25 de septiembre, 2016
Haré con
ellos un pacto que durará para siempre. Estaré con mi pueblo en todo momento, y
lo ayudaré; haré que me respete, y que no vuelva a alejarse de mí. Con todo mi
corazón volveré a establecerlo en esta tierra, y mi mayor alegría será que mi
pueblo esté bien.
Jeremías 32.40-41, Traducción en Lenguaje Actual
Los caps. 31 a 33
de Jeremías son famosos porque anuncian una nueva alianza entre Yahvé y su
pueblo. El más famoso es el 31, pues fue citado varias veces en el Nuevo Testamento,
pero el 32 contiene un diálogo extraordinario entre Yahvé y el profeta en el
que le explica, con lujo de detalles, su proceder ante la crisis causada por la
caída y desaparición de la monarquía israelita. Se trata de un relato peculiar
sobre las decisiones divinas El capítulo completo se centra en el rescate de un
campo familiar. La narración comienza con Jeremías encarcelado por causa de anunciar
la venida victoriosa de Nabucodonosor y la inutilidad de la resistencia contra
él (vv. 1-5), es decir, era visto como un traidor a su patria.
En los vv. 6-15 se
describe el gesto profético de acordar la compra de un terreno, en medio de la
situación tan crítica, con el propósito de demostrar que Dios había hablado
auténticamente con Jeremías (v. 8b) y que había prometido que en el país podría
volverse a comprar casas, terrenos y viñedos (v. 15). “Es un acto profético de
indudable sentido esperanzador, aunque a primera vista resulta absurdo”.[1]
A
continuación, se registra la oración del profeta, en la que se hace un firme y apasionado
reconocimiento de las acciones de Dios, un auténtico modelo de oración
teo-céntrica, más allá de poses o doctrinas mal digeridas y aplicadas: “Dios de
Israel, tú, con tu extraordinario poder, has creado el cielo y la tierra. ¡No
hay nada que tú no puedas hacer! Demuestras tu gran amor a miles de personas,
pero también castigas a los hijos por el pecado de sus padres. ¡Tú eres grande
y poderoso! ¡Por eso te llaman Dios del universo! Tus planes son maravillosos,
pero aún más maravilloso es todo lo que haces. Tú estás al tanto de todo lo que
hacemos, y a cada uno nos das lo que merecen nuestras acciones” (17-19).
“El profeta, para
seguir confiando en la palabra del Señor, tiene que remontarse en su oración a
los fundamentos de la fe, a los prodigios del éxodo y de la liberación inicial”
(vv. 20-22),[2]
al comportamiento del pueblo en la tierra entregada por Dios (23a), así como a
los acontecimientos más recientes, especialmente el sitio de Jerusalén por los
babilonios (23b-24a). La oración concluye con la pregunta sobre la razón que ha tenido para
comprar ese terreno mientras la ciudad está a punto de caer (25). En medio de
la crisis, Jeremías experimenta el dilema de salvaguardar los intereses de las
dos partes de la alianza: de Yahvé, quien, cumpliendo siempre sus obligaciones,
está aplicando sanciones a su contraparte; y del pueblo, que vive una situación
extrema por causa de su desobediencia a las cláusulas del pacto con el Señor.
Este dilema hace del profeta un vigía doble, un centinela de las dos partes del
pacto, una especie de pararrayos en ambos sentidos, pues en él desembocan los sentimientos
más extremos: por un lado, la justicia irrefutable del Dios fiel y, por el
otro, la angustia y la tragedia de un pueblo sometido a los vaivenes de la
historia vistos experimentados como instrumentos de la misma. El en el fondo,
no está puesto a debate que el castigo sea justo o injusto sino su necesidad y
las consecuencias que habría de tener.
De ahí que la respuesta divina,
expresada en un lenguaje coloquial, como lo permiten apreciar las traducciones
actuales, aparezca como una explicación minuciosa del parecer divino sobre los
sucesos que azotan la conciencia del profeta y la realidad cotidiana del pueblo
aquejado por las dudas y la inaceptable situación del momento. En “la primera parte
(26-35) se expone el castigo por el pecado de Jerusalén y Judá; la segunda (36-44)
anuncia la salvación, incluso tras la destrucción. La salvación se dibuja con
las siguientes pinceladas: regreso, alianza, dones de la tierra. Sigue el
esquema del éxodo”.[3]
La explicación divina, como en otras ocasiones similares, expone una argumentación
impecable que merece ser seguida paso a paso:
a)
La universalidad
de Yahvé (27a) y su omnipotencia (27b);
b) la conquista de Jerusalén será un hecho consumado (28)
y ese imperio acabará físicamente con la idolatría de Israel (29);
c) Israel y Judá han actuado irresponsablemente (30); f) la destrucción de Jerusalén se fue
fraguando desde mucho tiempo atrás mediante una serie de “pecados estructurales”
cometidos por todos los estratos del pueblo-nación (31-32);
d) se produjo una fuerte desatención a la “pedagogía
divina” (33) y se incurrió en la idolatría que los deshumanizó (34-35a);
La segunda parte es
clara y esperanzadora, a pesar de todo:
e) Al enojo divino seguirá el esfuerzo de reunirlos
(36-37);
f) Israel seguirá siendo su pueblo y Él su Dios (38);
g) Él transformará su conducta y sus pensamientos para
perpetuar el pacto (39);
h) y el pacto será eterno con beneficios históricos para
el pueblo (40-44).
La metáfora de la
compra-venta de terrenos, situada en el marco de la relación de Dios con su
pueblo y en lo establecido por la ley acerca del rescate de propiedades
familiares (Lv 25.25, 47-55), fue utilizada aquí para fundamentar la esperanza
de restauración comunitaria. “Los judíos poseen la herencia de la tierra. La
solidaridad impedirá que ésta pase definitivamente a manos extranjeras. El
Señor será en el futuro el ‘rescatador’ o ‘redentor’, que devuelve a los suyos
sus posesiones”.[4]
La fidelidad de Dios a su pacto sobrepasa, ciertamente, todas las épocas y
edades y se ha expandido hasta incluir a todos quienes se sumarán al pueblo
universal de Dios en el futuro. El cap. 33 cerrará el círculo con las firmes
promesas de restauración (vv. 6-9): “El Señor es el creador y quien es capaz de
suscitar la novedad. […] La resistencia al plan de Dios es inútil. El Señor
puede cambiar la suerte de su pueblo cuando quiera, y lo hará cuando el castigo
purifique al pueblo. Jerusalén será entonces reedificada y habitada; los cantos
de alabanza se entonarán dentro y fuera de sus muros”.[5]
Por eso el pueblo cantará:
¡Alabemos al Dios de Israel!
¡Alabemos al Dios todopoderoso!
¡Nuestro Dios es bueno
y nunca deja de amarnos! (v. 11b)
¡Alabemos al Dios todopoderoso!
¡Nuestro Dios es bueno
y nunca deja de amarnos! (v. 11b)
No hay comentarios:
Publicar un comentario