pacto con el Señor. Este dilema hace del profeta un vigía doble, un centinela de las dos partes del pacto, una especie de pararrayos en ambos sentidos, pues en él desembocan los sentimientos más extremos: por un lado, la justicia irrefutable del Dios fiel y, por el otro, la angustia y la tragedia de un pueblo sometido a los vaivenes de la historia vistos experimentados como instrumentos de la misma. El en el fondo, no está puesto a debate que el castigo sea justo o injusto sino su necesidad y las consecuencias que habría de tener.

De ahí que la respuesta divina, expresada en un lenguaje coloquial, como lo permiten apreciar las traducciones actuales, aparezca como una explicación minuciosa del parecer divino sobre los sucesos que azotan la conciencia del profeta y la realidad cotidiana del pueblo aquejado por las dudas y la inaceptable situación del momento. En “la primera parte (26-35) se expone el castigo por el pecado de Jerusalén y Judá; la segunda (36-44) anuncia la salvación, incluso tras la destrucción. La salvación se dibuja con las siguientes pinceladas: regreso, alianza, dones de la tierra. Sigue el esquema del éxodo”.[3] La explicación divina, como en otras ocasiones similares, expone una argumentación impecable que merece ser seguida paso a paso:

a) La universalidad de Yahvé (27a) y su omnipotencia (27b);
b) la conquista de Jerusalén será un hecho consumado (28) y ese imperio acabará físicamente con la idolatría de Israel (29);
c) Israel y Judá han actuado irresponsablemente (30); f) la destrucción de Jerusalén se fue fraguando desde mucho tiempo atrás mediante una serie de “pecados estructurales” cometidos por todos los estratos del pueblo-nación (31-32);
d) se produjo una fuerte desatención a la “pedagogía divina” (33) y se incurrió en la idolatría que los deshumanizó (34-35a);

La segunda parte es clara y esperanzadora, a pesar de todo:

e) Al enojo divino seguirá el esfuerzo de reunirlos (36-37);
f) Israel seguirá siendo su pueblo y Él su Dios (38);
g) Él transformará su conducta y sus pensamientos para perpetuar el pacto (39);
h) y el pacto será eterno con beneficios históricos para el pueblo (40-44).

La metáfora de la compra-venta de terrenos, situada en el marco de la relación de Dios con su pueblo y en lo establecido por la ley acerca del rescate de propiedades familiares (Lv 25.25, 47-55), fue utilizada aquí para fundamentar la esperanza de restauración comunitaria. “Los judíos poseen la herencia de la tierra. La solidaridad impedirá que ésta pase definitivamente a manos extranjeras. El Señor será en el futuro el ‘rescatador’ o ‘redentor’, que devuelve a los suyos sus posesiones”.[4] La fidelidad de Dios a su pacto sobrepasa, ciertamente, todas las épocas y edades y se ha expandido hasta incluir a todos quienes se sumarán al pueblo universal de Dios en el futuro. El cap. 33 cerrará el círculo con las firmes promesas de restauración (vv. 6-9): “El Señor es el creador y quien es capaz de suscitar la novedad. […] La resistencia al plan de Dios es inútil. El Señor puede cambiar la suerte de su pueblo cuando quiera, y lo hará cuando el castigo purifique al pueblo. Jerusalén será entonces reedificada y habitada; los cantos de alabanza se entonarán dentro y fuera de sus muros”.[5] Por eso el pueblo cantará:

¡Alabemos al Dios de Israel!
¡Alabemos al Dios todopoderoso!
¡Nuestro Dios es bueno
y nunca deja de amarnos! (v. 11b)





[1] José María Ábrego de Lacy, “Jeremías”, en Comentario al Antiguo Testamento. II. Madrid, La Casa de la Biblia, p. 140.
[2] Idem.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Ídem.

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