El amor
debe ser sincero [anhipókritos, sin
hipocresía]. […] Ámense los unos a los otros con amor fraternal, respetándose y
honrándose mutuamente.
Romanos 12.9-10, Nueva Versión Internacional
La
integración en el pueblo visible de Dios
“Creemos en la comunión de los santos”: así dice uno de los artículos de
fe del Credo Apostólico. Eso significa que aceptamos y promovemos el esfuerzo
divino por formar un pueblo nuevo de entre la totalidad de la humanidad
mediante la obra redentora de su Hijo. Ese esfuerzo de salvación desembocó en
el surgimiento de una nueva comunidad. Creer en su existencia conduce a
practicar la hermandad guiada por la presencia de Jesús entre su pueblo. El
Nuevo Testamento da fe de la transición del grupo que acompañó Jesús en
Palestina a la diseminación de otras comunidades que creyeron en él como Hijo
de Dios. La fe común que los unía funcionó como un factor de acercamiento a la
esperanza que en ese tiempo se fue consolidando como un elemento nuevo dentro
del Imperio Romano, a contracorriente de otras formas, religiosas o no, de
agregación social y comunitaria.
Las distintas barreras que separaban a los seres humanos fueron abolidas
por Dios en su Hijo a fin de formar la humanidad nueva. San Pablo da por
sentado que esa realidad humana representa los resultados de la obra salvífica
de Dios. En su carta a los Romanos manifiesta una clara comprensión de una
“sociología espiritual” de la comunidad cristiana expresada en los altos vuelos
de su reflexión acerca de la salvación y, al mismo tiempo, en el hecho de
marcar normas de comportamiento comunitario. Esta visión doble le permitió afirmar
la necesidad de llevar al terreno de la práctica la existencia de una comunidad
visible que, pese a sus dilemas y contradicciones, debería representar la
eficacia de la obra redentora de la obra del Señor ante los ojos de todo el
mundo.
La única forma de integrarse a ella es por la elección divina mediante
el amor comunitario producido por el Espíritu. Asimismo, hay que superar muchos
intereses, orgullos, mezquindades y egoísmos para lograrlo, y así poder sumarse
a la iniciativa divina para conseguir que las comunidades se articulen
alrededor de lo más relevante, es decir, la presencia de la acción de Dios en
medio de un mundo violento y sin afectos. La insistencia ética del apóstol
recae en una serie de prácticas concretas para mostrar que la comunidad
cristiana es fruto de Dios y que su comportamiento ejemplar es capaz de renovar
en su totalidad a las sociedades humanas.
En ese sentido se orienta la suma de valores que la comunidad debía
practicar: amor por el bien, respeto mutuo (v. 10), diligencia, servicio (v. 11),
alegría, esperanza, paciencia, oración constante (v. 12), ayuda mutua, hospitalidad
(v. 13), buena disposición (v. 14), solidaridad en las buenas y en las malas (v.
15), armonía comunitaria, humildad, buena imagen de sí mismos (v. 16), no
devolver mal por mal (v. 17), actitud pacífica permanente (v. 18). Y, finalmente,
no querer cobrarse las afrentas por propia mano y dejar la justicia al Señor
(v. 19).
Amor
de corazón, fraternalmente, la exigencia
El amor de Dios en Jesús es la premisa básica de toda vida eclesial
comunitaria para el apóstol Pablo. Su autenticidad está a prueba en todas las
relaciones que establece cada seguidor/a de Jesús en el mundo y ante la
necesidad de vivir en medio de él, con todas sus contradicciones, deberá salir
triunfante. Nuestras tendencias humanas son contrarias a esa voluntad divina y
por ello la iglesia es un taller continuo de amor (o desamor) comunitario.[1]
Cada exhortación paulina a las diversas comunidades es testimonio del grado de
comprensión que tenía acerca del proyecto divino de superar los odios, los
rencores y las guerras fratricidas (todas lo son) mediante el supremo amor de
Dios revelado en Jesucristo. En su opinión, nada podría sustituir al verdadero
amor en la vida de las comunidades y cada persona debería agotar sus fuerzas
para alcanzar el deseo divino de proyectarlo en todas las áreas de la vida
La palabra paulina, en este caso, es sumamente realista y desafiante,
pues literalmente pide a las comunidades que se abandone la hipocresía, recurso
humano tan frecuente para acomodarse en la sociedad. Si tendemos a fingir el
amor, el aspecto ético central de la comunidad cristiana se desvirtúa (también
aparece en II Corintios 6.6 y en I Pedro 1.22). El Espíritu, entonces, trabaja
continuamente para corregir nuestras inclinaciones anti-comunitarias. Podría
decirse que Él está enfrascado todo el tiempo con el egoísmo de cada quien en
las comunidades y que su tarea en ese campo es realmente titánica, ante la multitud
de intereses, gustos y orientaciones presentes. Todos deseamos obtener satisfacciones
en los ámbitos en donde nos movemos y es preciso observar si eso se cumple
sanamente o si se sacrifican los deseos de algunos para satisfacer a otros. Como
se dice políticamente, “construimos mayorías” para imponer ciertos criterios
espirituales y prácticos, y el amor, en este modo de ver las cosas no es la
excepción.
El amor sincero en la comunidad es una fuerza social transformadora. El
apóstol Pablo creía firmemente en que, al experimentarlo las comunidades
cristianas habría un impacto social amplio. Ese sentimiento y valor cristiano
es lo que debería “exportar” la iglesia al mundo y proponerlo como factor superior
de vida para todas las personas. El mandamiento del Señor Jesucristo sobre el amor
seguía su camino en el mundo y, hasta hoy, continúa en busca de una praxis
efectiva a través de los integrantes actuales de las comunidades cristianas. De
ahí que resulte tan inquietante y provocadora la frase de admiración registrada
por Tertuliano: “¡Miren cómo se aman!”. Pero en otros ambientes se cambia por: “¡Miren
cómo pelean!”. De modo que el reto sigue muy vivo y actual para toda comunidad
cristiana.
[1] Cf. Raniero Cantalamessa, “El amor
fraterno”, en https://hijosdemariasantisimavenezuela.files.wordpress.com/2014/06/el-amor-fraterno-raniero-cantalamessa.pdf.
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