12 de marzo, 2017
Si alguien
que posee bienes materiales ve que su hermano está pasando necesidad, y no
tiene compasión de él, ¿cómo se puede decir que el amor de Dios habita en él?
I Juan 3.17, Nueva Versión Internacional
El
que ama ha pasado de muerte a vida
“No se extrañen si el mundo los odia” (v. 13): con estas palabras abre
la sección de I Juan 3 que se ocupa de describir la necesidad de un amor
comunitario tangible, visible y efectivamente transformador, que no se queda en
las meras palabras. Y es que buena parte del proyecto juanino está centrada en
demostrar que el amor de la comunidad es incompatible con los valores del
mundo. En el interior de la comunidad cristiana es donde se experimenta el amor
de Dios todo el tiempo gracias a la acción constante de su Espíritu a diferencia
de lo que acontece en el mundo, hostil a ese proyecto. De ahí la riqueza con
que la primera carta define el amor al prójimo. Para ella, significa una enorme
variedad de realidades, todas ligadas entre sí en una cadena de un invaluable
sentido espiritual: estar unido a Dios (1.6), estar unido a los hermanos (1.7),
obtener el perdón de Dios (1.7; 3.18-20); conocer a Dios (2.3; 4.8); vivir en
la luz (2.10); no pertenecer al mundo (2.15); practicar la justicia (3.10);
pasar de la muerte a la vida (3.14); desprendernos de nuestra vida (3.16); amar
a Dios (3.17); ser hijo de Dios (4.7; 5.1). liberarse del temor (4.18); cumplir
los mandamientos (5.2).[1]
Al replantear la oposición entre muerte y vida como parte de las
relaciones con el prójimo, sugerida por el propio Jesús, en diversas ocasiones,
esta epístola afirma que el amor comunitario al que llama e integra el Señor es
una forma de vida capaz de superar la muerte social a la que muchos están
condenados (vv. 14-15). “Pasar de muerte a vida”, en el lenguaje juanino, es
una experiencia de salvación que hace posible vivir el amor tal como Dios la
desea. No amar significa seguir aún en circunstancias de muerte. Amar
cotidianamente al prójimo que es hermano/a en Jesucristo posibilita la
expresión comunitaria visible de la obra de Dios en el mundo a partir de las
duras palabras del Señor (en el Sermón del Monte) sobre la forma en que es
posible acabar con la vida del prójimo. Asimismo, la forma en que Jesús se
entregó por su pueblo es un modelo de amor para toda comunidad cristiana
(v.16). Acceder a ese conocimiento es una de las grandes ventajas de la fe
salvadora en el Señor.
Las
expresiones materiales del amor comunitario
El cambio de lenguaje y de nivel que se presenta en el v. 17 busca hacer
efectiva la práctica del amor cristiano en la comunidad: el amor tiene que ser
eficaz o no es amor. La exigencia de la “materialidad cristiana solidaria” en
un mundo dominado por la egolatría, el lucro y el interés económico aparece
como una auténtica necesidad histórica siempre presente. “Un amor a Dios que no se verifica
en el amor concreto al prójimo, no es verdadero amor a Dios”.[2] El amor solidario hacia el
prójimo es una prueba de fuego para el apego hacia las cosas materiales: de ahí
brota el empuje para movilizar la acción efectiva del amor que se concreta en
realidades transformadoras. La posesión de los bienes materiales no es el problema
en sí, sino el excesivo amor hacia ellos (amor idolátrico y desvirtuado por
definición) que impida desprenderse de objetos y recursos en beneficio de
alguien necesitado.
El desafío ético de la fe cristiana en la comunidad es amar
auténticamente, “con hechos y de verdad”, más allá de toda apariencia y
fingimiento (v. 18). “No amar de palabra ni de labios para afuera” es un mandato
ético y espiritual ante el cual la comunidad cristiana no tiene alternativa. O se
lleva a cabo en el laboratorio continuo de humanidad o dejará de apreciarse suficientemente
como el tipo de amor que la Iglesia propone al mundo, en el sentido transformador
que se requiere para hacer visible la presencia de la salvación en el mundo.
El amor comunitario visible y transformador es la mayor aportación de la
vida de fe al mundo por ser un testimonio profético y crítico acerca de cómo
debería ser la sociedad. Si ésta se niega a poner en observancia los mandatos divinos,
el testimonio de la comunidad deberá ser una prueba continua de la eficacia del
amor de Dios en el mundo. Este amor comunitario tampoco debe desconocer las contradicciones
del mundo en sus diversas manifestaciones, como comenta Josep Miró i Ardèvol: “En
la política tal y como se practica, el concepto de amor es desconocido, pero
para que pueda realizarse es necesario un fin compartido, el bien común, y el
medio básico para alcanzarlo, se requiere de un medio, la concordia, la amistad
civil aristotélica, pero tales cosas ni están ni se las espera. […] El amor
puede tener un substituto menor, el deber, el deber-por–amor, pero en nuestra
sociedad desvinculada solo existe la preferencia subjetiva y la realización del
deseo, y esto es simplemente catastrófico, porque sin ambos no existen vínculos”.[3]
Finalmente, el amor cristiano acerca a las comunidades a la verdad desde
la ortopraxis (buena práctica) (v. 19)
y no solamente desde la ortodoxia
(buena doctrina). Ambas deben complementarse porque el gran mandamiento del amor
mutuo (v. 23) sigue plenamente vigente. La obediencia en el amor comunitario es
el camino hacia la verdad plena de Dios: “El que obedece sus mandamientos
permanece en Dios, y Dios en él. ¿Cómo sabemos que él permanece en nosotros?
Por el Espíritu que nos dio” (v. 24).
[1] Raúl Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio.
(El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en
RIBLA, núm. 17, p. 116, www.claiweb.org/images/riblas/pdf/17.pdf.
[2] Ibíd,
p.
117.
[3] J. Miró i Ardèvol, “La sociedad que desconoce el amor”, en www.serviciocatolico.com/files/la_sociedad_que_desconoce_el_amo.htm.
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